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Todavía está inconsciente, pero la palidez casi cadavérica que helaba sus facciones ha desaparecido, los rasgos se han relajado, su rostro está sereno y en paz.

—La operación ha sido un éxito —me explica Wolfe—. Los cirujanos han conseguido reducir completamente el hematoma y la zona lesionada parece muy pequeña. Todo indica que se pondrá bien.

—¿Cuándo despertará?

—Parece que la intención del equipo médico es mantenerlo sedado algunos días más. Aparentemente, el cerebro se recupera más rápido si continúa dormido. Pero lo importante es que los doctores que le despertaron después de la operación comprobaron que responde a todos los estímulos, puede hablar y razona a la perfección.

—¿Por qué no me han avisado? —me desespero—. ¡Debería haber estado a su lado!

—No era prudente. Nunca se sabe cómo va a reaccionar un paciente que sale del coma.

—¿Ha preguntado por mí? ¿Le han explicado dónde estamos?

—Aparentemente estaba un poco apático —reconoce Wolfe—. Posiblemente se sentía confundido y se refugió en un cierto mutismo. Es normal, no te preocupes.

—¿Cómo no voy a preocuparme, profesor? Andrei no quería marcharse de Siberia, le obligué a hacerlo, le hirieron por mi culpa. Quizás no me ha perdonado por ello. En otro caso me habría llamado. Yo…

—Vega, entiendo cómo te sientes —dice Wolfe, apretándome cariñosamente el hombro—. Pero tienes que ser paciente. Déjale recuperarse ahora. Ya tendréis tiempo de explicaros más tarde.

—Supongo que no hay otra alternativa —murmuro, frustrada.

—Todo irá bien —afirma el profesor.

—Eso espero —respondo, esforzándome por controlar el desaliento que me invade.

—Entretanto, tenemos trabajo que hacer —continúa él, cambiando el suave paternalismo de su voz al timbre resuelto y firme de un hombre de estado—. Mañana empieza la conferencia mundial de paz que se celebra anualmente en Alberta. Es una ocasión muy importante para nosotros. Recuerda que la existencia de esta ciudad y su estatuto especial en la Antártida depende del beneplácito de las grandes potencias, que a su vez depende de convencerlas, cada día, de que ganan más que pierden tolerándonos.

—Si hay algo en lo que pueda serle útil, solo tiene que decírmelo.

—Lo hay, de hecho. Todos los años, durante la conferencia, se otorga un galardón especial entre los nuevos ciudadanos de Alberta. Quiero que seas tú quien lo reciba en esta ocasión. Tu actuación en la Siberiana te ha convertido en un símbolo viviente del coraje y la honestidad. Celebrando públicamente tu ciudadanía, Alberta hace suya tu causa, reforzando nuestra reputación como baluarte de la libertad.

—¿Y qué hay de los ruskis? Acaba de decirme que necesita el apoyo de las grandes potencias. ¿Cómo se tomará el presidente Ivanchenko que premie a una fugitiva?

—¿Fugitiva? —Finge sorprenderse Wolfe, alzando al unísono sus pobladas cejas—. ¿De dónde te has sacado una idea tan peregrina?

—Escapamos de Siberia con vida de milagro, lo sabe perfectamente.

—Cierto. Lo sé yo, lo sabes tú, lo sabe el general Mossenko. Pero no está escrito en ningún sitio, no se ha contado en ningún noticiario, ningún charlatán ha levantado esa liebre. Al contrario, la Madre Rusia te adora. Déjame que te muestre algo.

Wolfe pasa un dedo por su microcubo, que al instante empieza a proyectar un tube, emitido por el informativo estatal ruski. Las imágenes son a la vez familiares y extrañas. Me reconozco tomando el atajo sobre el acantilado de Santorini para ganar la maratón de la Ateniense, pero tengo la sensación de que el vericueto pedregoso por el que me lanzo es harto más estrecho de lo que recordaba, las trepadas más arriesgadas, el salto final, volando sobre el precipicio, se me antoja una proeza que no tengo memoria de haber realizado. El resto de las secuencias repiten el mismo patrón. Me cuesta identificarme con la amazona que se desembaraza tranquilamente del furibundo ataque de la Montaña o franquea con soltura los obstáculos del peñasco de Zhima, pisándole los talones a Maya. Aún más engañosas son las tomas de las Termópilas, escogidas para realzar un valor del que carecía por completo. El tube consigue, insidiosamente, perfilar a una heroína que no tiene nada que ver conmigo.

—El único problema de la Siberiana, desde el punto de vista de la máquina de propaganda de Ivanchenko, es lo predecible que resulta —dice Wolfe—. Este año, tu presencia les ha proporcionado una inesperado aliciente.

—Quiere decir, una perdedora.

—Una perdedora casi tan olímpica como su propia campeona, pero asimismo profundamente humana, una perdedora con cuyos sentimientos es imposible no simpatizar. El contraste perfecto a la divina, pero remota, Maya Koutnesova.

—¿Por qué no otorgarle la ciudadanía de Alberta a ella entonces? —pregunto, sin ocultar mi resentimiento.

—No sería lo mismo. Analiza la situación con la lógica del presidente ruso, o debería decir el zar, como se le conoce en sus círculos más íntimos. Que Alberta ofreciera la ciudadanía a la victoriosa comandante, se interpretaría como un acto de insolencia. Que acojamos a la segunda clasificada, bajo esa misma lógica, se leerá como un acto de sumisión.

—¿Y qué hay de Andrei?

—Ivanchenko ha tolerado que lo saquemos de Rusia con tal de quitárselo de encima —suspira Wolfe—. A cambio, no nos queda otro remedio que ser discretos.

—Así que esa es la idea —jadeo, frustrada—. Mostrar sumisión al zar.

—En parte. Pero hay otras lecturas, otras implicaciones.

—Perdóneme, pero no soy capaz de verlas.

—Ni tampoco es necesario. Limítate a confiar en mí.

—¿Por qué habría de hacerlo? —estallo—. ¿Cómo sé que no me sigue manipulando, igual que hasta ahora?

—¿Cuál fue la peor injusticia que viste en Rusia, Vega? —pregunta Wolfe, de improviso.

—Un subterráneo donde penan niños inocentes —contesto sin vacilar.

—Yo pensaba en esos niños cuando decidí aceptar el plan de Xavier para que jugaras la Siberiana. Gracias al chip que nos has traído de Rusia, ellos y millones de personas más tendrán una oportunidad de ser libres. Considéralo, e intenta perdonarme.

Spartana
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