5
La alambrada se cierra tras de mí. Empiezo a trotar, pero aún no he recorrido quinientos metros cuando el estruendo de explosiones a mi espalda me hace detenerme y darme la vuelta. Una lluvia de cohetes está cayendo sobre el búnker. ¡El contraataque ruso! Tengo que seguir, sé que el tiempo se agota, pero mis piernas se niegan a seguir moviéndose. Siento como si hubiera inhalado un veneno letal que las paraliza, acelerando al mismo tiempo mi corazón hasta la taquicardia. El ataque enemigo llega demasiado pronto, comprendo con claridad meridiana que Andrei está atrapado en el búnker, sin escapatoria posible.
A no ser que huya conmigo.
—¡Vega, apresúrate! ¡Los drones ya están aquí!
La voz de Andrei amplificada por potentes altavoces me llega, imperiosa y angustiada, pero también remota. Sé que debo obedecerle y ponerme a salvo. Mi ezhen me golpea el costado con su hocico, atrapa mi muñeca entre sus fauces y tira de ella, tratando de que me ponga en marcha. Pero no estoy dispuesta a huir. No sin él. Me levanto de un salto y corro de vuelta hacia la alambrada.
Kurt se arroja sobre mí y me derriba, haciéndome rodar por el suelo pedregoso.
Una pared de polvo y guijarros pulverizados parece alzarse de la tierra reseca, a la vez que un estruendo ensordecedor retumba en mis oídos. Hemos esquivado la ráfaga del drone ruso por escasos centímetros. Oigo el zumbido de sus motores, mientras pasa por encima de nuestras cabezas. Dentro de un instante lo tendremos de nuevo encima.
No tenemos escapatoria. El drone gira sobre sí mismo y pica hacia nosotros. Descuelgo mi arco, tenso una flecha, apunto, a sabiendas de lo absurdo de mi acción. Todo el estupor de hace un segundo me ha abandonado. Supongo que nada despeja más a una persona que la certeza de que está a punto de morir.
Suelto la flecha. El aparato explota en pleno aire.
—¡Al bosque, Vega! —Resuena la voz de Andrei—. Vienen más drones. Yo te cubro.
Tres de nuestros camiones blindados se dirigen hacia mí a toda velocidad, el cañón de la torreta del que va en cabeza, todavía humeante. Tras ellos corren Andrei y Alyosha.
¡Andrei! La armadura de trenza de carbono que le protege, el casco de control cubriendo su cabeza y el lanzacohetes que empuña le asemejan a un titán, mitad máquina, mitad semidiós. La felicidad que siento al verlo es tan intensa que me olvido del peligro en el que nos encontramos, como si el mero hecho de estar juntos nos hiciera indestructibles.
Pero la ilusión solo dura un instante. Dos drones más aparecen en el horizonte. Los blindados se detienen, sus torretas se alzan hacia los aparatos que se aproximan y comienzan a disparar. Uno de los aviones entra en barrena y se estrella, el otro esquiva las ráfagas de ametralladora y pica hacia nosotros, hasta que un misil le alcanza de lleno.
Unos segundos más tarde, Andrei está a mi lado. El casco enmascara sus facciones, pero su voz expresa toda la desesperación que siente.
—¿Quieres suicidarte? —grita exasperado.
—No —respondo, asombrándome de lo firme que suena mi voz—. Ni quiero que lo hagas tú tampoco.
Más drones, toda una escuadrilla, perfilándose en el horizonte. Ruido de explosiones al otro lado de la alambrada.
—Los soldados de Mossenko ya están aquí —masculla Andrei—. Tienes que llegar al bosque antes de que sea demasiado tarde.
—No me iré sin ti —le aseguro.
Andrei crispa los puños, sus labios se contraen en una mueca furiosa.
—Vamos —jadea por fin, tirando de mi brazo—. Tenemos el tiempo justo.
Echamos a correr a toda velocidad, mientras a nuestra espalda los blindados se enfrentan a los drones.
Medio kilómetro. Un minuto y medio para cubrirlo. Toda una eternidad. Estruendo de explosiones, tableteo de ametralladoras. No volver la vista atrás, no pensar en otra cosa que en alcanzar el bosque protector.
—¡Sigue la línea que te marque Kurt! —ordena Andrei.
La orden llega en el momento exacto. Mi cachorro gira bruscamente a la derecha, exactamente al tiempo que Alyosha gira hacia la izquierda. Nos separamos justo a tiempo de evitar la ráfaga del drone que pasa rasante sobre nuestras cabezas. Los ezhen zigzaguean, el avión gira en el aire, me imagino al robot que lo controla decidiendo que blanco atacar primero.
Nos escoge a Kurt y a mí.
El requiebro de mi cachorro es tan brusco que estoy a punto de tropezar con él e irme de bruces. Siento los ligamentos de mis rodillas a punto de ceder mientras me retuerzo sobre mí misma, siguiéndole a duras penas. Oigo el silbido de las balas persiguiéndonos. Otro giro brutal. Y otro más. No tenemos escapatoria, ni siquiera la intuición de Kurt puede escapar mucho más tiempo de los sensores robotizados que mueven las ametralladoras del drone.
Una explosión.
Fotogramas superponiéndose en mi cabeza. Andrei empuñando el lanzacohetes, todavía en la posición de disparo, rodilla al suelo, desde la que ha derribado al drone. Los restos de los tres blindados que nos han defendido, despanzurrados por los misiles enemigos, yacen desperdigados en la explanada, el búnker está en llamas, las puertas de la alambrada han vuelto a abrirse y no hay duda de que los camiones acorazados que se precipitan hacia nosotros están manejados por los hombres de Mossenko.
—¡Deprisa, Vega! —grita Andrei, desembarazándose del lanzacohetes y corriendo hacia mí—. Ya casi hemos llegado.
Estamos a punto de cruzar el lindero del bosque cuando el manotazo brutal me derriba. Todo se disuelve a mi alrededor, el fragor de la explosión cesa, mis músculos se relajan, me invade una sensación de calma, casi de felicidad. Vagamente comprendo que me ha alcanzado un tiro de mortero, el hecho de que todavía esté consciente debe de querer decir que no me ha dado de lleno. O quizás estoy agonizando sin saberlo. En ese caso morir no es tan desagradable, no me duele nada, tan solo me siento amodorrada, me gustaría dormir un poco, pero hay algo que me lo impide, algo húmedo y rasposo mojándome las mejillas y los párpados.
La lengua de Kurt lamiéndome el rostro.
Consigo sentarme, me restriego los ojos, me palpo por todo el cuerpo, buscando heridas. Asombrosamente, todavía estoy entera y no parece que tenga ninguna lesión grave.
Andrei. ¿Dónde está Andrei?
Un grupo de niños corre hacia mí. No, no son niños. Son chukchis, reconozco los rostros morenos, la piel cobriza, el kerker bajo el cual posiblemente llevan un chaleco antibalas. Tres de ellos empuñan largos tubos metálicos parecidos al que blandía Andrei. Les veo apuntar con ellos al cielo. Comprendo, mientras escucho su acompasado pah, pah, pah, que se trata de lanzagranadas. Un instante después el acorazado ruso que nos persigue salta por los aires.
¡Alyosha! Alyosha arrastrando una figura inerte. La cabeza del herido está cubierta por un casco destrozado, una enorme mancha oscura se extiende bajo la armadura, desgarrada a la altura del hombro derecho.
—¡Andrei!
Me levanto de un salto, pero no consigo mantenerme en pie, es como si el suelo cediera bajo mis botas y de repente se alzara y me golpeara en el rostro. Noto como dos pares de fuertes brazos me toman por las axilas y tiran de mí, levantándome casi en vilo, arrastrándome hacia la espesura. Oigo explosiones y tableteo de ametralladoras y una voz desgarrada que apenas consigo identificar con la mía, gritando desesperadamente su nombre.