Historia del comercio del opio
20 de septiembre de 1858
Se diría que las noticias del nuevo tratado que los plenipotenciarios aliados han obligado a firmar a China han evocado la misma y exagerada visión de inmensos paisajes comerciales que bailó ante los ojos de las cabezas negociantes de Europa en 1845 al concluir la Primera Guerra China[168]. Suponiendo que los cables de Petersburgo digan la verdad, ¿será cierto que la multiplicación de sus emporios debe venir acompañada de un aumento de la actividad comercial de China? ¿Existe alguna probabilidad de que la guerra de 1857 y 1858 tenga resultados más espléndidos que la del período 1839-1842? La verdad es que se ha demostrado que, en lugar de incrementar las exportaciones inglesas y americanas a China, el tratado de 1842 solo ha sido cardinal para precipitar y agravar la crisis comercial de 1847. De la misma manera, al dar pábulo al sueño del mercado inagotable y fomentar las especulaciones, el tratado actual podría crear el caldo de cultivo de una nueva crisis en un momento en que el mercado mundial se recupera lentamente de su reciente y universal conmoción. Además de sus negativos resultados, la Primera Guerra del Opio consiguió estimular el comercio de opio a costa del comercio legítimo. Lo mismo hará esta Segunda Guerra del Opio si la presión del mundo civilizado no obliga a Inglaterra a abandonar el cultivo compulsivo de la planta en la India y la propaganda armada que lo vende en China. Nosotros nos abstendremos de juzgar la moralidad de ese negocio, que Montgomery Martin, un inglés, califica con las siguientes palabras:
¡Pero si hasta la trata de esclavos es buena comparada con el comercio de opio! A los africanos no les destrozábamos el cuerpo, porque nos interesaba mantenerlos con vida; tampoco los denigrábamos, ni corrompíamos su mente, ni destruíamos su alma. El vendedor de opio, en cambio, asesina el cuerpo después de haber corrompido, degradado y aniquilado el ser moral de esos infelices pecadores, y mientras tanto no hay hora que no arrastre a nuevas víctimas a un Moloch que nunca se sacia y ante el cual el asesino inglés y el suicida chino compiten por ser quien más ofrendas deje en su altar.
Los chinos no pueden con ambas cosas: comercio y droga. En las circunstancias actuales, extensión del comercio chino es lo mismo que extensión del tráfico de opio, y el crecimiento de este último es incompatible con el desarrollo del comercio legítimo. Estas dos afirmaciones eran generalmente admitidas hace dos años. La Cámara de los Comunes designó en 1847 un comité para el estudio de las relaciones comerciales británicas con China, y este comité dijo:
Lamentamos que el comercio con ese país haya sido por algún tiempo tan lamentable y que el resultado de nuestra prolongada relación no haya cumplido en modo alguno las justas y fundadas expectativas que teníamos, como es lógico, de lograr un acceso más libre a un mercado tan magnífico. […] Descubrimos que las dificultades del comercio no surgen de una escasez de demanda en China de mercancías manufacturadas en Gran Bretaña, ni del aumento de la competencia con otras naciones […]. El pago del opio […] absorbe la plata, lo cual supone un gran inconveniente para todo el comercio chino; y el té y la seda deben absorber el resto.
El 28 de julio de 1849, The Friend of China[169] abundaba en la misma idea:
El comercio del opio progresa con paso seguro. El aumento del consumo de seda y té en Gran Bretaña y Estados Unidos se traducirá en incremento del comercio del opio. En el caso de las manufacturas no hay nada que hacer.
En un artículo publicado en enero de 1850 en la Hunt’s Merchants’ Magazine, uno de los principales comerciantes americanos en China reducía la cuestión del comercio con China al siguiente punto: «¿Qué sector comercial hay que eliminar: el opio o la exportación de productos ingleses o americanos?». Los chinos comparten este punto de vista. Montgomery Martin cuenta la siguiente experiencia: «Le pregunté al taoutai[170] de Shanghai cuál sería la mejor manera de incrementar nuestro comercio con China y, en presencia del capitán Balfour, cónsul de su majestad, lo primero que me contestó fue: “Dejen de mandarnos tanto opio y podremos comprar sus manufacturas”».
La historia general del comercio de los últimos ocho años sirve para ilustrar los comentarios anteriores de una manera nueva y asombrosa, pero antes de analizar los perjudiciales efectos del tráfico de opio en el comercio legítimo nos proponemos ofrecer un breve resumen del nacimiento y desarrollo de ese extraordinario negocio que, si tenemos en cuenta las trágicas colisiones que, por así decirlo, forman el eje en torno al cual gira o los efectos que produce en las relaciones generales entre Oriente y Occidente, ocupa un lugar único en los anales de la historia humana. Antes de 1767 la cantidad de opio exportado de la India no pasaba de doscientos cofres de sesenta kilos cada uno. La introducción de opio en China era legal previo pago de una tasa de unas tres libras por cofre. Se utilizaba como medicina. Los portugueses, que lo compraban en Turquía, eran los importadores casi exclusivos del Imperio Celeste. En 1773, el coronel Watson y el vicepresidente Wheeler —personas que merecen figurar junto a Palmer[171], Hermentier y otros envenenadores de fama mundial— sugirieron a la Compañía de las Indias Orientales la idea de entrar en el tráfico de opio con China. Así pues, construyeron un almacén de opio para las embarcaciones ancladas en una bahía al suroeste de Macao. La iniciativa fracasó. En 1781, el gobierno de Bengala envió un barco armado y cargado de opio a China y en 1794 la Compañía fondeó un gran barco de opio en Whampoa, fondeadero del puerto de Cantón. Al parecer, Whampoa era mejor almacén que Macao porque, apenas dos años después de ser elegido, al gobierno chino le pareció necesario aprobar una ley que amenazaba a los contrabandistas de opio chinos con ser azotados con una caña de bambú y expuestos en la plaza pública con aros de madera en el cuello. Hacia 1798, la Compañía de las Indias Orientales dejó de exportar opio directamente, pero empezó a producirlo. El monopolio del opio en la India quedó establecido: mientras, con la mayor hipocresía, sus propios barcos tenían prohibido traficar con la droga, la Compañía dispensaba a las embarcaciones particulares que comerciaban con China unas licencias que, bajo amenaza de multa, les impedían cargar otro opio distinto al que preparaba la Compañía. En 1800, la importación a China llegaba ya a los dos mil cofres. Tras ir adquiriendo a lo largo del siglo XVIII las particularidades comunes a todas las disputas entre el comerciante extranjero y la casa de aduanas nacional, el conflicto entre la Compañía de las Indias Orientales y el Imperio Celeste adquirió, desde principios del siglo XIX, características muy distintas y excepcionales: mientras que, a fin de impedir el suicidio de su pueblo, el emperador de China prohibía repentinamente todas las importaciones del veneno que hacía el extranjero, así como que los nativos lo consumieran, la Compañía de las Indias Orientales convertía rápidamente el cultivo del opio en la India y su venta ilegal en China en partes integrantes de su propia estructura económica.
Mientras el semibárbaro defendía el principio de la moral, el civilizado contraatacaba con el principio del yo. Que un imperio gigantesco en el que habita casi una tercera parte de la especie humana, que vegeta en las fauces del tiempo aislado por su forzada exclusión del intercambio mundial y que, por tanto, procura engañarse con ilusiones de celestial perfección, que tal imperio sea al fin sorprendido por el destino con ocasión de un duelo a muerte en el que el representante de un mundo anticuado parece impulsado por motivos éticos mientras que el representante de una sociedad arrolladoramente moderna lucha por el privilegio de comprar lo más barato posible y vender lo más caro que pueda, es en verdad una especie de trágico pareado más extraño de lo que poeta alguno jamás se habría atrevido a soñar.