La insurrección griega

14 de marzo de 1854

La insurrección de los súbditos griegos del sultán, que tanta alarma causó en París y Londres, ha sido reprimida, aunque no es imposible que vuelva a reavivarse. En relación con esta posibilidad podemos decir que, tras un atento estudio de los documentos referidos al asunto, estamos convencidos de que los insurgentes pertenecían exclusivamente a los habitantes de las montañas de la falda meridional del Pindo, que no encontraron apoyo en ninguna de las demás etnias cristianas de Turquía salvo entre los píos filibusteros de Montenegro, y de que los ocupantes de las llanuras de Tesalia, que forman la única comunidad griega compacta que todavía se encuentra bajo dominio turco, temen más a sus compatriotas que a los propios turcos. No debemos olvidar que este apocado y cobarde grupo de población no se atrevió a alzarse siquiera durante la guerra de independencia griega[53]. El resto de los griegos distribuidos por las ciudades del Imperio otomano, que quizá llegasen a los trescientos mil, son objeto de un odio tan acendrado por parte de otras etnias cristianas que, cada vez que algún movimiento popular tiene éxito, como en Serbia y en Valaquia, todos los sacerdotes de origen griego son expulsados y sustituidos por pastores nativos.

Pero, aunque la presente insurrección griega sería de todo punto insignificante si la valorásemos exclusivamente por sus méritos, tiene su importancia porque da a las potencias occidentales la oportunidad de intervenir entre la Puerta[54] y la gran mayoría de sus súbditos en Europa, entre quienes los griegos no son más que un millón frente a los diez millones de las demás etnias que profesan la religión griega. Los habitantes griegos del reino y los que viven en las islas Jónicas bajo dominio británico consideran como misión nacional expulsar a los turcos de todos los territorios de habla griega y anexionar Tesalia y el Epiro a un estado propio. Es posible que hasta sueñen con la restauración de Bizancio, aunque, en conjunto, son un pueblo demasiado astuto para creer en semejante fantasía. Pero estos planes de engrandecimiento y de independencia nacionales, proclamados en estos momentos a raíz de las intrigas de Rusia, como ha demostrado la recientemente detectada conspiración del cura Atanasio[55], y proclamados también por los forajidos de las montañas sin respuesta alguna por parte de la población agrícola de la llanura, nada tienen que ver con los derechos religiosos de los súbditos de Turquía pese a que algunos intenten mezclar ambas cosas.

Como sabemos por la prensa inglesa y por lo que han manifestado en la Cámara de los Lores lord Shaftesbury y en la de los Comunes el señor Monckton Milnes, el gobierno británico ha convocado una reunión para tratar, aunque no en exclusiva, los acontecimientos de Grecia y tomar medidas que mejoren la situación de los súbditos cristianos de la Puerta. En realidad se nos ha dicho explícitamente que el objetivo último de las potencias occidentales es conseguir que la religión cristiana esté en Turquía en pie de igualdad con la mahometana. Ahora bien, esto equivale a no decir nada en absoluto, o significa que hay que garantizar los derechos políticos y civiles de cristianos y mahometanos sin referencia alguna a su religión o sin tener en cuenta la religión en modo alguno. Dicho de otro modo, significa la completa separación de Iglesia y Estado, de política y religión. Pero, como todos los estados orientales, el turco se fundamenta en la más íntima conexión, casi podríamos decir que en la identidad, entre Iglesia y Estado, entre política y religión. El Corán es la fuente de la fe y de la ley para ese Imperio y para sus gobernantes. Pero ¿cómo es posible igualar al fiel con el giaour[56], al musulmán con el rajá a ojos del Corán? Para hacerlo en realidad es necesario sustituir el Corán por un nuevo código civil o, en otras palabras, destruir la estructura que sustenta la sociedad griega y, de sus ruinas, crear un nuevo orden de cosas.

Por otro lado, el rasgo más distintivo de la religión griega frente a todas las demás ramas de la fe cristiana es la misma identificación de Iglesia y Estado, de vida civil y la vida eclesiástica. Tan íntimamente entrelazados estaban Iglesia y Estado en el Imperio bizantino que es imposible escribir la historia del uno sin escribir la del otro. En Rusia prevalece la misma identidad, aunque allí, al contrario de lo que sucedía en Bizancio, la Iglesia se ha transformado en mero instrumento del Estado, en herramienta de sojuzgamiento dentro del país y de agresión fuera. De conformidad con las nociones orientales de los turcos, el Imperio otomano ha permitido que la teocracia bizantina se desarrolle hasta tal grado que el titular de una parroquia es al mismo tiempo juez, alcalde, maestro, albacea testamentario, asesor tributario, ubicuo factótum de la vida civil y no servidor, sino patrón en cualquier trabajo. El principal reproche que cabe hacer a los turcos al respecto no es que hayan cercenado los privilegios del clero cristiano, sino que, muy al contrario, bajo su gobierno, este tutelaje omnímodo y opresivo, este control e injerencia de la Iglesia, hayan absorbido toda la esfera social. En su Orientalische Briefe, el señor Fallmerayer nos cuenta con mucho humor que un cura griego se quedó de piedra al ser informado de que el clero latino no gozaba de ninguna autoridad en absoluto y de que, por tanto, no tenía que ocuparse de ningún asunto profano. «¿Y cómo —exclamó este cura— se las arreglan nuestros hermanos para matar el tiempo?».

Así pues, queda claro que, para introducir un nuevo código civil en Turquía, un código que se abstraiga totalmente de la religión y esté basado en la completa separación de Iglesia y Estado, no solo habría que abolir la religión musulmana, sino también que acabar con la Iglesia griega tal y como la concibe el Imperio. ¿Puede alguien ser tan ingenuo para creer en serio que los tímidos, reaccionarios y achacosos miembros del gobierno británico actual lleguen alguna vez a imaginar la posibilidad de acometer tamaña tarea? Porque, en un país como Turquía, supondría una auténtica revolución social. Es una idea absurda que solo se les podría ocurrir con la idea de echar polvo a los ojos de los pueblos inglés y europeo.