5

Me cuesta unos minutos orientarme entre los grupos de gente que charlan animadamente después del discurso de bienvenida. Un ejército de camareros circula entre los corrillos, ofreciendo champán, vodka, caviar y un surtido de canapés a los invitados. Cuando por fin localizo a mi grupo, encuentro a Yago de un humor pésimo.

—¿Dónde te habías metido? —me espeta, sin ceremonia alguna.

—A cubierto —contesto, señalando el laberinto de biombos, con un vago movimiento de la mano.

—¿Has oído el discurso del general? —insiste Yago.

—No he prestado mucha atención, la verdad.

—¡Hubiera sido demasiado pedir! —exclama él—. Vega Stark siempre en su mundo, ¿verdad?

—¿Qué ha dicho para hacerte enfadar tanto? —pregunto, encajando el exabrupto sin pestañear.

—No tengo ganas de repetirlo —bufa Yago—. Ya he tenido bastante con escucharlo.

—Ha sido humillante —interviene Dani. Me fijo en la ternura con que enrosca su brazo en torno a los hombros de Eva.

—Tampoco es para tanto —tercia ella—. Es el rollo habitual de los ruskis, menospreciar a todo el mundo. La altivez es la marca de la casa.

—Estoy harto de que me traten como un bufón. —La voz de Yago es amenazadora como el gruñido de un pastor alemán—. Te aseguro que se van a arrepentir.

—Tranquilo, campeón —dice Eva—. Queda mucha competición por delante.

—¿Por qué no vamos a dar una vuelta? —propongo.

—¿Ahora sí quieres tratarte con los demás? —pregunta Yago. La sorna en su voz es menos dolorosa que la expresión airada de su rostro.

—Nos vendría bien un poco de aire fresco —ofrezco, tragándome el desplante, a sabiendas de que Yago se está ahogando en su propia bilis.

—¿Adónde quieres ir? —masculla—. ¿Ya se te han olvidado las instrucciones de nuestros huéspedes? ¿No te acuerdas del sabueso que llevas en la muñeca? En cuanto te alejes más de un par de kilómetros del hotel empezará a pitar para devolverte al redil.

—Pero la plaza Roja está aquí al lado —insisto—. Al menos podremos decir que la hemos visitado.

—A lo mejor a ti te sobra tiempo para paseos —se empecina Yago, esquivando mi mirada—. Yo tengo trabajo.

—Que te cunda entonces —respondo, dándome la vuelta y echando a andar a toda velocidad hacia la calle. Extrañamente, la rabia de Yago y sus tres negativas a aceptar un armisticio me han liberado de su frustración y de la mía.

—¡Vega, espera! —grita Eva—. Dani y yo te acompañamos.

Hago un gesto negativo, levantando el brazo por encima del hombro, sin volver la cabeza y acelero el paso. Lo último que le hace falta a Eva es seguir haciéndome de niñera.

En cinco minutos estoy en la plaza Roja, deambulando de monumento en monumento. Recorro la fachada del Kremlin, me entretengo un rato contemplando las caprichosas formas multicolores de la catedral de San Basilio, recordando a mi abuelo refiriéndome cómo el mismísimo Stalin había sido incapaz de demolerla. «Los comunistas afirmaban que la religión es el opio de los pueblos, hija —susurra Diego, con una sonrisa socarrona en mi cabeza—. Pero en Rusia, esos mismos comunistas se santiguaban con tres dedos cuando nadie les veía, por si acaso». Está empezando a oscurecer y cuando los microhalógenos se encienden, se diría que la catedral entera se convierte en una gran casa encantada, hecha de caramelo, como la morada de la bruja en el viejo cuento de Hansel y Gretel.

La temperatura es perfecta, la gente que pasea a mi alrededor tiene el aspecto próspero y satisfecho de los VIP de Eurosur. Me imagino que los VIP de todo el mundo son muy semejantes. Me doy cuenta de que no es solo la catedral la que parece un postre de azúcar o un juguete, toda la plaza Roja se me antoja una colosal casa de muñecas, reluciendo en el crepúsculo como las perlas del collar de una zarina.

En Alcalá o en Sol, en este mismo momento, los turistas y los VIP comparten el espacio con gente corriente; la elegancia de las tiendas chic y los monumentos con sus fachadas relucientes, aumentadas por la realidad virtual, tienen que convivir con los bochinches ilegales donde se venden empanadillas y buñuelos; un enjambre de mercaderes ambulantes trata de colocar alguna chuchería a las familias adineradas de visita por la ciudad; grupitos de metálicos y otras tribus urbanas deambulan nómadas por las grandes avenidas, continuamente hostigados por los paramil… No hay nada de todo eso aquí. Ni un tenderete, ni un vendedor ambulante, ni un artista callejero emulando una estatua, haciendo malabarismos con pelotas o caminando por una cuerda floja. Anonadada, comprendo que este es el futuro inminente en Madrid, una vez que entre en vigor la Ley de Sectores.

Escudriño a los transeúntes, buscando una sola persona de aire humilde. No encuentro ninguna. Una familia pasa a mi lado; es un matrimonio joven con dos criaturas de ocho o nueve años. Ella me sonríe brevemente al cruzarse conmigo, pero los ojos de su marido me atraviesan sin mirarme. Se me ocurre que esa indiferencia no es casual, sino una consigna bien establecida, que convierte en invisibles a los extranjeros. Uno de los muchachos, rubio trigueño como su madre y con el rostro lleno de pecas, me señala con el brazo. El padre le dedica una mirada severa y la madre tira de él, mientras me dedica una última sonrisa, como disculpándose, apretando el paso.

Empiezo a sentir hambre y algo que no sé si es cansancio o simple desánimo. Decido buscar una taberna donde tomar algo. No quiero volver a cenar al hotel, pero sé que no puedo alejarme mucho más sin que salte la alarma de mi tableta. Por un instante, le doy vueltas a la posibilidad de deshacerme de ella, dejarla disimulada en alguna esquina discreta y perderme por Moscú, siento la necesidad casi física de hacerlo, como si internarme en la ciudad desconocida me permitiera darle esquinazo a mis problemas. Pero enseguida se me ocurre que la tableta estará programada para reconocer mi electrocardiograma —todos los modelos caros en Eurosur lo están con el fin de evitar robos—, aquí la misma técnica sirve para tenernos controlados en todo momento.

—El dragón querría conocer los pensamientos de la princesa —suena una voz grave y musical, a mi espalda.

—No soy una princesa —respondo, sin darme la vuelta, incapaz de explicarme cómo ha podido materializarse detrás de mí sin que me diera cuenta, intentando convencer a mi corazón para que se tranquilice, antes de que la tableta registre algo raro en mi electro y me delate.

—Llevas una marca que dice lo contrario.

—Los rusos tenéis un sentido del humor muy peculiar —respondo, esforzándome por mantener la vista fija en el enorme edificio del Kremlin.

—Los rusos no tenemos sentido del humor —responde él—. No estaba bromeando. De niño, mi hermana solía contarme historias para entretenerme cuando nos quedábamos solos en la Academia, durante las vacaciones. Las que más me gustaban eran las aventuras de la reina de Thule, en cuyo rostro se dibujaban cinco estrellas. Cuando hoy las he visto en el tuyo, no daba crédito a mis ojos.

—¿Por eso me has abordado en la recepción?

—Y por eso te he seguido hasta aquí. Hace años que perdí a mi dama. No podía permitir que desaparecieras tú también.

—Lo haría si pudiera —respondo, sin pensar en lo que digo—. Pero no tengo adónde ir.

—¿Qué tal ir a cenar, por ejemplo?

—¿Al hotel? ¡Ni hablar! —exclamo, girándome al fin hacia él—. Ya he tenido bastante farsa.

—¿Quién habla del hotel? —contesta Andrei—. Moscú está lleno de restaurantes.

—No me cabe duda —digo, señalándole mi tableta—. Pero este cancerbero empezará a chillar en cuánto me aleje un poco más del redil.

—Puede arreglarse —sonríe él.

Respiro hondo, tratando de tranquilizarme y poner orden en mi alocada cabeza, pero soy incapaz de pensar, no mientras siento el brazo de Andrei rozando el mío, no mientras aspiro el extraño aroma a almizcle que desprende, no mientras me pregunto si el índigo de sus ojos expresa alegría o tristeza, o las dos cosas, quizás así es como me siento yo en este momento, con ganas de reír y de echarme a llorar, de salir corriendo y de derrumbarme en el suelo, feliz y a la vez desolada.

—¿Me permites? —dice, tomándome delicadamente de la muñeca y desabrochando la tableta. El contacto de su mano me produce un escalofrío que a duras penas consigo disimular. Me pregunto qué se ha hecho de mis fríos genes rusos.

Andrei examina el cacharro durante unos segundos, con aire experto. Luego activa su propio aparato, un microcubo similar al de Xavier de Asís y materializa un teclado virtual.

—Dame un par de minutos —murmura, mientras sus larguísimos dedos se mueven velozmente sobre la telaraña que emana de su dispositivo.

Sé que todo esto es un sinsentido. Tengo una misión crucial que cumplir entregando el biochip que llevo en mi pulgar a quienquiera que sea el agente NDA, debería estar preparándome para la competición, sin llamar la atención sobre mi persona. La idea de trampear mi tableta es tan disparatada como la de aceptar la invitación a cenar del más peligroso dragón de la Siberiana. Lo razonable sería poner pies en polvorosa.

Pero nunca he sido muy razonable.

—Ya está —asegura Andrei, tendiéndome el dispositivo—. Podemos ir adonde quieras.

—Antes tendrás que explicarte —exijo.

—He reprogramado a tu tableta —contesta él—. Desde su punto de vista, vas a seguir paseando por la plaza Roja una hora más y luego regresarás al hotel.

—¿Adquiriste esas habilidades en la Academia Spartana? —pregunto, asombrada.

—Las aprendí de mi amigo Mihail. —La mirada de Andrei se nubla cuando menciona el nombre—. Es una larga historia.

—Y dolorosa también, por lo que veo.

—¿Enseñan a leer el pensamiento en las palestras de Eurosur?

—Enseñan a fijarse en las reacciones del contrincante.

—¿Eso es todo lo que somos entonces?

—¿Qué otra cosa, si no?

—Podríamos ser amigos. —El tono de Andrei es casual, pero la tristeza no se ha despejado de sus ojos.

—En mi tierra, la amistad no se ofrece a la ligera, Andrei Koutnesov. —Intento que mi voz suene firme, segura de sí misma, pero no consigo evitar que se contagie del temblor que apenas consigo controlar en mis rodillas.

—En la mía tampoco, Vega Stark.

Spartana
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