La ley bancaria de 1844 y la crisis monetaria de Inglaterra

6 de noviembre de 1857

El día 5 del corriente el Banco de Inglaterra elevó su tipo mínimo de descuento del 8 por ciento fijado el 19 de octubre al 9 por ciento. Pero nosotros presumimos que esta subida, sin precedentes en la historia del Banco desde que reanudara sus pagos en metálico, todavía no ha alcanzado su máximo. Se debe a una salida masiva de metales preciosos del país y al descenso de lo que se llama reserva de billetes. La fuga de metales se produce en dos direcciones contrarias: el oro se dirige a este país[136] como consecuencia de nuestra bancarrota, y la plata a Oriente debido al descenso de las exportaciones a China y la India y de los pagos directos del gobierno a cuenta de la Compañía de las Indias Orientales. A cambio de la plata que por tanto se necesita en Oriente, habría que mandar oro al continente europeo.

En lo que se refiere a la reserva de billetes y a la importante función que desempeña en el mercado monetario de Londres, es necesario aludir brevemente a la ley bancaria presentada por sir Robert Peel en 1844[137], que no solo afecta a Inglaterra, sino también a Estados Unidos y al mercado mundial. Respaldado por Lloyd[138], el banquero, ya lord Overstone, y por otras figuras influyentes, sir Robert Peel propuso dicha ley con el fin de poner en práctica cierto principio relativo al papel moneda según el cual, en sus movimientos de expansión y contracción, éste tendría que ceñirse escrupulosamente a las leyes de la circulación de metales; con ello, aseguraban sir Robert y sus partidarios, se evitarían todas las crisis monetarias del futuro. El Banco de Inglaterra se divide en dos departamentos: el de emisión de moneda y el bancario; el primero no es más que una fábrica de billetes, el segundo es el auténtico banco. El departamento de emisión está dotado por ley del poder de imprimir billetes hasta un total de catorce millones de libras esterlinas, suma que presuntamente indica el punto por debajo del cual la moneda en circulación no descenderá nunca, porque así lo garantiza la deuda del Estado británico con el Banco. Aparte de esos catorce millones, el Banco no puede emitir ningún billete que no esté respaldado por una cantidad de igual valor del metal precioso que guarda en los sótanos de su departamento de emisión. La masa total de billetes, siempre según ese límite, pasa al departamento bancario, que es el que los pone en circulación. Por consiguiente, si las reservas de oro y plata que guardan los sótanos del departamento de emisión se elevan a diez millones, ese departamento puede primero emitir billetes por valor de veinticuatro millones y luego trasladarlos al departamento bancario. Si el dinero en circulación solo suma veinte millones, los cuatro millones que quedan en la caja del departamento bancario forman su reserva de billetes, que, en realidad, constituye la única garantía de los depósitos que confían al departamento bancario los particulares y el Estado.

Supongamos ahora que la salida de metales preciosos se prolonga en el tiempo y el departamento de emisión se desprende de cierta cantidad de ellos y retira, por ejemplo, cuatro millones en oro. En este caso habrá que cancelar cuatro millones de billetes; la cantidad de billetes impresos por el departamento de emisión equivaldría entonces a la cantidad de billetes en circulación y la reserva de billetes disponibles en la caja del departamento bancario quedaría a cero. Al departamento bancario, por tanto, no le quedaría un solo penique para responder a las peticiones de sus impositores y, por tanto, se vería forzado a declararse insolvente, lo cual afectaría a sus clientes y también a sus depósitos privados e implicaría la suspensión del pago trimestral de dividendos a los tenedores de fondos públicos. El departamento bancario podría así quedar en bancarrota mientras los sótanos del departamento de emisión todavía guardarían seis millones en oro.

Todo esto no es mera suposición. El 30 de octubre de 1847 la reserva del departamento bancario se reducía a 1.600.000 libras mientras en los depósitos había trece millones. Si la alarma generalizada hubiera durado unos pocos días más —solo cesó a raíz de un golpe de Estado financiero del gobierno—, la reserva del Banco se habría agotado y el departamento bancario se habría visto obligado a detener los pagos mientras en los sótanos del departamento de emisión quedaban todavía más de seis millones en oro y plata.

Es evidente entonces que la salida de oro y plata del país y la disminución de la reserva de billetes se influyen mutuamente. Mientras que la retirada de metales preciosos de los sótanos del departamento de emisión se traduce directamente en un descenso de las reservas del departamento bancario, los directivos del Banco, temiendo que este último departamento acabe en la insolvencia, aprietan las tuercas y suben el tipo de descuento. Pero la subida del tipo de descuento induce a algunos impositores a retirar sus depósitos y los prestan al alto tipo de interés actual mientras el regular decrecimiento de la reserva intimida a otros impositores y los impulsa a retirar sus billetes del mismo departamento. Por tanto, las mismas medidas tomadas para mantener las reservas tienden a agotarlas. A partir de esta explicación, el lector comprenderá la inquietud con que el descenso de las reservas del Banco se observa en Inglaterra y la gran falacia que plantea un artículo sobre economía monetaria que publica una edición reciente de The London Times, que dice:

Los que se opusieron a la Ley Bancaria empiezan a armar bullicio en medio de la tormenta y es imposible estar seguro de nada. Una de sus principales maneras de crear pánico es señalar el bajo nivel de las reservas de billetes sin usar, como si cuando se agota el Banco ya no pudiera cambiar los tipos de descuento. [En realidad, estando en bancarrota y de acuerdo con la ley existente ya no podría.] Pero el hecho es que, en tales circunstancias, el Banco podría continuar con los descuentos a la misma escala de siempre, porque el total de los billetes que de media recibe al día equivale al que suman de ordinario los que sacan los clientes. No podrían aumentar la escala, pero quién puede pensar que, con una contracción generalizada de la actividad, pueda hacer falta algún incremento. En consecuencia, no hay la menor excusa para las medidas paliativas del gobierno.

La argumentación de The Times se basa en la siguiente suposición: que a los impositores los deja deliberadamente fuera. No es necesario pensar demasiado para comprender que, si se hubiera declarado en bancarrota ante sus prestamistas, el departamento bancario no podría seguir funcionando por medio de descuentos o de créditos a sus prestatarios. Considerada en su conjunto, la muy cacareada ley bancaria de sir Robert Peel no es en absoluto eficaz cuando reina la normalidad; añade en tiempos difíciles al pánico monetario resultante de la crisis comercial el pánico monetario creado por la propia ley; y en el preciso momento en que, según sus principios, deberían verse sus ventajas, tiene que ser suspendida por injerencia del gobierno. En una época normal, el máximo de billetes que el Banco puede legalmente emitir nunca es absorbido por el dinero en circulación —hecho suficientemente probado por la prolongada existencia en tales períodos de una reserva de billetes en la caja del departamento bancario—. Este hecho se puede demostrar comparando los informes del Banco de Inglaterra de 1847 a 1857, o incluso comparando el dinero en billetes que realmente había en circulación entre 1819 y 1847, con el que podría haber según el máximo legalmente establecido. En tiempos difíciles, como 1847, y en el presente por la división arbitraria y absoluta entre los dos departamentos de un mismo negocio, los efectos de una salida masiva de metal se agravan artificialmente, la subida de los intereses se acelera también artificialmente, la posibilidad de llegar a la insolvencia no surge como consecuencia de la insolvencia real del Banco, sino de la insolvencia ficticia de uno de sus departamentos.

Cuando, por tanto, una verdadera crisis monetaria como la actual se ve agravada por un pánico artificial y tras ella se ha inmolado un número suficiente de víctimas, la presión de la opinión pública acucia al gobierno y se suspende la ley precisamente en el período de dificultades para el que fue creada y en el que únicamente podría tener cierta incidencia. Así pues, el 23 de octubre de 1847, los principales banqueros de Londres recurrieron a Downing Street para pedir un auxilio que consistía en la suspensión de la ley de Peel. Así, pues, lord John Russell y sir Charles Wood enviaron una carta al gobernador y al subgobernador del Banco de Inglaterra recomendándoles que ampliasen el número de billetes emitidos, excediendo por tanto el máximo en circulación legalmente permitido al tiempo que asumían la responsabilidad de violar la ley de 1844 y se declaraban dispuestos a proponer una indemnización al Parlamento cuando éste se reuniera. Pondrán en escena otra vez la misma farsa después de que la situación haya alcanzado el mismo nivel crítico de la semana que concluía el 23 de octubre de 1844, cuando el cese de actividad y la suspensión de pagos parecían inminentes. Así pues, la única ventaja de la ley de Peel es la siguiente: la comunidad en su conjunto depende por completo de un gobierno aristocrático, del capricho de un individuo tan irresponsable como Palmerston. De ahí la predilección del gobierno por la ley de 1844, que le dota de una influencia sobre las fortunas privadas como nunca había tenido.

Nos hemos entretenido con la ley de Peel por su actual influencia en este país y también por su probable suspensión en Inglaterra, pero, si el gobierno británico tiene poder para liberar al pueblo británico de la carga que él mismo echó sobre sus hombros, nada podría ser más falaz que suponer que los fenómenos de los que seremos testigos en el mercado monetario londinense —el aumento y la disminución del pánico monetario— constituirán un verdadero termómetro de la intensidad de la crisis que la comunidad comercial británica tiene que atravesar. La crisis está fuera del control del gobierno.

Cuando las primeras noticias sobre la crisis americana llegaron a las costas de Inglaterra, sus economistas elaboraron una teoría que puede presumir de ser si no ingeniosa sí al menos original. Se decía que el comercio inglés era muy sólido pero, ay, sus clientes, y sobre todo los americanos, muy débiles. La solidez de la actividad comercial, la idea de que una de sus dos patas puede estar sana y la otra no, es digna de un economista británico. Si echamos un vistazo a las cifras del último semestre, que publica la Cámara de Comercio inglesa, veremos que, del conjunto de las exportaciones inglesas de productos manufacturados y no manufacturados, el 30 por ciento fueron a Estados Unidos, el 11 por ciento a la India y el 10 por ciento a Australia. Ahora bien, el mercado americano estará cerrado durante mucho tiempo, el indio, que llevaba dos años saturado, está cerrado también a raíz de la convulsión insurrecionaria, y el australiano se ha saturado tanto que en Adelaida, Sidney y Melbourne se venden productos británicos de todo tipo más baratos que en Londres, Manchester o Glasgow. La general solidez de las industrias británicas, que se han declarado en bancarrota por el súbito descenso del número de clientes, se puede deducir de dos casos concretos. En una reunión de los acreedores de un impresor de telas de Glasgow, la relación de deudas sumaba un total de 116.000 libras esterlinas, mientras los activos no alcanzaban siquiera la modesta suma de 7000. Un naviero, de Glasgow también, con un pasivo de 11.800 libras, apenas tenía para cubrirlo un activo de 789. Pero éstos no son más que ejemplos aislados: lo importante es que las manufacturas británicas se han estirado hasta tal punto que, con los mercados internacionales contraídos, podrían quebrar de forma generalizada con la consiguiente repercusión en la situación social y política de Gran Bretaña. Las crisis americanas de 1837 y 1839 se tradujeron en un descenso de las exportaciones británicas, que pasaron de 12.425.601 de 1836 a 4.695.225 en 1837, 7.585.760 en 1838 y 3.562.000 en 1842. Hoy, Inglaterra se está sumiendo en una parálisis similar que sin duda tendrá consecuencias muy importantes antes de que podamos darla por superada.