El aumento de la locura en Gran Bretaña

20 de agosto de 1858

Tal vez no haya en la sociedad británica hecho más contrastado que el de que, en época moderna, entre el crecimiento de la riqueza y la indigencia existe una correspondencia directa. Es curioso, además, que la misma ley parezca aplicarse a la locura. El aumento de la locura en Gran Bretaña corre parejo al de las exportaciones y supera al de la población. Su rápido avance en Inglaterra y Gales entre 1852 y 1857, período de prosperidad comercial sin precedentes, resulta evidente al ver la siguiente tabla, que compara la cifra anual de indigentes, locos e idiotas de los años 1852, 1854 y 1857:

La proporción de casos agudos pero curables con respecto a los crónicos y aparentemente incurables era, el 31 de diciembre de 1856, de menos de uno de cada cinco según el siguiente resumen de datos oficiales:

Para acomodar a dementes e idiotas de todo tipo y de todas las clases existen en Inglaterra y Gales 37 casas de locos de las cuales 33 son condales y 4 municipales; 15 hospitales; 116 residencias privadas autorizadas de las que 37 son metropolitanas y 79 provinciales; y por último están los hospicios para pobres. Las casas de locos públicas, o manicomios propiamente dichos, estaban exclusivamente destinadas por ley a acoger a locos pobres y a servir de hospitales para tratamiento médico y no de lugares seguros para la mera custodia de los locos. En conjunto, en los condados al menos las podemos considerar instituciones bien reguladas, aunque demasiado grandes para que se las pueda supervisar como es debido y aunque estén abarrotadas, carezcan de la apropiada división por tipos de pacientes y no resulten adecuadas para acoger a más de la mitad de los dementes pobres. Al fin y al cabo, esos 37 centros repartidos por todo el país bastan para albergar a más de 15.690 enfermos. Quizá baste un caso para ilustrar la presión que sobre estos costosos hospicios ejerce la población demente. Cuando, en 1831, se construyó Hanwell (Middlesex), un manicomio para quinientos pacientes, se suponía que era lo bastante grande para cubrir todas las necesidades del condado. Dos años después, sin embargo, ya estaba lleno, y transcurridos otros dos años hubo que ampliarlo con trescientas plazas más. Hoy residen en Hanwell más de mil pacientes y entretanto han construido Colney Hatch, que acoge a otros mil doscientos locos del mismo condado. Colney Hatch fue inaugurado en 1851; antes de que pasaran cinco años se hizo necesario apelar a los arrendatarios para ampliar el número de plazas, y los últimos datos demuestran que a finales de 1856 había más de 1100 dementes pobres del condado que no tenían acomodo en ninguno de sus manicomios. Las casas de locos existentes son demasiado grandes para estar bien gestionadas, pero son asimismo demasiado pocas para atender la rápida expansión de trastornos mentales. Y, sobre todo, habría que separarlas en dos categorías distintas: manicomios para locos incurables, hospitales para los curables. Apiñando a los dos tipos de locos juntos, ninguno recibe la cura y el tratamiento adecuados.

Las residencias privadas autorizadas están en general reservadas a los locos más adinerados. Últimamente estos «acogedores retiros», como les gusta denominarse, han sido blanco de la indignación ciudadana a raíz de la reclusión forzosa de lady Bulwer en Wyke House y de los atroces ultrajes sufridos por la señora Turner en Acomb House, York. Es inminente una investigación parlamentaria de los secretos del negocio de la locura en Inglaterra, asunto al que nos referiremos más adelante. Por ahora permitan que llamemos su atención sobre el trato recibido por los dos mil dementes pobres que, por medio de un contrato, las Juntas de Guardianes y otras autoridades locales han dejado en manos de gestores de casas de locos privadas. La retribución semanal por cabeza para mantenimiento, tratamiento y vestido de esos contratistas particulares varía entre cinco y doce chelines, pero se calcula que la cantidad que de media se les asigna es de entre cinco y ocho. El único objetivo de los contratistas consiste, cómo no, en lograr grandes beneficios de estas pequeñas cantidades, y para ello el trato al paciente debe suponer los mínimos gastos posibles. En su último informe, los Comisionados de la Locura declaran que, a pesar de que los recursos de las residencias privadas para hospedaje son grandes y generosos, el alojamiento real que dan es miserable y el trato a los enfermos una vergüenza.

Es cierto que el lord canciller tiene poder para rescindir una licencia o impedir su renovación siguiendo el consejo de los Comisionados de la Locura, pero en muchos casos en los que un barrio no tiene manicomio público, o donde el que hay está atestado, los Comisionados solo tienen una alternativa: renovar la licencia, porque si no tendrían que alojar a un gran número de locos pobres en hospicios. Pero esos mismos Comisionados añaden que, por grandes que sean, los defectos de las residencias autorizadas no pueden equipararse al riesgo y al mal de dejar prácticamente abandonados a esos indigentes en hospicios para pobres. En éstos hay hoy confinados unos siete mil dementes. En un principio, los pabellones para locos de los hospicios se limitaban a acoger a dementes que apenas necesitaban algo más que alojamiento y podían tener trato con los demás internos. Entre lo difícil que a los locos pobres les resulta ser admitidos en las casas de locos y que hay motivos para la frugalidad, es cada vez más frecuente que las juntas parroquiales transformen hospicios para pobres en manicomios, solo que esos manicomios carecen de la asistencia, el trato y la supervisión que forman la principal salvaguardia de los pacientes recluidos en las casas de locos legalmente constituidas. Muchos de los grandes hospicios cuentan con pabellones para dementes con entre cuarenta y ciento veinte enfermos. Estos pabellones son sombríos y carecen de sitio para divertirse, ocupar el tiempo o practicar ejercicio. Los celadores son, en la mayoría de los casos, enfermos pobres totalmente incapacitados para la carga que se les impone. La dieta, más esencial que todo lo demás para las desgraciadas víctimas de una enfermedad mental, rara vez excede a la que les dan a los internos sanos. Por tanto, no solo es normal que la reclusión en las casas de locos deteriore a los enfermos que padecen de imbecilidad pero son inofensivos, para quienes fueron creadas, sino que tiende a convertir en crónicos y permanentes casos que podrían haberse resuelto de haberse tratado a tiempo. El principio decisivo de las Juntas de Guardianes es la economía.

Según la ley, el cuidado del loco pobre debería correr en primer lugar a cargo del médico local, que tiene obligación de poner al corriente a los funcionarios de asistencia, que a su vez tienen que ponerse en contacto con el juez, tras cuya orden el loco es internado en el manicomio. Pero en la realidad ninguno de estos pasos se concreta. A los dementes indigentes se les mete deprisa y corriendo en las casas de locos, donde, si se les considera manejables, son recluidos de forma permanente. En sus visitas a los hospicios para pobres, los Comisionados de la Locura aconsejaban llevar a una casa de locos a todos los enfermos considerados curables, o aplicarles el tratamiento indicado a su caso, pero en general pesa más el informe del responsable médico cuando opina que el paciente es «inofensivo». Las condiciones de alojamiento de los hospicios para pobres se pueden deducir de las descripciones que cito a continuación, de las que el último Informe de la Locura dice que «exponen fielmente las características generales del hospedaje en los hospicios para pobres».

En la Clínica Manicomio de Norwich hasta las camas de los pacientes más débiles y enfermos son de paja. Los suelos de trece habitaciones pequeñas son de piedra. No hay retretes. Han suspendido las guardias nocturnas en el pabellón masculino. Hay una gran carencia de mantas, toallas, prendas de franela, chalecos, palanganas, sillas, platos, cucharas y plazas de comedor. Además, está mal ventilado. Y cito:

Tampoco hay que fiarse de lo que podrían parecer mejoras. Descubrimos, por ejemplo, que, con relación a un número considerable de camas ocupadas por pacientes sucios, tienen la costumbre de retirarlas por la mañana y de sustituirlas, durante el día y solo por las apariencias, por camas limpias de mejor aspecto porque ponen sábanas y mantas sobre los armazones, pero luego las quitan por la noche y vuelven a colocar las otras camas, que son peores.

Fijémonos ahora en otro ejemplo, en el hospicio para pobres de Blackburn:

Los salones de la planta baja, que ocupan los hombres, tienen los techos bajos y son pequeños y oscuros y están sucios. Un espacio donde hay sitio para once pacientes está ocupado en su mayor parte por voluminosos sillones en los que tienen a los pacientes con correas y por la enorme pantalla que cubre la chimenea y sobresale. Los de las mujeres, que están en la planta superior, también están abarrotados y uno que también sirve de dormitorio tiene una parte tapada con tablones que utilizan como retrete, y las camas están muy juntas y no hay espacio entre ellas. En un dormitorio tenían a dieciséis pacientes varones, y era sofocante y ofensivo. Tiene menos de diez metros de largo, poco más de cuatro de ancho y dos de alto, lo cual supone menos de un metro cúbico por paciente. Todos los lechos del centro son de paja, también los de los pacientes enfermos o postrados en la cama. Las fundas están sucias y tienen manchas de óxido de las barras de los catres. Parece que dejan que los pacientes se encarguen de la limpieza de las camas. Un gran número de pacientes carece de hábitos de limpieza, lo que hay que atribuir principalmente a la falta de un cuidado y una atención apropiados. Tienen pocos orinales y en el centro de cada dormitorio grande hay una tina para los pacientes varones. Hay dos patios de gravilla para que los pacientes paseen, uno para los hombres y otro para las mujeres. Están rodeados de muros muy altos y no tienen bancos. El mayor tiene veintidós metros de largo y diez metros y noventa centímetros de ancho, y el pequeño nueve metros y setenta y cinco centímetros de largo y cinco metros treinta y cinco centímetros de ancho. Uno de los patios tiene una celda para recluir a pacientes excesivamente nerviosos. Está construida totalmente en piedra y tiene una pequeña abertura cuadrada por donde entra la luz y con barrotes de hierro para que el paciente no escape, pero no tiene marco ni postigo. En el suelo había un lecho grande de paja y en un rincón una silla muy grande. El control total de este lugar está en manos del asistente y de la enfermera, el jefe apenas interviene, y tampoco inspecciona la celda con la atención que dedica a otras partes del hospicio.

Resultaría demasiado odioso reproducir los párrafos que el informe de los Comisionados dedica al hospicio londinense de Saint Pancras, una especie de pandemónium de baja estofa. Hablando en general, habrá en Inglaterra pocos establos que, al lado de los pabellones de los locos de los hospicios para pobres, no parezcan tocadores de señora y en los que el trato que reciben los cuadrúpedos no se pueda calificar de sentimental en comparación con el que se dispensa a los locos pobres.