5
El despacho de Wolfe es una habitación circular, iluminada por grandes vidrieras. El suelo es de parqué, la madera es vieja y noble, impecablemente pulida. Las paredes están cubiertas por estanterías repletas de libros duros, encuadernados en cuero de diferentes colores, como los que abundan en la biblioteca de mi abuelo. Hay mesas, aparadores, y encimeras desparramadas por la estancia, encima de las cuales se superponen objetos variopintos. En una de ellas yace una enorme enciclopedia abierta, mostrando un detallado mapa de la Antártida. En otra hay un microscopio, un sextante y una colección de brújulas, todas apuntando al norte. En el centro de la pieza, un sofá y dos butacas rodean una mesa baja y ancha, hecha de madera labrada; las litografías representan peces que nadan bajo la superficie lisa de la mesa, la ilusión 3D está muy conseguida, a pesar de que se trata de simples grabados, no parece que haya hologramas ni realidad virtual en el santuario del gran hombre.
En persona, Wolfe es mucho más imponente que en los tubes. Su rostro enjuto podría ser muy bien el de uno de los profetas de la sobada Biblia que mi abuelo siempre tenía a mano. Parte del efecto, imagino, es la larga cabellera de color nieve y la barba, rala y puntiaguda que refuerza su aspecto de eremita. Reparo en las delgadas venas azules que corren por sus pómulos, en el mentón altivo y en los ojos afiebrados, que me recuerdan a los de Xavier. Viste pantalones y camisa de color blanco, a juego con su cabello, con su barba y con la nieve que cubre todo el continente. Cuando me ve llegar salta de su butaca, con una agilidad inesperada para alguien de su edad y camina con paso vivo a mi encuentro.
—¡Bienvenida, Vega! ¡Bienvenida a Alberta! —exclama, antes de besarme en ambas mejillas.
Me coge de las manos y tira de mí hacia las butacas. Al otro lado de las vidrieras se extiende un inmenso mar helado.
—El mar de Ross —explica Wolfe—. Una placa tan grande como toda la península ibérica de la que vienes, con un espesor de cientos de metros de hielo, de los cuales alrededor de treinta asoman por encima de la superficie. Imagínate lo que sentiría el comandante Ross y su tripulación cuando se tropezaron, hace doscientos años, con ella. ¿Sabes lo que dijo el buen hombre? «Tenemos las mismas posibilidades de navegar a través de esta pared que a través de un acantilado». Y sin embargo, él y los que vinieron detrás se atrevieron a explorar la Antártida, sin otro equipo que unos barcos de madera e impermeables de hule.
—Me pregunto qué les motivaba —especulo—. ¿El ansia de gloria?
—Quizás la curiosidad les motivaba más aún, ¿no te parece? ¿Contenta de estar aquí?
—Hace seis meses hubiera dado cualquier cosa por venir —contesto, sin tapujos—. Ahora no estoy muy segura de que este sea el lugar apropiado para mí.
—Claro que lo es, muchacha —afirma él, vehemente—. Este es tu nuevo hogar.
Me dejo caer en uno de los sofás. Wolfe se sienta a mi lado y saca un estuche lacado de su bolsillo. Cuando lo abre, compruebo que contiene tres pequeñas esferas doradas. Las coge con parsimonia y empieza a hacerlas girar con los dedos de su mano derecha. Me quedo hipnotizada, contemplando las filigranas que las esferas trazan. Reparo, al cabo de unos segundos, en que estoy conteniendo la respiración, tensa, aguardando a que se rompa el imposible equilibrio en el pequeño sistema planetario que gira cada vez más rápido entre sus dedos. Pero las bolas no se caen.
Equilibrio inestable. La especialidad del gran hombre.
Suspiro, agotada, y me reclino en el mullido sofá, mientras las esferas continúan sus evoluciones. Mi cabeza es un torbellino, mi alma un páramo desolado, pero mi cuerpo parece querer desentenderse de mis sentimientos, todo lo que le preocupa es la comodidad de la butaca, la agradable temperatura del cuarto, el hipnótico zumbido de las bolas de oro que giran y giran y giran en la mano de Robert Wolfe.
¡Me estoy durmiendo! Los párpados se me cierran, no consigo mantenerlos abiertos a pesar de mis esfuerzos, tengo la sensación de que todo el sufrimiento de los últimos meses me ha provocado un cortocircuito general y mi conciencia, incapaz de seguir asimilando más tribulaciones ha decidido apagarse.
—Profesor. —Distingo a duras penas el rostro de la secretaria de Wolfe, materializándose en la 3D—. El rector de la Universidad de Harvard le está esperando para almorzar juntos.
—Cancela la cita —responde él. Su voz me llega desde algún sitio muy lejano—. Es más, cancela el resto de las citas de hoy.
—Pero su agenda…
—Ya la pondremos al día. Dile a todo el mundo que me ha surgido una obligación ineludible.
El rostro de la secretaria desaparece del cubo. Me ordeno a mí misma incorporarme de mi asiento, pero mis miembros no me responden. Consigo abrir los ojos una vez más, a tiempo de ver cómo Wolfe se acerca a la butaca, aprieta un resorte, inclina hacia atrás el asiento, me coloca una almohada bajo la cabeza y me tapa con una manta ligera de fibra térmica.
—Descansa, hija —murmura, acariciándome levemente el cabello—. Yo velaré tu sueño.