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Comparado con los elegantes hoteles y cafeterías del centro de Moscú, el local no es sino otra chabola más, pero el aroma que se escapa de su interior haría palidecer de envidia a cualquier restaurante VIP.

—¿Huele bien, verdad? —pregunta, Andrei, con aire satisfecho.

—Estoy a punto de desmayarme de hambre —contesto.

Antes de entrar, reparo en el cartel que cuelga de la puerta de la taberna. Bednota, gente pobre.

En el interior apenas hay sitio para ocho o diez mesas, bastante apretujadas. Pero todo lo que tiene el sitio de pequeño, lo tiene de acogedor. Un cuadro, junto a la entrada, muestra a tres hombres barbudos con aspecto de campesinos de hace dos siglos, sentados en torno a una sencilla mesa de madera, nada diferente a las que nos rodean. Los tres están enfundados en chaquetones de guata, de color oscuro. Uno de ellos está leyendo, los otros dos sorben ceremoniosamente de unos cuencos anchos y poco hondos. Parecen de un humor estupendo, satisfechos, relajados, disfrutando del momento de serenidad que les otorga la pausa compartida. Se me ocurre que quizás no sean campesinos, sino intelectuales o artistas, quizás, me digo a mí misma, esa era la intención del pintor, establecer un paralelismo entre unos y otros.

El tabernero se apresura a buscarnos una mesa esquinera, donde gozamos de cierta intimidad. Es un hombre fuerte, con la cara sonrojada y cubierta por una barba tan rebelde como su cabello, que me recuerda a Gaby Rasskins. No deja de hablar entre dientes mientras nos acomoda, no entiendo una sola palabra de lo que dice y me da la impresión de que Andrei tampoco. Sin dejar de charlar, nos pone delante una tetera, dos cuencos, una gran rosca de pan y tres pequeños platos, con huevos cocidos, pepinos frescos y empanadillas. Nos apresuramos ambos a hincarle el diente a las viandas. A medida que comemos, el tabernero va añadiendo más platos. Carne fría, blinis de caviar, cuencos con kéfir.

—¿Qué te parece el sitio? —pregunta Andrei.

—Formidable —contesto, con la boca llena—. No lo cambiaría por ningún restaurante VIP del mundo.

—Eso mismo dijo Maya cuando lo descubrimos —asiente él—. Creo que el dueño del local se acuerda de la visita, por lo que he conseguido entenderle. Aunque me da la sensación de que no se ha dado cuenta de que la chica es diferente. La verdad es que Maya y tú os parecéis mucho.

—¡No digas tonterías! —protesto—. He visto los tubes de tu hermana. ¡No nos parecemos en nada!

—Los tubes mienten a menudo —responde Andrei, impasible.

—Es cierto. Sobre todo los tubes de la Spartana. La mitad de lo que muestran son efectos especiales.

—Los efectos especiales no servirían de nada sin los atletas.

—Los atletas son simples gladiadores cuyo único cometido es entretener a la gente para que no piense.

—¿Eso es todo?

—Mira ese cuadro, Andrei —digo, señalando al lienzo de los tres campesinos—. Uno de ellos está leyendo, los otros conversan. ¿De qué dirías tú que están hablando? Yo creo que hablan de la sociedad que les rodea, de sus problemas, de cómo solucionarlos. Esos tres hombres son pobres, pero no ignorantes.

»La Spartana sirve para que el tema de conversación no sean las injusticias sociales, ni la desigualdad económica, ni la corrupción política, sino qué equipo es más fuerte, qué hoplita pega más duro, qué amazona es más diestra con el arco, qué jauría es más feroz. La Spartana no solo sirve para mantener ignorante a la gente pobre, también es útil para embrutecerla. Peor aún, para degradarla moralmente. El corazón del espectáculo son las Termópilas, que no es otra cosa que una masacre cruel y despiadada. —Estoy jadeando, agitada, noto las mejillas encendidas y febriles. Sé que debería callarme, pero no puedo. Tengo demasiada rabia dentro—. El honor, que tanto os obsesiona a los rusos —continúo, envalentonada—. ¿Qué tiene de honorífico destrozar a un rival en el ring o aniquilar a un puñado de perros?

—En la Academia nos enseñan que la Siberiana es un desafío personal, no una confrontación —responde Andrei, con calma—. Nos preparamos para dar lo mejor de nosotros mismos en cada una de las tres pruebas. La victoria es el resultado de nuestro esfuerzo, no de la debilidad de nuestros oponentes. No competimos por dinero, ni por alcanzar la celebridad. La celebridad solo dura un año en nuestro caso. Pero la gloria del vencedor dura para siempre, le acompaña el resto de su vida.

—¿Y si no vences? ¿Y si todo ese sacrificio del que hablas es en vano? ¿Cómo te tomarías la derrota, Andrei Koutnesov? ¿Has sopesado siquiera esa posibilidad?

—No —admite él—. La verdad es que no lo he hecho.

—¿Dónde está la gloria entonces? ¿Dónde está el honor si tu enemigo no tiene posibilidad alguna contra ti?

Andrei me mira largamente y toda mi furia parece desvanecerse contra su mirada.

—No somos enemigos, Vega Stark —dice al fin, extendiendo su mano sobre la mesa hasta rozar la mía.

—Lo seremos pronto —contesto, toda mi rabia trocada en tristeza.

Spartana
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