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—La alambrada —susurra Umqy.
Mi primera reacción es asumir que los lentes de realidad aumentada que llevo puestos no están bien regulados y me muestran una imagen deformada de la valla que separa Rusia de Mongolia. Es, simplemente, demasiado alta. Pero el dispositivo funciona a la perfección y la cifra que me ofrece se corresponde con lo que perciben mis sentidos. Quince metros. Quince metros de alambre de espino electrificado, tan infranqueables como las murallas de un castillo medieval.
Mucho más, si lo pienso con detenimiento. La valla más alta se sitúa entre otras dos, cada una de unos cinco metros. Incluso si no estuviera claramente indicado en los ominosos carteles que cada poco avisan del carácter letal de las alambradas, sería evidente que el terreno entre ellas está minado. Ni siquiera un chukchi podría atravesar esta barrera.
—¿Por dónde vamos a pasar? —pregunto, anonadada.
—Por la puerta —contesta Umqy, con una sonrisa casi irónica en su rostro cobrizo.
«La puerta» a la que se refiere Umqy es uno de los puestos fortificados que se repiten cada pocas decenas de kilómetros a lo largo de la valla. Presumiblemente, detrás del búnker, habrá un acceso al otro lado. Pero si atravesar una alambrada electrificada de quince metros de alto tras cruzar un campo de minas parece muy difícil, abrir una brecha en el fortín erizado de ametralladoras se me antoja imposible. Mis lentes de realidad aumentada han contado ya más de veinte soldados y debe de haber más en el interior del fuerte, todos ellos armados hasta los dientes.
—Imposible… —murmuro.
—Esperamos a la noche —dice Umqy.
—¿Y Andrei? ¿Cuándo llega?
—Esperamos a la noche —repite él—. Ahora descansa.