Las finanzas y el comercio británicos
Londres, 14 de septiembre de 1858
Al comentar el Informe de la Crisis de 1857 y 1858 del comité designado por la Cámara de los Comunes hemos visto en primer lugar las ruinosas consecuencias de la ley bancaria de sir Robert Peel y en segundo lugar desechado esa idea falsa que atribuye a los bancos emisores el poder de incidir en los precios mediante el aumento o la disminución arbitraria de la cantidad de papel moneda. Y ha surgido la siguiente pregunta: ¿cuáles son las verdaderas causas de la crisis? El comité declara que ha comprobado «con satisfacción que la reciente crisis comercial del país, de América y del norte de Europa se debió principalmente al exceso de especulación y al abuso de créditos». Ciertamente, no empaña el valor de la respuesta que para conocerla al mundo no le haya hecho falta esperar al estudio del comité parlamentario y que, por esta vez, no podamos contar con que la sociedad pueda sacar provecho de ella. Podemos dar por sentado que la proposición es verdadera —y por nuestra parte no pensamos rebatirla—, pero ¿resuelve el problema social o cambia las condiciones del problema? Para que se dé un sistema de crédito ficticio siempre son necesarias dos partes: prestatarios y prestamistas. Que los primeros siempre estén deseando hacer negocios con el capital ajeno y pretendan enriquecerse a costa del riesgo de otros parece algo tan sumamente simple que, en caso de suceder lo contrario, nos quedaríamos estupefactos. La pregunta sería más bien qué ocurre para que, periódicamente, los ciudadanos de todas las naciones industrializadas modernas sean, por así decirlo, presa de un ataque que les impulsa a desprenderse de sus propiedades en aras de las más transparentes ensoñaciones y a pesar de rotundas advertencias que se repiten más o menos cada diez años. ¿Cuáles son las circunstancias sociales en que estos períodos de autoengaño generalizado, especulación excesiva y créditos ficticios se reproducen casi regularmente? Si alguna vez les siguiéramos la pista, llegaríamos a una conclusión muy sencilla: o bien son controladas por la sociedad o bien son inherentes al actual sistema de producción. En el primer caso, la sociedad podría evitar las crisis; en el segundo, tendría que cargar con ellas como carga con los cambios de estación.
En nuestra opinión, el reciente informe parlamentario y todos los informes similares que le precedieron como el Informe de la Crisis Comercial de 1847 adolecen de un defecto principal: que tratan cada nueva crisis como un fenómeno aislado que apareciera por primera vez en el horizonte social y, por tanto, que hay que achacar a incidentes, movimientos y organismos del todo peculiares, o supuestamente peculiares, del período transcurrido entre la penúltima y la última sacudida. Si la filosofía natural hubiera procedido según este mismo y pueril método, hasta la reaparición de un cometa habría cogido al mundo por sorpresa. Cuando se intenta descubrir qué leyes rigen las crisis del mercado mundial, hay que explicar no solo su carácter periódico, sino las fechas de su aparición. No se debe permitir, además, que los rasgos distintivos de cada nueva crisis comercial oculten los aspectos que todas tienen en común. Deberíamos traspasar los límites y el propósito de nuestra presente tarea para ofrecer aunque no fuera más que un pequeño boceto de una investigación así. Parece al menos indiscutible que, lejos de resolver la cuestión, el comité de los Comunes ni siquiera la ha expuesto como es debido.
Los hechos aducidos por el comité para ilustrar el sistema de créditos ficticios carecen, por supuesto, del interés de la novedad. El propio sistema se concretó en Inglaterra por medio de una maquinaria muy simple. El crédito ficticio fue creado a través de pagarés de cortesía que descontaban principalmente grandes bancos de ámbito nacional que a su vez tenían que descontarlos recurriendo a intermediarios financieros londinenses. Éstos, atendiendo exclusivamente a la fiabilidad del banco en cuestión y no a la de los propios préstamos, no confiaban solo en sus propias reservas, sino en las facilidades crediticias que les daba el Banco de Inglaterra. Los principios de esos intermediarios crediticios de Londres se comprenderán mejor con la siguiente anécdota, que relató al comité del Parlamento el señor Dixon, antiguo director del Banco Municipal de Liverpool:
En una conversación casual sobre el asunto, uno de los intermediarios comentó que, sin la ley de sir Robert Peel, el Banco Municipal no habría tenido que suspender su actividad. Respondiendo a eso yo dije que, con independencia de los méritos de la ley de sir Robert Peel, por mi parte no habría movido un dedo para contribuir a que el Banco Municipal resolviera sus dificultades si eso hubiera supuesto continuar con un modelo de negocio tan ruinoso como el que venía practicando, y añadí que, de haber estado medianamente al corriente de las actividades del Banco Municipal antes de convertirme en su director general, cosa que ustedes deben de haber deducido ya tras ver descontadas una gran parte de las deudas del banco, jamás me habrían pescado y convertido en accionista.
La réplica a este comentario fue:
Ni usted me habría pescado a mí y convertido en accionista; a mí me parecía bien descontar las deudas, pero ni aun así habría querido ser accionista.
El Banco Municipal de Liverpool, el Banco Occidental de Escocia de Glasgow, el Banco del Distrito de Durham y Northumberland, sobre cuyas operaciones el comité realizó una investigación exhaustiva, parecen llevarse la palma en la carrera de la mala gestión. En 1854, el Banco Occidental de Glasgow, que tiene ciento una sucursales en toda Escocia y negocios con América, aprobó, sencillamente porque a la comisión le vino en gana, una subida de dividendos del 7 al 8 por ciento, y todavía en junio de 1857, cuando había perdido la mayor parte de su capital, declaró unos dividendos del 9 por ciento. Los descuentos de sus efectos, que en 1853 fueron de 14.987.000 de libras esterlinas, en 1857 pasaron a 20.691.000. El segundo descuento del banco en Londres, que en 1852 sumaba 407.000 libras, en 1856 ascendió a 5.407.000. El capital del banco era de 1.500.000 libras, pero en la fecha de la quiebra, noviembre de 1857, se descubrió que solo cuatro entidades de crédito, McDonald, Monteith, Wallace y Pattison, le debían 1.603.000. Una de las principales operaciones de este banco consistía en dar anticipos sobre los «intereses», o lo que es lo mismo, prestar capital a las empresas manufactureras con el aval de la futura venta de las mercancías producidas gracias al préstamo anticipado. La ligereza con que se ha gestionado el negocio de los descuentos se hace evidente al comprobar que los efectos de McDonald fueron aceptados por 127 clientes distintos; de ellos, solo 37 fueron analizados, y de éstos, 21 resultaron insatisfactorios o rotundamente malos. Pese a todo, el crédito de McDonald no disminuyó. Desde 1848 en los libros del banco se realizaron cambios y las deudas se convirtieron en créditos y las pérdidas en activos.
Tal vez se comprenda mejor cómo se puede acabar en tanto artificio —dice el Informe— si nos fijamos en cómo traspasaron una deuda llamada «deuda de Scarth», incluida en una partida diferente del balance. Esa deuda sumaba 120.000 libras y tendría que haber figurado entre las deudas reclamadas, pero la dividieron en cuatro o cinco cuentas de líneas de crédito que estaban a nombre de los tenedores de la deuda de Scarth. Estas cuentas fueron debitadas por el importe de los descuentos y se contrataron pólizas de seguro sobre la vida de los deudores hasta un importe de 75.000 libras. De estos seguros, 33.000 libras fueron pagadas en concepto de prima por el propio banco. Y todo pasaba a figurar como activo en los libros.
Por último, tras un examen de las cuentas se ha descubierto que sus propios accionistas le debían al banco 988.000 libras.
Todo el capital del Banco del Distrito de Durham y Northumberland sumaba 600.000 libras esterlinas, pero la entidad le prestó un millón a la Compañía del Acero de Derwent, que es insolvente. El señor Jonathan Richardson, que era la locomotora del Banco y en realidad la persona encargada de toda la gestión, no era socio directo de la Compañía del Acero de Derwent pero sí tenía intereses en tan poco prometedora empresa, tantos que le correspondían las regalías de los minerales con que Derwent trabajaba. Este caso tiene, por tanto, la peculiar característica de que todo el capital de un banco que es sociedad anónima se destina enteramente a favorecer las especulaciones particulares de uno de sus directores.
Los dos ejemplos anteriores de las revelaciones del Informe del comité nos descubren el sombrío panorama de la moral y conducta de las sociedades anónimas mercantiles. Es evidente que estas empresas, cuya influencia en la economía es cada día mayor y no se puede sobrevalorar, todavía distan mucho de haber elaborado unos estatutos como es debido. Son potentes motores en el desarrollo de las energías productivas de la sociedad moderna, pero, al igual que las corporaciones medievales, aún no han creado una conciencia corporativa capaz de sustituir a la responsabilidad individual que, por su propia naturaleza, han contribuido a menoscabar.