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Mi reloj marca las seis y media en el momento que cruzamos las puertas de la palestra y enfilamos el circuito. Los primeros kilómetros de la carrera son los más difíciles. El cuerpo todavía está frío, los músculos entumecidos, las articulaciones protestan, resentidas. El camino es una línea recta que atraviesa la estepa desolada que rodea Agua Amarga. El circuito que he escogido para hoy es fácil, tal como les he prometido a mis amigas. No más de quince kilómetros y una sola subida, no demasiado empinada. En una hora deberíamos estar de vuelta.
Como de costumbre, voy en cabeza, ligeramente adelantada del resto. Yago me pisa los talones, Ingrid le sigue, Fran y Dani van detrás, cierra Eva, rezongando por lo bajo. Los pastores alemanes corren a nuestro alrededor. Polifemo, Rómulo y Remo junto a mí, Simbad, Eneas y Ulises flanquean el grupo por la izquierda, Nerón, Cástor y Pólux por la derecha, Virgilio, Dante y Diomedes cierran la marcha, entre todos forman un cinturón protector alrededor de sus amos, aunque dudo que la palabra «amo» describa lo que ellos sienten. Creo que nos ven como parte de su jauría, como iguales.
Si supieran lo equivocados que están.
Al cabo de diez kilómetros alcanzamos un bosquecillo de hayas. Cada semana, Carmona y yo instalamos docenas de trampas diferentes en ese bosque. Soy la única que conoce su localización y mi parte de mi trabajo consiste en engatusar a mis compañeros para que caigan en ellas. Las trampas son simples, lazos de nilón que pueden atrapar un tobillo, minas camufladas entre los matorrales, que explotan con gran estruendo si se pisan, pistolas manejadas por drones fijos, que disparan perdigones de pintura, terraplenes disimulados, redes que pueden caer en cualquier momento sobre un corredor incauto. En las competiciones nos enfrentamos a problemas parecidos, los efectos especiales, amplificados por la realidad virtual, son mucho más vistosos para entretener al público que sigue a diario los tubes, pero la mecánica de las trampas es idéntica.
Hoy atravesamos el bosque cómodamente, el equipo está en muy buena forma después de todo el invierno entrenando duro. Yago aprieta un poco el paso y se pone a mi altura.
—¿Qué opinas, socia? —pregunta, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Vamos a triunfar en la Ateniense, sí o no?
Socios. El calificativo nos va bien a los dos. No somos novios, nunca me he decidido a dar ese paso, a pesar de que Yago es mi pareja en la Spartana y mi mejor amigo. Sin embargo, todo el mundo en la palestra, empezando por Carmona, da por supuesto que no tardaremos en serlo.
—Pero sin prisas —me aconseja—. Ya tendréis tiempo para amoríos.
—Lo que le pasa al viejo es que está celoso —opina Eva cuando sale el tema—. Le da rabia que su niña se haga mayor. Pero no te deberías andar con tantos remilgos, chiquita. El campeón no te va a esperar toda la vida.
—¿Y si me dan la beca que Laura me ha prometido, Vita? —Es mi respuesta habitual—. ¿Qué hará Yago entonces?
—Encontraréis alguna solución —asegura ella—. Pero para eso tienes que estar segura de lo que sientes.
Nunca sé qué contestarle a eso. Admiro a Yago, me encuentro bien a su lado, somos uña y carne en la competición, me gusta su carácter sencillo y noble, su físico poderoso, sus manos tan fuertes y tan tiernas, sus besos tan apasionados. Y sin embargo, sé lo que Eva siente por Dani y sé que a mis sentimientos les falta algo, ese algo que le quitaba a Eva el apetito y las ganas de vivir cuando su marido no estaba cerca, ese algo que la hacía flotar por encima de las nubes, incluso después de una maratón demoledora. Y a la vez que me doy cuenta de la diferencia, me parece imposible que yo pueda enamorarme de nadie que no sea él. Quizás, el problema no está en mi socio, sino en mí. Quizás, simplemente, soy demasiado fría, igual que soy demasiado alta y musculosa. Quizás el desapego viene programado, junto a la estatura y la fuerza, en los genes de los Stark.
—Si nos seleccionan, vamos a dar mucha guerra —asiento, decidida a no darle más vueltas al asunto, al menos por hoy.
—Nos seleccionarán —afirma él, tan seguro de sí mismo como siempre—. No hemos perdido una sola competición este año.
—Aunque fuera así, la Ateniense es un hueso duro de roer. El equipo heleno es muy fuerte y juega en casa.
—Bah. —Las pobladas cejas de Yago se alzan en un gesto altanero—. Si la Spartana sale zurda, no tienen nada que hacer. Vladikas es lento, le puedo ganar la maratón corriendo a la pata coja. Y Diana no te aguantaría un asalto.
—¿Pero y si sale diestra? Vladikas es una auténtica mole. Pesa veinte kilos más que tú y pelea muy sucio.
—Podré con él —asegura Yago—. Llevo todo el año estudiando sus tubes. El tipo solo sabe luchar en distancias cortas y no pienso permitir que se me acerque.
—Diana es una corredora fantástica —insisto, otorgándome a mí misma el rol de abogada del diablo, supongo que para compensar la arrogancia de mi socio—. Y la Ateniense se celebra en su terreno.
—Nadie te ha ganado nunca una maratón, socia. —La sonrisa de Yago muestra unos dientes grandes y muy blancos, que por alguna razón me hacen imaginarme a un atractivo caníbal—. Diana no va a ser la primera.
—Ya veremos —ofrezco, sin ganas de seguir especulando.
Lo cierto es que estoy dividida con la posibilidad de jugar la Ateniense. El premio en metálico es muy importante, quince mil rublos es más de lo que gano en un año en la palestra y el dinero le vendría muy bien a mis abuelos, cuando me marche el año que viene. Por otra parte, es la prueba más importante de Eurosur. Perder sería un desastre para nuestra reputación. Y ganar me pondría en una situación imposible. ¿Cómo convencer a Yago de que quiero abandonar justo después de la victoria?
—¡Ya veremos! —resopla él—. Es tu frase preferida.
—Socio, sabes muy bien que… —empiezo.
—¿Que quieres continuar con tus estudios? —Corta él—. ¡Muy bien! ¿Cuándo me has visto quejarme por ello?
Es cierto. Jamás se ha quejado, aunque me consta que no entiende por qué me empeño en quemarme las cejas para obtener un diploma que a él le parece inútil. Cada día, cuando termina el entrenamiento y nuestros compañeros pueden disfrutar de un rato juntos, a mí me quedan tres horas de Aula Virtual por delante y a veces otras tantas resolviendo problemas o preparando trabajos. Carmona me prohíbe estudiar más allá de medianoche, pero no siempre le hago caso y a menudo me duermo delante del cubo. No son pocas las mañanas que me despierto sin saber cómo he llegado a la cama.
—¿Por qué no puedes seguir con el Aula Virtual y las tutorías, igual que hasta ahora? —insiste él—. ¿Por qué tienes que irte fuera de Eurosur? La Mediterránea es una universidad de postín. ¿Por qué no es lo bastante buena para ti?
—Es complicado, Yago —murmuro.
En realidad, no lo es. No se trata solo del título, Yago tiene razón, la Mediterránea podría darme un grado en ingeniería o en ciencias que me permitiera encontrar un buen trabajo cuando me retire de la competición. Pero si no me marcho de Eurosur, mi vida seguirá girando, irremediablemente, en torno a la Spartana. Carmona ha sido el primero en sugerir que un título de ingeniero agrónomo vendría muy bien para el futuro de la palestra. Y Laura me ha dejado muy claro lo que eso implica.
—Siempre me arrepentí de no haberme marchado, Vega —me decía en una de nuestras últimas entrevistas—. La vida en Eurosur es cada día más asfixiante. Mucho me temo que Madrid acabará por convertirse en un infierno, incluso para los privilegiados como yo. Te mereces un futuro mejor.
—Yo no veo la complicación por ninguna parte —responde Yago, que parece haber adivinado mis pensamientos—. Las cosas podrían ser muy sencillas si tu tutora no te hubiera llenado la cabeza de mandangas.
—No la tomes con Laura. Ella no tiene la culpa de nada.
—Tu tutora es una VIP —jadea Yago—. Los VIP pueden permitirse muchos lujos, para eso tienen la plata. Los demás tenemos que poner los pies en el suelo. ¿Sabes cuántos rublos le costará al viejo pagarte los estudios fuera de Eurosur?
—¿Quién ha dicho que los vaya a pagar él? —respondo, sorprendida y furiosa por el hecho de que Yago de por supuesto que mi educación universitaria va a correr a cargo de Carmona—. Las universidades anglas conceden algunas becas. Laura está segura de que puedo conseguir una.
—¿Y qué pasa si no te la dan? —Yago se da cuenta de que ha encontrado una brecha por donde atacar mis elaborados planes y no duda en cargar contra ella—. Yo te lo diré. El viejo sacará la chequera, aunque le cueste arruinarse. Para eso eres la niña de sus ojos.
—Ya te he dicho que no pienso… —empiezo.
—Déjame decirte lo que pienso yo —corta él—. Pienso que lo mínimo que puedes hacer por él es ganar la Ateniense. Por él, por mí y por el resto de tu gente. Así que déjate de «ya veremos» conmigo.