Revolución en China y en Europa
14 de junio de 1853
Un muy profundo pero fantasioso especulador de los principios que gobiernan los movimientos de la Humanidad solía ensalzar como uno de los secretos que gobiernan la naturaleza lo que llamaba la ley del contacto de los extremos. El popular proverbio «los extremos se tocan» era, en su opinión, una gran y poderosa verdad para todos los ámbitos de la vida, un axioma tan imprescindible para el filósofo como las leyes de Kepler o el gran descubrimiento de Newton para el astrónomo.
«Los extremos se tocan» puede ser un principio universal o no pero, en todo caso, uno de sus ejemplos más reveladores podría ser el efecto de la revolución china en el mundo civilizado[52]. Puede parecer extraña y paradójica la afirmación de que la próxima sublevación popular en Europa y su posterior evolución en pos de la libertad republicana y la economía de gobierno tal vez dependa más de lo que hoy sucede en el Imperio Celeste —en los antípodas de Europa— que de cualquier otra cuestión política —más incluso que de las amenazas de Rusia y la posible guerra europea en que podrían desembocar—. Y, sin embargo, no es ninguna paradoja, como todos comprenderán tras examinar atentamente las circunstancias del caso.
Con independencia de las causas sociales —y de las formas religiosas, dinásticas o nacionales que puedan adoptar— que condujeron a las rebeliones crónicas que llevan produciéndose en China los últimos diez años y que ahora cristalizan en una formidable revolución, es incuestionable que este último estallido tiene su origen en los cañones ingleses que por la fuerza han introducido en China esa droga soporífera llamada opio. Ante las armas británicas, la autoridad de la dinastía manchú quedó hecha pedazos, la supersticiosa fe en la eternidad del Imperio Celeste se quebró, el bárbaro y hermético aislamiento del mundo civilizado fue infringido, y una grieta se abrió en ese intercambio que desde entonces se desarrolla tan rápidamente gracias a los dorados atractivos de Australia y California. Al mismo tiempo, la moneda de plata del Imperio, su savia vital, empezó a desaguar hacia las Indias Occidentales.
Hasta 1830, la balanza comercial siempre fue favorable a China por su ininterrumpida importación de plata de la India, el Reino Unido y Estados Unidos. Desde 1833, y especialmente desde 1840, las exportaciones de plata de China a la India casi han llegado a agotar las arcas del Imperio Celeste. De ahí los estrictos decretos del emperador contra el comercio de opio, que han encontrado gran oposición. Además de esta consecuencia económica inmediata, los sobornos relacionados con el contrabando de opio han inmoralizado completamente a los funcionarios de las provincias del sur de China. Igual que solían considerar al emperador padre de China, sus regidores tenían una relación paternal con las provincias que administraban. Pero esta autoridad patriarcal, único lazo moral que cohesiona la vasta maquinaria del Estado, se ha ido corroyendo gradualmente por la corrupción de los regidores, que han acumulado grandes ganancias haciendo la vista gorda con el contrabando de opio. Esto ha ocurrido principalmente en las mismas provincias del sur donde empezó la rebelión. Casi no hace falta decir que, en la medida en que el opio ha ido imponiendo su soberanía sobre los chinos, el emperador y su gobierno de pedantes mandarines han ido perdiendo la suya. Da la impresión de que la historia tenía que emborrachar primero a todo su pueblo para luego despertarlo de su estupidez hereditaria.
Aunque apenas se produjo en tiempos remotos, la importación de algodón inglés y, en menor medida, de lana inglesa viene aumentando rápidamente desde 1833, época en que el monopolio del comercio con China pasó de la Compañía de las Indias Orientales a empresas privadas, y en mucha mayor escala a partir de 1840, cuando otras naciones y especialmente la nuestra consiguieron mayor participación en el comercio chino. La introducción de productos manufacturados extranjeros ha tenido un efecto similar en la industria china al que anteriormente tuvo en Persia, la India y Asia Menor. En China, tejedoras e hilanderas han sufrido enormemente la competencia extranjera y la comunidad se ha desestabilizado en la misma proporción.
El tributo pagado a Inglaterra tras la infortunada guerra de 1840, el gran e improductivo consumo de opio, la fuga de metales preciosos que ha ocasionado, la destructiva influencia de la competencia extranjera en las manufacturas autóctonas, la inmoralidad de la administración pública, han tenido dos consecuencias: los viejos tributos son cada vez más onerosos y acuciantes, y han surgido otros nuevos. Por ejemplo, en un decreto fechado en Pekín el 5 de enero de 1853, el emperador cursa a los virreyes y gobernadores de las provincias meridionales de Wuchang y Hanyang la orden de suspender y posponer el cobro de impuestos, y, especialmente, de no recaudar nunca una cantidad superior a la debida, porque de otra manera, dice el decreto, «¿Cómo iban los pobres a soportarlo? Así tal vez —prosigue el emperador— pueda mi pueblo, en un período de privaciones y miseria generalizadas, librarse del mal de la persecución y hostigamiento de los recaudadores de impuestos». Este lenguaje, y estas concesiones, recordamos habérselo oído a Austria, la China de Alemania, en 1848.
Todos estos agentes disolventes actuaron conjuntamente en las finanzas, la moral, la industria y la estructura política de China, se manifestaron plenamente en 1840 con los cañones ingleses, que quebraron la autoridad del emperador, y han obligado al Imperio Celeste a entrar en contacto con el mundo terrenal. El aislamiento completo era condición esencial para la preservación de la Vieja China. Ese aislamiento llegó a su violento final a causa de Inglaterra, y es tan seguro que le seguirá la disolución como que una momia se desintegra al entrar en contacto con el aire aunque esté cuidadosamente preservada en un ataúd herméticamente sellado. Después de que Inglaterra haya sido uno de los causantes de la revolución china, la cuestión es cómo reaccionará con la propia Inglaterra esa revolución llegado el momento, y a través de Inglaterra, con Europa. Una cuestión que no es de difícil solución.
La atención de nuestros lectores se ha concentrado con frecuencia en el crecimiento sin parangón de las manufacturas británicas desde 1850. En medio de la más sorprendente prosperidad no ha sido difícil señalar los claros síntomas de la crisis industrial que se avecina. A pesar de California y Australia, a pesar de una emigración muy numerosa y sin precedentes, tiene que llegar un momento, a su debido tiempo y sin incidente particular que lo motive, en que la ampliación de los mercados no pueda seguir el ritmo del aumento de la producción manufacturera del Reino Unido y, con la misma certidumbre con que ya ha sucedido en el pasado, esta desproporción desemboque en otra crisis. Además, si uno de los grandes mercados se contrajese de pronto, la llegada de la crisis se aceleraría. La rebelión china debe, por lo sucedido hasta ahora, tener precisamente este efecto en Inglaterra. La necesidad de abrir nuevos mercados, y de ampliar los ya existentes, ha sido una de las principales causas de la bajada de los impuestos del té británicos, de igual modo que, junto con una importación de té cada vez mayor, se espera que crezcan las exportaciones de productos manufacturados a China. En 1834, el valor anual de las exportaciones a China apenas alcanzaba, antes de que ese mismo año acabara por decreto el monopolio comercial de la Compañía de las Indias Orientales, 600.000 libras esterlinas, mientras que en 1836 llegó a 1.326.388, en 1845 a 2.394.827 y en 1852 a unos tres millones. La cantidad de té importado de China no pasaba en 1793 de 7000 toneladas, pero en 1845 casi llegó a las 25.000, en 1846 superó las 27.000 y ahora casi alcanza las 30.000. La cosecha de té de este último año no será escasa, como sabemos ya por la lista de exportaciones de Shanghai, que supera en casi mil toneladas a la del año anterior. Hay que achacar esta subida a dos circunstancias. Por un lado, al terminar 1851, los mercados estaban en peor situación y el gran excedente sobrante se contabilizó en las exportaciones de 1852. Por otro, la reciente alteración de la legislación británica con respecto a la importación de té, que afecta a China, ha colocado todos los tés disponibles en un mercado predispuesto y con precios mucho más altos. Pero en lo que se refiere a la próxima cosecha, la situación es muy distinta. Lo demuestra el siguiente extracto de la correspondencia de una gran empresa tetera de Londres:
Dicen que en Shanghai el terror es extremo. El valor del oro ha subido un 25 por ciento y lo buscan con ansia para guardarlo; la plata ha desaparecido y nada obtienen del cobro de los aranceles portuarios a los buques británicos que quieren atracar; como resultado de todo ello, el señor Alcock, cónsul, ha consentido en hacerse responsable ante las autoridades chinas del pago de esos aranceles previa entrega de recibos de la Compañía de las Indias Orientales u otras garantías oficiales. La escasez de metales preciosos es uno de los detalles más desfavorables cuando se compara con el futuro inmediato del comercio, porque se da precisamente en un momento en que su empleo es muy necesario para que los compradores de té y de seda se internen en el país y adquieran los productos, para lo cual necesitan pagar por adelantado y que los productores puedan llevar a cabo sus operaciones.
En esta época del año es normal empezar los preparativos para los nuevos tés, pero de momento solo se ha hablado de los medios para proteger a personas y propiedades, y las transacciones se han interrumpido.
Si no se hace lo necesario para proteger las hojas en abril y mayo, las primeras cosechas, que es donde están las mejores variedades de tés negros y verdes, se echarán tanto a perder como el trigo no recogido por Navidad.
No serán las escuadras inglesas, americanas y francesas fondeadas en los mares de China las que pongan los medios para proteger las hojas de té, pero con su injerencia sí podrían crear fácilmente tales complicaciones que los intercambios entre el interior, que produce el té, y los puertos, que lo exportan, podrían interrumpirse. Es de esperar por tanto que la presente cosecha tenga un precio más elevado —en Londres ya ha comenzado la especulación— y que la siguiente se salde con un gran déficit. Y eso no es todo. Para vender a los extranjeros las numerosas mercancías que tienen a mano, los chinos, por dispuestos que estén a hacerlo y como todos los pueblos que atraviesan un período de convulsión revolucionaria, querrán acumular reservas, no aceptar a cambio de su seda y su té apenas otra cosa que dinero contante y sonante, como acostumbran a hacer los orientales por temor a los grandes cambios. Por esto mismo, Inglaterra tiene que esperar una subida del precio de uno de los artículos que más consume, una fuga de oro y una gran contracción de un importante mercado para sus artículos de lana y algodón. Incluso The Economist, optimista prestidigitador de cuanto amenace las tranquilas cabezas de la comunidad mercantil, se ve obligado a emplear el siguiente lenguaje:
No nos hagamos ilusiones pensando que encontraremos un mercado tan grande como el anterior para nuestras exportaciones a China […]. Es más probable, por consiguiente, que se resienta nuestra actividad exportadora a China, y que baje la demanda de los productos de Manchester y Glasgow.
No debemos olvidar que la subida del precio de un artículo tan indispensable como el té y la contracción de un mercado tan importante como el chino coincidirán con una cosecha deficiente en Europa Occidental y, por tanto, con el aumento del precio de la carne, los cereales y todos los demás productos agrícolas. De ahí que se hayan contraído los mercados de manufacturas, porque todo aumento del precio de los productos de primera necesidad se compensa, a escala nacional e internacional, con la correspondiente reducción de la demanda de manufacturas. Desde todos los rincones de Gran Bretaña llegan quejas por el mal estado de los cultivos. The Economist prosigue sobre este tema:
En el sur de Inglaterra «no solo va a quedar mucha tierra sin sembrar hasta que se haga demasiado tarde para cualquier tipo de cultivo, sino que en una gran parte de la tierra cultivada el cereal no podrá creer o lo hará de manera deficiente». En los suelos poco fértiles o húmedos destinados al trigo hay ya signos evidentes del daño. «Se puede decir que ha pasado la época de plantar remolacha forrajera y que se ha plantado muy poca, mientras que la época de preparar la tierra para los nabos está llegando a su fin sin que se hayan completado los preparativos adecuados para este importante cultivo […] la siembra de avena se ha visto entorpecida por la lluvia y la nieve. Es poca la avena que se plantó temprano y la tardía rara vez da grandes cosechas.
En muchas regiones, los rebaños de cría han sufrido pérdidas considerables. El precio de productos agrícolas distintos al cereal ha subido un 20 o un 30 e incluso un 50 por ciento con respecto al último año. En el Continente, el grano ha subido comparativamente más que en Inglaterra. En Bélgica y Holanda, el centeno ha subido un cien por cien. El trigo y otros cereales siguen el mismo camino.
En estas circunstancias y habiendo las transacciones británicas completado ya la mayor parte del ciclo normal del comercio, se puede presagiar sin temor a equivocarse que la revolución china hará saltar la chispa en la sobrecargada mina del actual sistema industrial y causará la explosión de la crisis generalizada que se lleva gestando tanto tiempo y que, al transmitirse al extranjero, se verá seguida de cerca por revoluciones políticas en el Continente. Sería un espectáculo curioso ver que China manda desorden al mundo occidental mientras, por medio de los buques de guerra ingleses, franceses y americanos, las potencias de Occidente imponen «orden» en Shanghai, Nankín y la desembocadura del Gran Canal. ¿Olvidarán esas potencias aficionadas a imponer orden, que querrían apoyar a una dinastía manchú que se tambalea, que el odio al extranjero y su exclusión del Imperio, antaño mera consecuencia de la situación geográfica y etnográfica de China, se convirtieron en sistema político únicamente desde la conquista del país por la raza de los tártaros manchúes? No cabe la menor duda de que las turbulentas disensiones de las naciones europeas que a finales del siglo XVII rivalizaron en el comercio con China prestan una poderosa ayuda a la política de exclusión adoptada por los manchúes. Pero más ayuda el miedo de la nueva dinastía a que los extranjeros puedan favorecer el descontento que una gran parte de la población china ha ido acumulando en la primera mitad de siglo por su sometimiento a los tártaros. Por este motivo se prohibió a los extranjeros mantener contacto alguno con los chinos salvo a través de Cantón, ciudad muy alejada de Pekín y las regiones del té, y limitaron sus transacciones comerciales al intercambio con los mercaderes de Hong, que contaban con la autorización expresa del gobierno para comerciar con otras naciones, a fin de evitar que el resto de los súbditos chinos tuvieran comunicación con los odiosos extranjeros. En todo caso, cualquier injerencia de los gobiernos occidentales en estos momentos solo puede servir para que la revolución se vuelva más violenta y para prolongar el estancamiento del comercio.
Al mismo tiempo hay que observar que, en relación con la India, nada menos que una séptima parte de los ingresos del gobierno británico de ese país dependen de la venta de opio a los chinos, mientras que una proporción considerable de la demanda de la India de manufacturas británicas depende de que ese opio se produzca en ese país. Es verdad que es tan probable que los chinos renuncien a fumar opio como que los alemanes dejen de fumar tabaco, pero, como se rumorea que el nuevo emperador es favorable a la cultura de la flor de adormidera y a que el opio se prepare en la propia China, es evidente que el negocio del cultivo del opio en la India sufrirá un golpe de muerte, y con él los ingresos del Estado indio y los recursos comerciales del Indostán. Aunque los intereses directamente implicados no notarán el golpe de inmediato, a su debido tiempo tendrá sus efectos e intensificará y prolongará la crisis financiera universal cuyo futuro hemos vaticinado en las líneas precedentes.
Desde principios del siglo XIX no ha habido en Europa revolución importante que no se haya visto precedida de una crisis comercial y financiera. Esto es verdad tanto de la revolución de 1789 como de la de 1848. Todos los días vemos disputas más temibles entre los poderes gobernantes y sus súbditos, entre el Estado y la sociedad, y entre las distintas clases; conflictos entre las potencias existentes que alcanzan ese clímax en que todos desenvainan su espada y recurren a la razón última de los príncipes. Todos los días llegan a las capitales europeas alarmantes despachos hablando de guerra universal, pero los despachos del día siguiente los desmienten con garantías de paz que duran más o menos una semana. Podemos estar seguros, sin embargo, de que, con independencia de la temperatura que alcance el conflicto entre las potencias europeas, por amenazador que pueda parecer el horizonte diplomático, sean cuales sean los movimientos que pueda intentar alguna facción entusiasta en algún país o en otro, el viento de la prosperidad instiga por igual la rabia de los príncipes y la furia de los pueblos. No es probable que las guerras o las revoluciones siembren la discordia en Europa a no ser que sean resultado de una crisis comercial e industrial generalizada de la cual, como siempre, dará la señal de alarma Inglaterra, representante de la industria europea en el mercado mundial.
Es innecesario convivir con las consecuencias políticas que una crisis semejante debe producir en estos tiempos, con la extensión sin precedentes de factorías en Inglaterra, con la disolución completa de los partidos oficiales, con toda la maquinaria del Estado francés transformada en un inmenso problema por tanta estafa y especulación, con Austria al borde de la bancarrota, cuando en todas partes arrecian injusticias que el pueblo querrá vengar, cuando las potencias, reaccionarias, tienen intereses encontrados, y cuando el sueño de conquista de los rusos ha vuelto a revelarse al mundo una vez más.