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El ruido que me despierta recuerda el estampido de los fuegos artificiales durante la fiesta de clausura de la Siberiana. Y cuando abro los ojos, el cielo está tan iluminado como durante la traca final del festejo.
Pero los cohetes que surcan el cielo no son simples bengalas, pensadas para dibujar una inofensiva filigrana de luz en el aire. Uno tras otro, los tiros de mortero caen sobre el fortín, con la regularidad de un chaparrón de granizo letal. Umqy me hace señas para que me ajuste mis lentes de visión aumentada, equipadas con sensores de infrarrojos y se lleva un dedo a los labios, pidiendo silencio, como si alguien pudiera oírnos en mitad de este infierno.
Las ametralladoras del búnker no tardan en responder. Las balas trazadoras empiezan a dibujar líneas en la noche, buscando el foco atacante. Pero un instante antes de que lo alcancen, los cohetes se detienen, para empezar de nuevo unos cientos de metros más al este. Las ametralladoras cambian la dirección de tiro, buscando el nuevo blanco, solo para encontrarse con que se ha movido de nuevo cuando lo localizan. La mortífera danza continúa durante unos minutos que se me hacen eternos. Uno a uno, los nidos de ametralladoras son destruidos por las explosiones. Me estremezco pensando en los soldados que las sirven. Umqy me lee el pensamiento, exhibiendo la telepatía chukchi a la que nunca acabo de acostumbrarme.
—Las ametralladoras están manejadas por robots —dice.
—¿Y ahora qué? —pregunto, sintiendo cómo la adrenalina pulsa en mis sienes.
La respuesta a mi pregunta llega en forma de seis pequeños camiones blindados, que arrancan desde distintos puntos del bosque y avanzan a toda velocidad hacia el búnker. Cada uno lleva un cañón y dos ametralladoras adosados a una torreta en el techo, que no cesan de disparar mientras avanzan. Una voz calmada y firme surge de los altavoces de uno de ellos.
—Soldados de la guarnición —anuncia—. Estáis rodeados. No hay deshonor en rendirse frente a un enemigo que os supera en fuerza.
Es la voz de Andrei.