6

Los ruskis no hacen siquiera ademán de echar mano de sus armas, cuando la puerta que da a las escaleras de emergencia se abre de un golpe y mi jauría se les echa encima. Se quedan lívidos, la espalda pegada a la pared, los ojos desorbitados, fijos en las terribles fauces de mi ezhen, cuyo tamaño ya se acerca al de Alyosha. Cuando me ven aparecer, prácticamente se me abrazan, temblando de miedo.

—¿Hay más soldados dentro? —pregunto, mientras les libero de las automáticas que, efectivamente, cargan bajo el anorak.

Niet —contesta uno de ellos, el otro parece haber perdido el control del habla—. Solo un computershik.

¿Un computershik? ¿Qué hace un operador en la guarida de Xavier?

Abro la puerta de una patada y entro de un salto, empuñando las pistolas de los soldados en ambas manos. Pero no las necesito. El niño cableado al sistema no me hace el más mínimo caso. Se sienta dándome la espalda, la cabeza cubierta por un casco erizado de apéndices, las manos enfundadas en guantes táctiles. Xavier parece dormitar en su silla de ruedas, reparo en que está maniatado y una venda cubre sus ojos. Pero me reconoce apenas me oye entrar en la habitación, sus percepciones extrasensoriales son casi tan agudas como las de mi ezhen.

—¡Vega! Desátame, rápido.

Un breve gruñido de Kurt basta para que el soldado que todavía conserva el uso de la palabra, pronuncie una clave y las esposas que inmovilizan a Xavier se abren. Este no pierde el tiempo. Se acerca al muchacho y, cuidadosamente, como para evitar inducirle algún tipo de shock, le desconecta el casco de control y se lo quita. El niño le echa una mirada, mitad somnolienta, mitad resignada.

—¿Ya es hora de dormir? —pregunta.

No debe de tener más de nueve años. Se parece mucho a Mihail y, en cierto modo, también a Xavier. Sin pensármelo dos veces, me inclino hacia él y le tomo en volandas.

—¿Tienes hambre? —le pregunto, recordando que Xavier siempre guarda algunos víveres en su guarida.

—No —suspira él, abrazándome sin ningún reparo, inocente como el bebé superdotado que es—. Solo mucho sueño. El juego de hoy era muy difícil. No he podido ganar todos los puntos.

Observo, por el rabillo del ojo, que Xavier no ha perdido ni un segundo. Ha reemplazado al niño, tras encasquetarse su propio casco de control, y ahora es él quien juega al juego terrible para el que los operadores fueron diseñados.

—Lo has hecho muy bien —susurro en el oído del chico, mientras lo acomodo en el camastro—. Ahora descansa.

—¿Puedes quedarte hasta que me duerma? —pregunta, cogiéndome la mano.

—Claro, miliy. ¿Cómo te llamas?

—Viktor —susurra él, con voz casi inaudible.

Su sonrisa es idéntica a la de Mihail. Cierra los ojos, pero mantiene mi mano apretada, sus frágiles dedos enlazados con los míos, hasta que, al cabo de unos minutos, todos sus músculos se relajan. Lo contemplo unos instantes, hermoso e indefenso como un ángel desnutrido. Y me prometo a mí misma que no descansaré hasta destruir a los responsables de este crimen. Encontraré a Andrei. Y le haré comprender que quiero regresar a Rusia con él, combatir a su lado, morir juntos si es necesario.

¡Encontrar a Andrei! Iván le está buscando. Y si Viktor ha conseguido cablearse al intranet de Alberta, es posible que haya accedido a los datos del trazador. Si es así, puede que ya le hayan localizado.

Cruzo la habitación en dos zancadas y me encaro a los soldados ruskis, que se han encogido en una esquina, custodiados por Kurt. Me dirijo al que ha hablado hasta ahora.

—¿Cómo te llamas? —pregunto.

—Piotr —responde él, acobardado.

—¿Y tu compañero?

—Sasha.

—Piotr, Sasha, necesito que me digáis dónde puedo encontrar al dragón Iván Imzaylov.

Piotr hace ademán de hablar, pero Sasha lo zarandea bruscamente y se lleva un dedo a los labios.

—Kurt —llamo.

Mi ezhen se abalanza sobre Sasha, derribándole, las potentes fauces se cierran en torno a su cuello.

—Por última vez. ¿Dónde está Imzaylov?

—Se han marchado —jadea Piotr—. Buscan al traidor. Viktor ha encontrado su escondrijo.

—¿En qué dirección han ido?

—No lo sé —reconoce él.

—Si me mientes, dejaré que mi ezhen se divierta un rato contigo.

—No sé nada más —suplica el soldado—. Por favor.

—Está bien.

Kurt suelta su presa. Las marcas de sus colmillos se distinguen con nitidez en el cuello de Sasha. Hay un olor desagradable en el aire, que delata que el susto ha relajado el esfínter del pobre chico.

Xavier se ha quitado el casco y me mira estupefacto. Se diría que ha visitado otro mundo mientras estaba cableado.

El mundo de pesadilla en el que los operadores pasan casi todo su tiempo.

—Ese niño ha lanzado un ataque devastador contra todo nuestro sistema informático —murmura—. Las bases de datos, los controles de equipos, los programas logísticos… Todo. Mis últimas defensas estaban a punto de ceder cuando has llegado. He tenido que borrar sectores enteros de memoria y desconectar docenas de sistemas auxiliares antes de aislar a sus troyanos. Costará meses recuperarnos del daño que nos han hecho.

Hace una pausa, respira hondo, se muerde los labios con saña. Nunca le había visto tan angustiado.

—Pero eso no es lo más importante ahora —continúa—. Las arañas de Viktor solo han necesitado unos minutos para interceptar el trazador que lleva Andrei. Apenas se ha hecho con la información, Iván ha salido a la carrera, seguido de sus hombres. Llevaban sus equipos polares y todos iban armados. No cabe duda de sus intenciones.

—¿Tenemos forma de avisarle? —pregunto, clavando mis dedos en su antebrazo.

—He enviado una alarma al trazador de Andrei, pero su aparato no me ha devuelto una confirmación.

—¿Entonces no sabes si te recibe?

—No estoy seguro —admite él—. Es posible que la señal haya llegado a pesar de todo. Pero yo no contaría con ello.

—Tenemos que encontrarle.

—Según el trazador se encuentra en el valle de Taylor —afirma Xavier, desplegando un mapa virtual frente a mí y señalándome un punto, cercano a las Cataratas de Sangre.

Conozco ese sitio.

Andrei está en la dacha.

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