Indigencia y libre comercio. La crisis del comercio que se avecina
Londres, viernes 15 de octubre de 1852
Recientemente en una maltería de Banbury, el señor Henley, presidente de la Cámara de Comercio, explicó a los agricultores simpatizantes allí reunidos que sí, que la indigencia había disminuido, pero por circunstancias por completo ajenas al libre comercio y sobre todo por la hambruna de Irlanda, el descubrimiento de oro en ultramar, el éxodo de Irlanda, la consiguiente gran demanda del sector de la navegación, etcétera, etcétera. Por nuestra parte hemos de confesar que «la hambruna» nos parece un remedio tan radical para la indigencia como el arsénico para las ratas. «Al menos —observa The London Economist— los tories tendrán que reconocer la actual prosperidad y su lógico resultado: que los hospicios para pobres están medio vacíos».
The Economist también intenta demostrar al incrédulo presidente de la Cámara de Comercio que los hospicios están medio vacíos como consecuencia del libre comercio, y que, si se permitiera que éste se desarrollara plenamente, es muy probable que desaparecieran del todo de tierras británicas. Lástima que en realidad las estadísticas de The Economist no demuestren lo que pretenden demostrar.
La industria y el comercio modernos, es bien sabido, atraviesan periódicamente ciclos de entre cinco y siete años en los que, en sucesión regular, cubren siempre las siguientes etapas: inactividad, mejoría, crecimiento, confianza, actividad, prosperidad, agitación, exceso de comercio, convulsión, presión, estancamiento, dificultades, y de nuevo inactividad.
Con esto en mente, volvamos a las estadísticas de The Economist.
Si en 1834 la suma dedicada a asistencia a pobres ascendía a 6.317.255 libras esterlinas, en 1837 bajó a un mínimo de 4.044.741. Entre 1844 y 1846 volvió a descender a 4.954.204 libras, en 1847 subió otra vez, y en 1848 llegó a 6.180.764 libras, cifra casi tan alta como la que se había alcanzado en 1834 previamente a la introducción de la nueva Ley de Pobres[107]. Entre 1849 y 1852 volvió a descender —el último año a 4.724.619 libras—. Es decir, de 1834 a 1837 hubo un período de prosperidad, de 1838 a 1842 uno de crisis y estancamiento, de 1843 a 1846 uno de prosperidad otra vez, de 1847 a 1848 de nuevo uno de crisis y estancamiento, y de 1849 a 1852 uno de prosperidad una vez más.
¿Qué demuestran entonces estas estadísticas? En el mejor de los casos, la obvia tautología de que en el Reino Unido la indigencia sube y baja según períodos alternativos de prosperidad y estancamiento independientemente de políticas proteccionistas o de libre comercio. Más aun, en el año de libre comercio de 1852 los gastos de la Ley de Pobres han sumado 679.878 libras más que en 1837, un año de proteccionismo, a pesar de la hambruna de Irlanda, las «pepitas» de Australia y un flujo estable de la emigración.
Otra publicación británica favorable al libre comercio intenta demostrar que esta política favorece las exportaciones y con ellas la prosperidad, y que con la prosperidad la indigencia tiene por fuerza que disminuir hasta acabar desapareciendo; y se supone que las siguientes cifras lo prueban. El número de personas sanas y capaces condenadas a subsistir con ayudas parroquiales ha sido el siguiente:
1 de enero de 1849: 201.644 en 590 Unions
1 de enero de 1850: 181.159 en 606 Unions
1 de enero de 1851: 154.525 en 606 Unions[108]
Cifras que hay que comparar con las de exportaciones de productos manufacturados en Irlanda y Gran Bretaña:
1848 … 48.946.395 libras esterlinas
1849 … 58.910.833 libras esterlinas
1850 … 65.756.035 libras esterlinas
Y ¿qué demuestra esta tabla? Que en el año 1849 y gracias a un incremento de las exportaciones de 9.964.438 libras salieron de la pobreza absoluta más de veinte mil personas, y que un incremento de las exportaciones en 6.845.202 libras en 1850 rescató a otras 26.634. Es decir, suponiendo que el libre comercio guarde relación directa con los ciclos industriales y sus vicisitudes, para que todos los pobres sanos salieran de la pobreza gracias al actual sistema sería necesario un incremento anual del comercio exterior de 50 millones de libras, o lo que es lo mismo, un aumento del cien por cien. Para que luego los serios estadísticos de la burguesía tengan el coraje de tachar de «utópicos» a los demás. Ciertamente, no hay personas más utópicas que estos optimistas burgueses.
Hace poco me han hecho llegar los documentos publicados por la comisión de la Ley de Pobres. En realidad demuestran que el número de pobres está disminuyendo con respecto a 1848 y 1850, pero de ellos se deduce asimismo lo siguiente: entre 1841 y 1844 la cifra media de pobres era de 1.431.571, y entre 1845 y 1848, de 1.600.257. En 1850 eran 1.809.308 los pobres e indigentes que recibían asistencia bajo techo y en la calle, y en 1851 sumaban 1.600.329, es decir, más de la media del período 1845-1848. Ahora, si comparamos estas cifras con la población censal, vemos que entre 1841 y 1848 había una media de ochenta y nueve indigentes por cada mil habitantes y que en 1851 la media era de noventa. Por tanto, entre 1841 y 1848, la indigencia subió por encima de la media a pesar del libre comercio, la hambruna, la prosperidad, las pepitas de Australia y el aumento de la emigración.
Quisiera señalar que el número de delincuentes también ha disminuido y que, además, un vistazo a The Lancet, la revista médica, muestra que el aumento de la adulteración y toxicidad de los alimentos se ha mantenido a la par que el del libre comercio. Todas las semanas The Lancet desata el pánico en Londres desvelando misterios recientes. Esta publicación ha organizado una comisión de investigación muy completa compuesta por médicos, químicos, etcétera, que examina los alimentos que se ponen a la venta en Londres. Café tóxico, té venenoso, vinagre tóxico, cayena venenosa, encurtidos envenenados: en los informes de esta comisión aparecen todos los productos que contienen veneno.
Las dos estrategias de la política comercial burguesa, proteccionismo o libre comercio, son, por supuesto, igualmente incapaces de acabar con hechos que son mera consecuencia natural y necesaria de los fundamentos económicos de la sociedad burguesa[109]. Y que en los hospicios del Reino Unido haya un millón de indigentes es tan inseparable de la prosperidad del Reino Unido como que el Banco de Inglaterra guarde en sus arcas 18 o 20 millones de libras en oro y plata.
Expongo lo anterior para responder a esos fantasiosos burgueses que por un lado esgrimen como resultado del libre comercio lo que no es más que un accesorio necesario de todo período de prosperidad dentro de los ciclos comerciales, o que, por otro lado, esperan del bienestar burgués ciertos frutos que de ninguna manera puede producir. Dicho esto, no cabe la menor duda de que 1852 es uno de los años cardinales en la prosperidad de Inglaterra. A pesar de los ingresos de la navegación, la cifra de exportaciones, las cotizaciones del mercado monetario y la retirada del impuesto que tasaba el número de ventanas de los inmuebles, y, sobre todo, de la actividad sin precedentes de las regiones manufactureras, los ingresos del Estado dan fe de este hecho de forma irrefutable.
Pero basta un conocimiento muy somero de la historia del comercio desde principios del siglo XIX para convencerse de que se acerca el momento de que el ciclo comercial entre en su fase de agitación y luego pasará primero a la de exceso de especulación y luego a la de convulsión. «¡Ni mucho menos! —clamarán los optimistas burgueses—. En ningún período de prosperidad anterior ha habido menos especulación que en el actual. Nuestra prosperidad de hoy está fundada en la fabricación de artículos de primera necesidad que se consumen casi tan pronto como se colocan en el mercado, dejan al productor un beneficio adecuado y estimulan la renovación y el aumento de la producción».
En otras palabras, lo que distingue la actual prosperidad es el hecho de que los excedentes de capital se han invertido, y se invierten, en la producción industrial. Según el último informe del señor Leonard Horner, inspector general de fábricas, en 1851 se produjo un aumento de potencia en las factorías de algodón que equivale a 3717 caballos. La enumeración de factorías en construcción es casi interminable: una hilandería de 150 caballos aquí, un taller de tejido para 600 telares de ropa de color allá; una fábrica con 60.000 husos y 620 caballos en tal sitio, otra de tejer e hilar con 200 en tal otro, una tercera de 300 caballos de potencia un poquito más allá, etcétera, etcétera. La mayor factoría de tejidos, sin embargo, se está edificando cerca de Bradford, Yorkshire, y fabricará prendas de alpaca y artículos mixtos.
Se puede deducir la magnitud de la empresa que están construyendo para el señor Titus Salt de los cálculos basados en el catastro, según los cuales ocupará casi tres hectáreas. El edificio principal será una enorme construcción de piedra de notables pretensiones arquitectónicas con una única nave de ciento setenta metros de largo y una maquinaria que incorporará las últimas y más meritorias invenciones. Los motores que moverán esta inmensa maquinaria los están fabricando ya los señores Fairbairn de Manchester, y se calcula que tendrán una potencia de 1200 caballos. La instalación de gas equivaldrá por sí sola a la de una pequeña ciudad, se hará siguiendo el sistema de hidrocarbono de White y su coste ascenderá a cuatro mil libras esterlinas. Se calcula que harán falta cinco mil lámparas que consumirán diez mil metros cúbicos de gas al día. Además de esta gran factoría, el señor Salt está construyendo en las inmediaciones setecientas viviendas para los trabajadores.
¿Qué cabe pues deducir de esta enorme e inmediata inversión en producción industrial? ¿Que no habrá crisis? En modo alguno, o más bien al contrario, que será mucho más peligrosa que la de 1847, cuando no fue tanto industrial como comercial y monetaria. Esta vez caerá con todo su peso en las regiones manufactureras. Recordemos el inigualado estancamiento de los años 1838-1842, que también fue consecuencia directa de la sobreproducción industrial. Cuanto mayor sea el excedente de capital que se concentre en la producción industrial en lugar de repartirse entre múltiples vías de especulación, más dura y perdurable será la crisis y más directamente recaerá en las masas trabajadoras y en la élite de clase media. Y si, en el momento de la reacción, el abrumador número de productos en el mercado se convierte en un pesado lastre, ¿qué no sucederá con las numerosas factorías cuya reciente ampliación o construcción está lo bastante avanzada para empezar a funcionar ya y para las que es de vital importancia hacerlo de una vez por todas? Si cada vez que el capital deserta de sus habituales canales de circulación comercial se crea un pánico que llega a los despachos del Banco de Inglaterra, cómo no va a producirse un sauve qui peut parecido en un momento en que una inmensa cantidad de ese capital se ha convertido e inmovilizado en forma de talleres, maquinaria, etcétera, que acaban de ponerse en marcha al comienzo de la crisis o que requieren nuevas sumas de capital circulante antes de estar en las debidas condiciones de funcionamiento.
Leo en The Friend of India otro dato significativo sobre el carácter de la crisis que se avecina. Al comentar el comercio de Calcuta en 1852, esta publicación afirma que el valor de las mercancías de algodón de hilo y torzal importadas por esta ciudad en 1851 ascendió a 4.074.000 libras, es decir, unas dos terceras partes del total del comercio británico. En el presente año, además, esta cifra aumentará más todavía. Las importaciones de Bombay, Madrás y Singapur ni siquiera figuran en estas cifras, pero la crisis de 1847 nos dejó tales revelaciones sobre el comercio de la India que nadie puede albergar la más mínima duda de cuál será el resultado definitivo de una prosperidad industrial que supone que las importaciones de «nuestro Imperio indio» sumen dos tercios del total.
Que a nadie extrañe la convulsión que seguirá a la prosperidad actual. Que tal convulsión se producirá en 1853 lo pronostican buen número de síntomas, especialmente la abundancia de oro en el Banco de Inglaterra y las particulares circunstancias en las que se produce la afluencia de metales preciosos.
En este momento, los sótanos del Banco de Inglaterra guardan 21.353.000 libras. Algunos afirman que esta acumulación se debe a los excedentes de oro de Australia y California. Un rápido vistazo a los hechos demuestra que esta opinión es errónea.
En realidad, el incremento de oro y plata del Banco de Inglaterra solo significa que ha descendido la importación de otros artículos; dicho de otra manera, que las exportaciones superan con mucho a las importaciones. De hecho, la última balanza comercial muestra un considerable descenso de las importaciones de cáñamo, azúcar, té, tabaco, vino, lana, aceite, cereal, coco, harina, añil, pieles, patatas, carne de cerdo, bacon, mantequilla, queso, jamón, manteca, arroz, y de casi todos los productos manufacturados del continente europeo y de la India británica. En 1850 y 1851 hubo una evidente subida de las importaciones que, junto con el incremento en el Continente del precio del pan y los artículos relacionados a causa de las malas cosechas, tenía que dar paso a una disminución al año siguiente. Este año, en efecto, solo han aumentado las importaciones de lino y algodón.
El excedente de las exportaciones con respecto a las importaciones explica por qué el tipo de cambio favorece a Inglaterra. Por otra parte, compensar con oro este exceso de exportaciones da pie a que una gran cantidad de capital británico quede inactivo y vaya a engrosar las reservas de los bancos. Los bancos y los particulares buscan medios para invertir este capital inactivo. De ahí la actual abundancia de capital prestable y que el tipo de interés sea bajo. El papel de primera clase está al 1,75 y al 2 por ciento. Ahora bien, en cualquier historia del comercio, como History of Prices, de Tooke, vemos que, cuando se compara la situación actual con otras anteriores, los síntomas coinciden: inusitada acumulación de oro en los sótanos del Banco de Inglaterra, más exportaciones que importaciones, tipo de cambio favorable, abundancia de capital prestable y tipos de interés bajos; todo lo cual suele dar paso, dentro del ciclo comercial, a esa fase en que la prosperidad propicia la agitación y con toda seguridad se producen, por un lado, un aumento excesivo de las importaciones y, por otro, una especulación salvaje en todo tipo de burbujas atractivas. Pero dentro del ciclo económico la agitación solo es preludio de otro estado: la convulsión. La agitación es la cúspide de la prosperidad; no produce la crisis, pero provoca su estallido.
Sé muy bien que a los oráculos de la economía oficial este punto de vista les parecerá excesivamente heterodoxo, pero ¿cuándo, desde que Frederick J. Robinson, ministro de Hacienda y «robinsón de la prosperidad», inaugurase el Parlamento en el año 1825, justo antes de la aparición de la crisis, con la promesa de una inmensa e inexpugnable prosperidad, han previsto o predicho alguna vez una crisis estos optimistas burgueses? No ha existido jamás un período de prosperidad ininterrumpido, pero aprovecharon la ocasión para demostrar que esta vez la moneda no tenía cruz, que esta vez habíamos sometido al inexorable destino. Y el día que estalló la crisis se lavaron las manos y fustigaron al comercio y a la industria por su falta de previsión y cautela con discursos morales repletos de lugares comunes.
Esta provisional prosperidad comercial e industrial ha creado un peculiar estado político, que será el tema de mi próximo artículo.