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Es inútil. Tenía la esperanza de que una conversación cara a cara fuera de alguna utilidad, pero Yago no me escucha. Llevamos una hora encerrados en su habitación y durante todo este tiempo no se ha dignado a mirarme a la cara. No sé qué más hacer, qué más decir. No va a perdonarme que le cediera la medalla de oro a Maya.
Inútil intentar explicarle que él tampoco tiene posibilidad alguna de vencer a Andrei. No lo admitiría, aunque le contara las hazañas que le he visto hacer. Pero también Yago ha sido testigo de la facilidad con que Andrei eliminaba al resto de sus rivales a lo largo de los combates de esta semana. Ninguno de ellos ha llegado al final del primer asalto. El que menos tiempo resistió de todos fue el famoso Tyler, al que Andrei inmovilizó con una de las perfectas llaves de jiu-jitsu que parecen la marca de la casa Koutnesov a los treinta segundos de sonar la campana.
Yago también ha vencido todos sus combates, pero con mucha más dificultad. El germano peleó bien y el australiano cayó a la lona al final del tercer asalto; Yago conectó un golpe afortunado, sin el cual estoy convencida de que hubiera perdido a los puntos. Entre él y Andrei hay un abismo.
No puede ganarle, como yo no podía vencer, en buena lid, a su hermana. ¿Y qué? Es la primera vez que un equipo de Eurosur llega tan lejos. Y dado que los rusos van a llevarse los puntos del combate y la maratón, podemos renunciar a las Termópilas y así ahorrarnos el enfrentamiento con sus temibles ezhen, y volver a casa con nuestra jauría intacta.
—Socio —repito por milésima vez—. Tenemos la plata asegurada.
Silencio.
—Es un gran triunfo. ¿Qué más quieres?
Silencio.
—¡Vega! ¡Yago! ¿Estáis ahí?
Es Ingrid. Yago se levanta de un salto. También él ha identificado la nota de urgencia en la voz que nos llama.
—¡Ya voy! —grito, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Kurt se ha escapado —gime ella—. No lo encontramos por ningún lado.
—Mierda —masculla Yago—. No deberías haber traído al puto cachorro.
Abro la puerta y echo a correr hacia el campamento ruski, sin pensármelo un instante, ignorando los gritos de mi socio.
—¡Vega, espera! Está prohibido entrar. Podrían descalificarnos.
Al demonio la prohibición, pienso. Al demonio si nos descalifican o no. Corro hacia la perrera de los ruskis, rogando que a Kurt no le haya dado tiempo a llegar, suplicando que se haya distraído en el bosque, sabiendo que el olor de los ezhen atraerá como un imán a mi insensato perrillo. Las puertas del barracón están abiertas, pero no se oye un solo ladrido. Recuerdo, mientras las cruzo a toda velocidad que los ezhen no ladran. Y también comprendo, con una certeza inapelable, la razón por la que tampoco escucho a Kurt.
Está tumbado en mitad de un charco carmesí, la cabeza girada en un ángulo imposible. A su lado, con el hocico enrojecido de sangre, el monstruo que ha acabado con él.
Me quedo clavada en mitad de la carrera, inmóvil como si el tiempo se hubiera detenido. La enorme bestia alza la cabeza, emite un gruñido ronco, da un paso en mi dirección, los orejas alzadas, mostrando los colmillos, los ojos azules fijos en mí. No está solo. Hay otros tres o cuatro mastodontes similares detrás de él, se diría que disponiéndose en formación de combate. Me pregunto si van a atacarme todos a la vez. No llevo armas. Incluso si las llevara, no me servirían de nada contra todos ellos.
Doy un paso hacia atrás y el ezhen gruñe de nuevo. El mensaje no puede estar más claro. «No te muevas». Sus ojos me estudian. No hay rastro de compasión en ellos.
—Vega. —La voz de Yago es baja y mecánica, desprovista de inflexiones que puedan excitar a los animales—. Tranquila. Muy tranquila, socia. Lo tengo cubierto.
No, no son tres o cuatro. Hay siete, moviéndose en silencio, cada uno de ellos ocupando su puesto en una media luna en cuya base está su líder y el cadáver de Kurt.
—¿Vas armado? —susurro.
—Dos jabalinas —murmura él.
—No es bastante.
—Tendrá que serlo. Corre cuando cuente tres. Uno…
No lo vamos a conseguir, son demasiados, esa media luna se cerrará sobre nosotros mucho antes de que podamos llegar a un sitio seguro.
—Dos…
—¡Alyosha, Ataman, Enisei, Filya, Graf! ¡Sidet!
Los ezhen giran las orejas hacia la voz sin dejar de mirarme. Un instante más tarde el líder se sienta, una de sus patas todavía encima del cadáver del cachorro. Uno a uno, el resto de los animales le imitan.
Andrei cruza el barracón en cuatro ágiles zancadas, vestido con pantalones y camisa de faena. Se dirige sin vacilar hacia la bestia y ametralla otra orden.
—¡Lezat!
El monstruo se tumba en el suelo y Andrei se arrodilla, se quita la camisa y envuelve con ella los despojos de Kurt. Si los ángeles se ponen tristes alguna vez, pienso, entonces estoy viendo el rostro de uno de ellos.
—Lo lamento —dice, tendiéndome el cadáver de Kurt—. Alyosha no le habría atacado si no le hubiera provocado.
—Era solo un cachorro —murmuro—. Quería jugar.
—Lo siento mucho. Yo…
Yago se acerca a mí, todavía empuñando sus jabalinas. Oigo un gruñido de alerta, veo a los ezhen tensarse hasta que otra orden de Andrei los tranquiliza.
—Esto no quedará así —masculla mi socio, señalando con la punta de su jabalina a Alyosha—. Voy a ensartar a ese bicho.
—Tendrás tu ocasión en las Termópilas —contesta Andrei. Hay una nota de aviso en su voz, pero mi socio no la oye. Al contrario, se encara con él, furioso. No, no es solo furia. Destila odio.
—Ya ajustaremos cuentas —jadea, y su jabalina apunta al pecho desnudo de Andrei, que asiente, sin inmutarse ni cambiar de expresión.
—Da —se limita a decir. Pero sus ojos desolados no ven a Yago. Solo me ven a mí.
He tenido bastante. Me doy la vuelta y echo a correr, apretando la camisa ensangrentada contra mi pecho.