2

Hay algo extraño en Andrei. Lo noto desde que sube al cuadrilátero, se quita la sudadera, saluda al público y deja que el árbitro levante su mano derecha, presentándolo. Yago, a su lado, es un volcán de ansiedad y rabia reconcentradas, pero él está ausente, sus ojos esquivan al rival y vagan por las hileras de espectadores, como buscando algo, o a alguien.

Suena la campana y Yago se precipita hacia él. Andrei no le hace el más mínimo caso. Ni siquiera se molesta en subir la guardia, sus largos brazos cuelgan a lo largo del tronco, su mirada sigue más pendiente de las gradas que de su adversario.

—¿Pero de qué va este tío? —gruñe Dani, sentado a mi lado.

Yago le tira un directo y Andrei lo esquiva, moviendo apenas la cabeza. Sigue un loki al muslo que Andrei bloquea con la espinilla, Yago amaga una patada lateral, se encoge, sube desde abajo con un rapidísimo gancho que solo encuentra aire.

—¡La guardia, campeón! —grita Carmona, desde la esquina del cuadrilátero—. Sube la guardia.

Pero es demasiado tarde, Yago ha dejado caer ligeramente el puño izquierdo y Andrei cuela un directo por el hueco. Un solo golpe, que envía a Yago al otro lado del ring. Mi socio está a punto de caer en la lona, pero consigue recomponerse. Me consta que si todavía está en pie es porque Andrei se ha contenido. Pero Yago no lo sabe y vuelve a la carga. Andrei le ignora, esquivando sus envites con total indiferencia, mientras barre las hileras de espectadores con la mirada.

Hasta que sus ojos me encuentran. Su mensaje no puede estar más claro.

—¡No! —grito, levantándome sin poder contenerme, sin pensar lo que estoy haciendo—. ¡No lo hagas!

—¡Pero qué te ocurre, chiquita! —La alarma en el rostro de Eva no tiene nada que ver con el combate. La pobre teme que la doble maratón y la muerte del pobre Kurt me hayan dejado trastornada—. Tranquilízate, anda.

Yago entretanto vuelve a la carga. Andrei finta, le esquiva una y otra vez, ocasionalmente detiene su ataque con golpes medidos para no lastimarle. Yago, frustrado, le embiste de frente, sin ninguna precaución.

—Se le ha ido la cabeza —dice Eva, apretándome la mano—. El ruski lo va a noquear.

Pero Andrei se limita a dejar que se le eche encima, y Yago conecta un tremendo directo al plexo solar, seguido de una tormenta de golpes que Andrei encaja estoicamente. Cuando suena la campana tiene la ceja rota, sangra por la nariz, su pómulo derecho muestra un hematoma violáceo, del tamaño de un huevo de paloma.

Yago corre hacia su esquina del cuadrilátero, dando saltos de felicidad. Me fijo en la expresión ceñuda de Carmona, comprendo que también él se barrunta el tongo. Mi socio, en cambio, está exultante de gozo, levanta los brazos como si ya hubiera ganado el combate.

Apenas suena la campana de nuevo, Yago embiste como un tornado. Andrei, a su vez, se transforma en un fantasma, etéreo, inasible, intocable. No devuelve un solo golpe, pero al final del asalto Yago está agotado y su ventaja a los puntos se ha desvanecido.

Tercer y último asalto. Yago vuelve a cargar con rabia, Andrei lo esquiva, le deja conectar algún golpe que devuelve puntualmente, siempre conteniéndose, se diría que calculando cada décima, para que el combate siga igualado a los puntos.

—¡Le está ofreciendo un empate! —exclama Eva, cayendo por fin en la cuenta—. ¿Por qué lo hace?

—Para compensar el gesto que tuvo Vega con Maya —asegura Dani.

Eva mira boquiabierta a su marido, me mira a mí, sus ojos chispean, me doy cuenta de que acaba de intuirlo todo.

—¿Vega, el ruski y tú…? —empieza.

Pero no tiene tiempo de seguir, suena el timbre que marca los últimos treinta segundos del combate. Yago carga en un último intento desesperado, jadeando, agotado, fuera de sí, ofreciendo un blanco perfecto que Andrei no aprovecha. Se limita a esquivarlo, Yago pierde el equilibrio al encontrar solo aire en su ataque desesperado y acaba en la lona. Su torpeza va a costarle el combate, acaba de perder al menos dos puntos. Ni siquiera puede levantarse de un salto, tan agotado está. Andrei se acerca y le tiende la mano. Yago responde derribándole con un barrido brutal a los pies en el preciso instante en que suena la campana.

Consigo a duras penas reprimir un grito de angustia. Andrei se incorpora ágilmente y, sin mirar a mi socio, se dirige a su esquina. Los drones zumban enloquecidos en torno al cuadrilátero. Yago se levanta a duras penas, se tambalea como si estuviera ebrio, pero alza los brazos, reclamando el combate que no merece haber ganado. Los árbitros deliberan, pero antes de que puedan anunciar el resultado, el rostro del general Mossenko aparece en los cubos que flotan por encima de las gradas.

—El combate se declara nulo —asevera impasible, como si saltarse todas las reglas de la Spartana fuera lo más natural del mundo.

Las protestas airadas de los comentaristas en los tubes anglos contrastan con el silencio absoluto que se ha hecho a mi alrededor, después de la declaración del general. Carmona se acerca a Yago, que sigue levantando los brazos y exigiendo la victoria y se lo lleva casi a rastras. Andrei se escurre del cuadrilátero y desaparece en la dirección de los vestuarios, con la cabeza cubierta por la capucha de su sudadera. Salgo corriendo, sin pensar en lo que hago, hacia la puerta que se lo ha tragado. No llego muy lejos antes de que dos guardias de seguridad me detengan.

—Solo miembros del equipo —me dice uno de ellos.

—¡Por favor! —suplico.

—Déjala pasar, Yuri —ordena la voz serena de Maya Koutnesova.

Me giro hacia ella. Nada en su rostro delata sus sentimientos. Los ojos son dos gemas de duro cobalto.

Spassibo, Maya —murmuro.

Ella se da la vuelta, haciéndole señas a los dos guardias para que la sigan. Cruzo el pasillo a la carrera y entro como un vendaval en el vestuario. Andrei está sentado en un banco, encogido sobre sí mismo, con la cabeza todavía cubierta.

—¡Andrei! —grito, corriendo hacia él.

Alza el rostro tumefacto hacia mí. Sus heridas me impresionan menos que las lágrimas que corren por sus mejillas. Lo siguiente que sé es que estoy en sus brazos, besándole desesperadamente.

—¿Por qué lo has hecho? —pregunto, cuando por fin consigo despegar mis labios de los suyos.

—Era lo correcto —dice él, encogiéndose de hombros—. Tú le regalaste la victoria a Maya.

—¡No es lo mismo! —protesto—. Maya merecía vencer. Es mejor que yo; lo único que hice fue negarme a aprovecharme de un accidente.

—Ese accidente era parte de la competición.

—Cualquiera puede distraerse un instante.

—No fue distracción. Fue soberbia. Y pudo costarle muy cara. Mi hermana recurrió a toda su influencia para volver a la Siberiana, forzando la voluntad del general Mossenko. Si hubiera perdido, habría arruinado su carrera.

—¿Y para compensar ese hecho tienes que arruinar la tuya? ¿Qué va a ocurrir ahora contigo? ¿Qué va a ser de nosotros?

Por toda respuesta, Andrei vuelve a besarme.

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