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Dejo al resto del equipo deshaciendo maletas y devorando el caviar que los organizadores nos han ofrecido como obsequio y me deslizo hasta el borde del lago, a unos pocos cientos de metros de los barracones. ¿Lago? Los locales le han llamado siempre el mar Baikal y con razón. Hay más de setenta kilómetros desde la isla de Olkhon, donde se celebra la Siberiana, hasta la costa este y más de seiscientos entre las ciudades que definen sus dos extremos, Sludjanka y Angara. Miles de kilómetros de alambradas electrificadas rodean todo su inmenso perímetro, definiendo la Rublyovka más extensa de toda la Federación Rusa, rodeada por una Kolyma aún más colosal.
Mar Baikal. El color del agua es un índigo profundo en esta tarde soleada de agosto. Parece mentira que en diciembre pueda helarse completamente. En los bosques de la isla, sin embargo, ya comienza a insinuarse el otoño, dando pinceladas de ocre y amarillo a las hojas de los abedules y los cerezos. Pienso en la estepa desolada de Agua Amarga y me parece que hubiéramos aterrizado en otro planeta.
Un planeta hermoso y hostil.
Somos el último equipo en llegar al campamento. Nos han asignado tres barracones, uno para las personas, que Carmona se ha apresurado a dividir por sexos, como es su costumbre, otro para los animales y un tercero que hace las veces de gimnasio. Nuestro cuartel limita con el de los anglos y con el de los ruskis.
La idea de que Andrei esté tan cerca y a la vez tan lejos de mí se me hace insoportable. Hubiera sido mucho más fácil no verle más, atesorar el recuerdo de su mano acariciando la mía durante el viaje en el último tren nocturno a Moscú y el largo paseo de regreso al hotel, guardar la memoria del color de sus ojos, la fragilidad de su sonrisa, la cicatriz en su rostro, marcado como el mío. Guardar todo eso y olvidar la imagen del titán, venciendo fácilmente a ocho hombres armados. Yago no tiene posibilidad alguna contra él.
Los organizadores nos tratan con gran cortesía, ofreciéndonos explicaciones en el sencillo ruso que todos chapurreamos, pero, como para asegurarse de que nadie pueda confundirse, la charlatana que aparece en las holos que flotan por todo el campamento repite su mensaje en una docena de idiomas diferentes, desgranando una y otra vez las restricciones que delimitan nuestros movimientos.
—Los equipos deben ceñirse al área asignada. No está permitido visitar las zonas ocupadas por otros equipos.
No cabe duda de que a los rusos les gustan las alambradas. Incluso el bosque y el acceso al lago está compartimentado. No me costaría mucho traspasar la valla que me separa del campamento ruski, pero ¿de qué me serviría? Posiblemente no tardaría en atraparme alguno de los vigilantes, o aún peor, encontraría a Andrei y no sabríamos qué hacer el uno con el otro.
Oigo unos pasos tenues a mis espalda. Sin girarme, distingo por el rabillo del ojo a Yago, tratando de aproximarse hasta mí con sigilo. Le dejo hacer. Una manaza me cubre los ojos.
—Un rublo por tus pensamientos —susurra.
Hacía semanas que no oía esa calidez en su voz, que refleja la felicidad que siente al estar, por fin, en el Baikal, a punto de jugar la Siberiana.
—Pensaba en la maratón —contesto.
Es mentira, pero ¿qué puedo decirle? ¿Que estaba pensando en Andrei Koutnesov? Aunque lo peor de todo es que Yago piensa en Andrei tanto como yo. Está obsesionado con él. Pero su obsesión es distinta a la mía. Yo fantaseo con abrazarle, imaginando el tacto de su piel tersa, la caricia de sus manos grandes y delicadas, el sabor de sus labios. Mi socio sueña con destrozarlo en el cuadrilátero.
Yago se sienta a mi lado, me echa un brazo por los hombros. Me acurruco a su lado, rogando para que no intente besarme.
—Vas a ganar —dice—. Eres invencible en esa prueba.
—Nadie es invencible.
—Los ruskis tampoco.
La mirada de Yago se pierde en la inmensidad del Baikal, cuyo color me recuerda el de los ojos de Andrei.
—Esta es mi última Spartana, Yago. Los rusos hacen bien compitiendo solo una vez. No quiero hacerme vieja en este negocio.
—Bah —dice él, encogiéndose de hombros—. No opinarás lo mismo cuando nos coronen con laureles.