El gobierno británico y la trata de esclavos

Londres, 18 de junio de 1858

El 17 de junio, en la Cámara de los Lores, el obispo de Oxford introdujo la cuestión de la trata de esclavos y presentó una petición contra ella de la parroquia jamaicana de Saint Mary. La impresión que los debates sin duda producirán en las personas sin grandes prejuicios es la de la gran moderación del gobierno británico actual y su firme propósito de evitar todo pretexto para una disputa con Estados Unidos. Lord Malmesbury dejó caer el «derecho de visita» de los buques americanos con la siguiente declaración:

Estados Unidos dice que, por ningún concepto, por ningún motivo y aunque existiera alguna sospecha, puede ningún barco americano ser abordado por otro barco que no sea también americano sino a riesgo del oficial que lo aborde o detenga. Yo no admito la normativa internacional tal y como la presenta el ministro de Asuntos Exteriores americano hasta que los agentes de la ley de la Corona hayan aprobado y confirmado esa declaración. Pero, habiendo admitido esto, con la mayor rotundidad posible he hecho saber al gobierno americano que, sabiendo que la enseña americana vale para ocultar cualquier iniquidad, cualquier pirata y esclavista del mundo hará ondear esa bandera y ninguna otra, que esta circunstancia será la deshonra de ese honorable estandarte, y que, por vindicar el honor de su país mediante la obstinada adhesión a su presente declaración, obtendrá el resultado contrario del que espera: la prostitución de la bandera americana por la peor de las causas. Continuaré defendiendo que, en estos tiempos civilizados y cuando son incontables los navíos que surcan el océano, es necesario que haya policía en los mares, que debería existir, si no una normativa internacional rígida, sí un acuerdo entre las naciones que estableciera hasta dónde se puede llegar para verificar la nacionalidad de un buque y su derecho a lucir una bandera en particular. Por el vocabulario que he utilizado, por las conversaciones que he tenido con el ministro americano que reside en este país y por las observaciones que figuran en el certero escrito del general Cass sobre este tema, no me faltan esperanzas de llegar a algún acuerdo con Estados Unidos, un acuerdo que, con las órdenes dadas a los oficiales de ambos países, podría permitirnos comprobar las banderas de todos los países sin correr el riesgo de ofender a la nación a la que el buque pertenece.

Entre los bancos de la oposición tampoco se ha visto intento alguno de vindicar el derecho de visita de Gran Bretaña contra Estados Unidos, pero, como señaló el conde Grey, los ingleses tienen tratados con España y otras potencias para la prevención de la trata de esclavos, y, si existen motivos razonables para sospechar que un buque se ha incriminado en ese tráfico abominable haciendo uso por un tiempo de la bandera de Estados Unidos, sin ser un buque en modo alguno americano, tienen derecho a abordarlo y registrarlo. Si, en cambio, el buque lleva documentación americana en regla, aunque esté lleno de esclavos, tienen el deber de permitir que siga su rumbo y dejar a Estados Unidos la deshonra de ese tráfico inicuo. El conde esperaba, y confiaba en ello, que las órdenes a los cruceros británicos fueran estrictas a este respecto y que cualquier violación del acuerdo que los oficiales hayan permitido en cualesquiera circunstancias recibiría el castigo merecido.

La cuestión se centra entonces, aunque lord Malmesbury parece haber olvidado hasta esto, en si a los buques sospechosos de haber usurpado la bandera americana se les puede pedir la documentación o no. Lord Aberdeen negó directamente que tal medida pudiera ser polémica porque, si se diera el caso, los oficiales británicos tendrían que proceder según las instrucciones que a su debido tiempo —instrucciones elaboradas por el doctor Lushington y sir G. Cockburn— habrían sido comunicadas al gobierno americano y que el señor Webster habría aceptado en nombre de dicho gobierno. Si, por tanto, estas instrucciones no cambiaran y los oficiales actuaran dentro de sus límites, «el gobierno americano no tendría motivo de queja». Al parecer, sin embargo, por las cabezas hereditariamente sabias de la Cámara rondaba la sospecha de que Palmerston había puesto en práctica uno de sus habituales trucos a fin de introducir algún cambio arbitrario en las órdenes que se cursan a los cruceros británicos. Porque es bien sabido que, mientras se jactaba de su celo en la erradicación de la trata de esclavos, en sus once años al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores, que concluyeron en 1841, Palmerston rescindió todos los acuerdos relativos a la trata de esclavos, ordenó medidas que las autoridades judiciales británicas declararon criminales —de hecho, uno de sus instrumentos fue sometido a juicio— y se valió de las leyes inglesas para proteger, en contra de su propio gobierno, a un tratante de esclavos. Eligió la trata de esclavos como campo de batalla y la convirtió en mero instrumento para provocar disputas entre Inglaterra y otros Estados. Antes de abandonar el cargo en 1841 dio instrucciones que, según palabras de sir Robert Peel, «tendrían que haber conducido, de no haber sido canceladas, a una colisión con Estados Unidos». Según sus propias palabras, había aconsejado a los oficiales de la marina «que no guardaran demasiado respeto a las leyes de las naciones». Aunque con un lenguaje muy discreto, lord Malmesbury dio a entender que «al enviar escuadras británicas a aguas de Cuba en lugar de dejarlas en las costas de África», Palmerston las trasladaba de un destino donde, antes del estallido de la guerra de Rusia, casi habían logrado erradicar la trata de esclavos a otro donde de nada podían servir aparte de para dar pie a alguna disputa con Estados Unidos. Coincidiendo con este parecer, lord Woodhouse, difunto embajador de Palmerston en la corte de San Petersburgo, señaló:

Con independencia de las instrucciones dadas, si el gobierno autorizaba el traslado a aguas americanas de un número tan importante de navíos, antes o después acabarían por surgir diferencias entre nosotros y Estados Unidos.

Aun así, fueran cuales fuesen las intenciones secretas de Palmerston, es evidente que el gobierno tory las ha frustrado en 1858 igual que ya sucedió en 1842, y que el grito de guerra que con tanto ardor han proferido el Congreso y la prensa está condenado a ser «mucho ruido y pocas nueces».

En cuanto a la trata de esclavos propiamente dicha, el obispo de Oxford y lord Brougham han denunciado que España es el principal sostén de tan nefanda actividad. Ambos han pedido encarecidamente al gobierno británico que, con todos los medios a su alcance, obligue a ese país a llevar una política en consonancia con los tratados existentes. Ya en 1814, España y Gran Bretaña suscribieron un tratado de carácter general mediante el cual la primera condenaba inequívocamente la trata de esclavos. En 1817 firmaron un tratado específico mediante el cual España se comprometía a abolir el comercio de esclavos realizado por sus súbditos en el año 1820 y recibía, para compensar las pérdidas que sus súbditos pudiera sufrir por la suscripción del tratado, la cantidad de 400.000 libras esterlinas. España se embolsó el dinero, pero no cumplió con su parte del trato. En 1835 entró en vigor un nuevo tratado mediante el cual España se comprometía formalmente a aprobar unas leyes penales suficientemente estrictas para que a sus súbditos les fuera imposible proseguir con la trata. El proverbial dicho español, «A la mañana[167]», fue respetado una vez más a rajatabla. Las leyes penales no fueron aprobadas hasta diez años más tarde, pero, con singular mala suerte, la cláusula que más le interesaba a Inglaterra, la que convertiría la trata de esclavos en piratería, quedó excluida. En una palabra, no se hizo nada a excepción de un impuesto privado que el capitán general de Cuba, el ministro del ramo, la camarilla y, si el rumor es cierto, la casa real cobraban a los tratantes por una licencia que les autorizaba a comerciar con carne y sangre humanas a tantos doblones por cabeza.

España —dijo el obispo de Oxford— no puede poner como excusa que no cuenta con fuerzas suficientes para impedir la trata de esclavos, porque el general Valdez ha demostrado que ese pretexto no tiene ningún viso de verdad. Al llegar a la isla reunió a los principales tratantes y, después de darles seis meses para acabar con todas sus transacciones, les dijo que tenía determinación suficiente para darlo por clausurado al término de ese período. ¿Cuál fue el resultado? En 1840, año anterior a la llegada del general Valdez, el número de barcos llegados a Cuba desde las costas de África con esclavos fue de cincuenta y seis. En 1842, cuando el general Valdez ya era capitán general, solo llegaron tres. En 1840 desembarcaron en la isla no menos de 14.470 esclavos; en 1842, 3100.

Así pues, ¿qué va a hacer Inglaterra con España? ¿Repetir sus protestas, multiplicar sus despachos, retomar las negociaciones? El propio lord Malmesbury ha declarado que se podrían cubrir las aguas que separan las costas de España de Cuba con los documentos que ambos gobiernos han intercambiado en vano. ¿O va Inglaterra a hacer cumplir sus reivindicaciones, sancionadas por tantos tratados? Ahí es donde aprieta el zapato, donde entra en escena la siniestra figura del «augusto aliado», ahora reconocido guardián del comercio de esclavos. El tercer Bonaparte, mecenas de la esclavitud en todas sus formas, impide que Inglaterra sea fiel a sus convicciones y a sus tratados. De lord Malmesbury, es sabido, se sospecha que goza de excesiva intimidad con el héroe de Satory. Sin embargo, lo ha denunciado inequívocamente diciendo que es el mercader de esclavos de Europa entera, el hombre que ha revitalizado los peores rasgos de este infame comercio con el pretexto de la «libre emigración» de los negros de las colonias francesas. El conde Grey completó esta denuncia declarando que «se han emprendido guerras en África con el objetivo de apresar cautivos para venderlos a los representantes del gobierno francés». El conde de Clarendon añadió: «Tanto España como Francia fueron rivales en el mercado africano y ofrecían una suma determinada por hombre; y no existía la menor diferencia en el trato dado a esos negros, los llevaran a Cuba o a alguna colonia francesa».

Tal es, pues, la gloriosa posición en que Inglaterra se encuentra por haber prestado ayuda a ese hombre para que acabara con la República. La Segunda República, como la Primera, había abolido la esclavitud. Bonaparte, que llegó al poder solo por haber claudicado servilmente a las pasiones más mezquinas de los hombres, sería incapaz de mantenerse en él si no comprara cada día nuevos cómplices. Porque no solo ha restaurado la esclavitud, también ha comprado a los plantadores con la renovación del tráfico de esclavos. Todo lo que degrade la conciencia de la nación es para él un nuevo contrato para seguir en el poder. Convertir Francia en una nación que trafica con esclavos es el medio más seguro para esclavizarla. Porque, cuando era ella misma, Francia tuvo el valor de decirle al mundo a la cara: que las colonias perezcan, pero ¡que vivan los principios! Bonaparte ha conseguido al menos una cosa. La trata de esclavos se ha convertido en la piedra angular del conflicto entre imperialistas y republicanos. Si hoy restaurasen la República francesa, mañana España se vería forzada a abandonar tan infame negocio.