8

El bosque se ha ido espesando más y más durante las últimas dos jornadas. Me resulta casi imposible orientarme en este paisaje de pinos y abetos que se repiten por kilómetros y más kilómetros a la redonda, uniformes como un océano, tupidos como el pelaje de Kurt. No soy capaz de distinguir sendero alguno entre la maleza, pero los chukchis ven vericuetos, invisibles a mis ojos. Tengo la sensación, siguiendo los pasos de Badark, de que atravesamos una pared impenetrable que se abre ante nosotros, como me contaba mi abuelo que se abrieron las aguas del mar Rojo frente a las tribus que huían del faraón, cerrándose apenas pasamos, vedando el paso a cualquiera que no conozca el conjuro.

Finalmente el bosque empieza a clarear de nuevo y comprendo que acabamos de atravesar la empalizada natural que protege a Agar. En ese momento Kurt emite un breve gruñido y Badark agita la cabeza, satisfecho.

—Pequeño czar sabak siempre atento —dice.

Solo entonces me percato del grupo de chukchis que se ha materializado como por ensalmo a nuestro lado. Hay media docena de ellos, ataviados con la curiosa mezcla de prendas que caracteriza el atuendo de nuestros guías. Todos visten el tradicional kerker de piel de reno, al que añaden fibras de alta tecnología, capaces de suprimir las emisiones infrarrojas de sus cuerpos. Dos de ellos llevan arcos en bandolera, más pequeños que el mío, pero con toda certeza no menos letales. Otros dos llevan anticuados rifles de caza y uno exhibe un fusil de asalto ultraligero, que solo puede provenir del arsenal de los cuerpos de élite del ejército ruso. El del fusil de asalto abraza a Badark y le besa en ambas mejillas. Es un hombre joven, quizás no mucho mayor que yo y todo un gigante comparado con sus compañeros, pasa del metro ochenta y cinco. Pero lo que más impresiona de él son los ojos, brillantes como azabache incandescente. Recuerdan a los de Badark, o más bien a los que le imagino en su juventud.

—Umqy —nos presenta Badark, palmeando, orgullosamente, el hombro del muchacho—. Nombre quiere decir oso polar.

Enseguida se muerde los labios, se pasa una mano por la cabellera todavía espesa, se pellizca los pómulos, como si estuviera buscando una palabra que no encuentra.

—Umqy, intu’ulper —declara, por fin.

—Umqy tiene el honor de ser el esposo de la nieta del Gran Chamán —explica el joven, en un ruso que se me antoja perfecto.

Andrei y yo cruzamos una rápida mirada. ¡Así que el mozo de cuadra contratado por la organización de la Siberiana para cuidar de nuestra perrera es nada menos que el Gran Chamán de su pueblo! Los chukchis, me digo a mí misma, son una fuente inagotable de sorpresas.

Badark ordena una pausa y quince minutos más tarde estamos tomando té en el interior de una kibitka montada con pasmosa velocidad por nuestros guías. La infusión, preparada en un hornillo eléctrico activado por una pequeña batería, está aromatizada con una hierba cuyo sabor recuerda al de la canela. Bebemos el primer vaso en silencio y, con el segundo, Umqy explica sus planes. Se dirige hacia un puesto avanzado, muy cerca de la inmensa valla electrificada que separa Siberia de Mongolia. En la vecindad de la frontera es posible captar las emisiones de radio de los repetidores anglos antes de que las bloqueen los disruptores del gobierno. Su plan es recabar noticias que les permitan adelantarse a cualquier movimiento del ejército ruso.

—General furioso —sentencia Badark—. Umqy averigua sus planes.

—¿A cuánto estamos de la frontera? —pregunto, inquieta.

—Tres días —asegura Umqy.

La mirada de Andrei me informa de sus intenciones antes de que las enuncie en voz alta. Me muerdo los labios, esforzándome porque el desaliento que se apodera de mí no se asome a mi rostro.

—Déjame ir con él, Badark —propone—. Conozco bien a Mossenko. Puedo ser útil para interpretar las transmisiones y entender mejor lo que pretende.

Badark pondera la oferta, sorbiendo pausadamente su té hirviendo. Me sorprendo a mí misma rogando para que encuentre alguna razón para rechazarla. Pero mis súplicas son en vano.

Da —asiente al fin.

—Yo también voy —me apresuro a añadir.

—No, vnuchka —niega Badark, con un gesto pesaroso—. Tú eres portadora de mensaje. Master dice, mensaje muy importante. Master dice, vnuchka no puede arriesgarse. Badark dice, tú segura en Agar.

—Tiene razón, Vega —dice Andrei—. Para que el sacrificio de Mihail valga de algo, es necesario que el chip salga de Rusia. No podemos permitirnos el lujo de que corras ningún riesgo.

—Ni tú tampoco —respondo, cogiéndole de las manos—. Sabes muy bien lo que te ocurriría si Mossenko te captura.

—No me capturará, descuida —sentencia Andrei, con una sonrisa confiada—. Seré prudente.

—¿Prudente? —respondo, intentando sonreír a mi vez—. Sería la primera vez.

—Gran czar sabak cuidará de vnuk —afirma Badark.

—No te preocupes, lyubimaya. Con Alyosha a mi lado no tengo nada que temer. En cuanto a ti, tendrás que esmerarte para educar a tu cachorro malcriado. Espero que a mi vuelta le hayas enseñado a comportarse.

Asiento, mordiéndome los labios para no abrir la boca. Sé que Andrei no tiene otro remedio que actuar como su sentido del deber le dicta.

«Es lo que hay», me digo a mí misma.

Spartana
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