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Hoy es el primer día que no escuchamos el zumbido de los copters sobre nuestras cabezas. Durante más de una semana, a medida que nos internábamos en los bosques que rodean el Baikal, nos han estado persiguiendo, siempre de cerca, siempre sin localizarnos.
—En terreno abierto no habríamos tenido posibilidad alguna —comenta Andrei—. Pero el radar y los infrarrojos son poco efectivos en el bosque. Y mucho menos si uno tiene la suerte de moverse con los chukchis. La verdad es que esta gente no deja de sorprenderme. Maya me ha contado que hasta hace unos pocos años eran unos perfectos desconocidos, aún más invisibles que los propios vor para el gobierno. Chukotka es una de las partes más remotas de toda la Federación Rusa y, hasta que se descubrieron allí enormes reservas de petróleo, nadie tenía interés alguno en una península pobre, habitada por un puñado de tribus nómadas que se dedican a pastorear renos.
»Cuando aparecieron los yacimientos de crudo, el general Mossenko propuso “reubicar”, esto es, deportar, a los habitantes de la zona. Pero se daba la circunstancia de que Chukotka está muy cerca del territorio anglo de Alaska, ambas regiones están separadas por una estrecha lengua de mar, el estrecho de Bering. Mi hermana convenció al presidente de que la imagen pública de Rusia sufriría si enviaba a los tanques y le propuso negociar con los nativos, en lugar de manejarlos por la fuerza.
»Ivanchenko aceptó y Maya viajó a su reserva con el encargo específico de encontrar una solución satisfactoria para ambas partes. Los chukchis no se negaron a conversar, pero no parecían tener ninguna prisa en llegar a un acuerdo. Al cabo de seis meses, el presidente, azuzado por el general Mossenko, perdió la paciencia y la llamó de vuelta a Moscú. Ella intentó convencerle de que estaba a punto de cerrar un trato con los dirigentes locales, pero fue en vano. Mossenko en persona se encargó de dirigir el destacamento a cargo de “gestionar el traslado”, a punta de fusil.
»Pero cuando el general llegó a la península se la encontró vacía. Los chukchis han sido siempre pueblos nómadas. Mi hermana me contó que durante la época de la dominación soviética empezaron a volverse sedentarios, pero cuando llegó la gran crisis del petróleo retomaron sus viejos hábitos. ¿No te parece admirable? Mientras el resto del mundo se asfixiaba por falta de crudo, ellos recuperaron su antiguo modo de vida, volvieron a ser pastores y pescadores capaces de prosperar en plena hecatombe.
»Maya fue la única que previó la dificultad de domesticar a una gente así. Cuando Mossenko tuvo que reconocer que todo el pueblo chukchi se había esfumado sin dejar rastro, su crédito con el presidente disminuyó en la misma medida que aumentaba el de mi hermana.
»Desde hace algo más de un año, los chukchis empezaron a aparecer en la frontera de la Kolyma, en las proximidades del Baikal, siempre unos pocos individuos, alguna familia aislada que aseguraba no saber nada del resto de su gente. Ivanchenko encargó a Maya que se ganara su confianza y ella decidió que una buena forma de hacerlo sería integrarlos en la Rublyovka. Así es como acabaron por alistarlos para ayudar en la Siberiana.
—Kéfir —ofrece Badark, acercándose a nosotros y alargándome un cuenco rebosante del delicioso brebaje.
Me lo bebo de un solo trago. Badark me llena de nuevo el vaso y me alarga unas tiras de carne de reno seca, extendidas sobre un pedazo de queso y unas nueces. Devoro la comida con apetito de lobo, mientras el chukchi me mira con aprobación.
—Vnuchka, buen apetito —asevera.
—Está todo muy bueno, dedushka —aseguro, con la boca llena.
—Muy flaca —opina ahora, con gesto apesadumbrado—. Poca comida en el bosque.
Es verdad, debo de haber perdido un par de kilos estos últimos días, pero no me siento débil, al contrario. Me he adaptado bien a la rutina de nuestras jornadas. Nos movemos muy deprisa, cubriendo unos cincuenta kilómetros diarios, viajando muy ligeros de equipaje, siguiendo una de las rutas que los chukchi usan para desplazarse por la Kolyma.
—Depósitos, con provisiones y repuestos a intervalos regulares —se asombra Andrei—. Sin ellos sería imposible viajar tan rápido.
—A este paso no tardaremos en llegar a la frontera con Mongolia.
El viejo chukchi niega con la cabeza.
—Frontera muy vigilada ahora —dice—. Mejor esperar en Agar.
—Pero tenemos que… —empiezo, tratando de explicarle las numerosas urgencias que me atribulan.
—General te busca —interrumpe Badark, dándome palmaditas cariñosas en la mano—. Déjale buscar y no encontrar. Agar muy cerca. Buen lugar para vosotros.