3
Tap, tap, tap. El mundo se reduce al sonido de mis zapatillas contra la tierra polvorienta del camino que rodea la isla de Tera. Tap, tap, tap. El sendero sube y baja continuamente, bordeando los acantilados que dan a la caldera, doscientos metros más abajo el mar es un espejo de lapislázuli en el que refulge una galaxia de chispas plateadas. Tap, tap, tap. Es extraño pensar que ese mar tan sereno oculta los restos del monstruoso volcán que reventó esta isla hace tres mil seiscientos años, extraño pensar que la caldera no es otra cosa que un gigantesco agujero, una colosal herida causada por la furia de la erupción.
Tap, tap, tap. El camino desciende abruptamente hasta llevarnos casi al nivel del mar. El suelo está salpicado de pedruscos que dificultan la carrera, un paso en falso cuesta un tobillo torcido, dos amazonas ya han pagado el exceso de prisa en esa moneda. Las trampas van saltando una tras otra, mientras los drones zumban a nuestro alrededor, ansiosos de captar las imágenes de alguna infortunada. Una mina tumba a la campeona gala y la sueca se mete de bruces en un terraplén que debería haber visto si no hubiera estado tan agotada. Para cuando llegamos al nivel del mar, Diana y yo le hemos sacado un buen trecho al resto de las corredoras.
Tap, tap, tap. El camino asciende de nuevo, la griega es muy ligera y trata de aprovechar la empinadísima cuesta arriba para sacarme ventaja, la dejo ponerse en cabeza y me adapto a su paso durante un trecho, hasta que llegamos a mitad de la subida y distingo un posible atajo, es arriesgado salirse del sendero y cortar por la ladera, la loma por la que hay que pasar es muy abrupta y un error equivale a despeñarse. Pero llevo todo el invierno ascendiendo al promontorio donde jugamos las Termópilas por la ladera norte y este paso no es más difícil que el que he practicado durante meses.
No lo pienso más. Salto del camino al minúsculo sendero y acelero, canalizando la adrenalina que el miedo a la caída bombea en mis venas, para transformar a mi cuerpo en una máquina de trepar. Oigo gritar a Diana, dice algo en griego que no entiendo, pero identifico el miedo y el asombro mezclándose en su voz. Los drones se precipitan sobre mí, sin duda ansiosos de capturar un buen primer plano si les hago el favor de caerme. Pero no les pienso dar ese gusto. Todos mis sentidos parecen amplificarse, mis ojos evalúan cada accidente del terreno, mi equilibrio se afina, permitiéndome volar sobre cantos resbaladizos y piedras sueltas, mis músculos se animan con vida propia. Cuando llego al paso más dificultoso y tengo que arriesgar un salto de tres metros entre dos riscos que miran al acantilado, me siento como si me hubieran crecido alas y solo necesitara desplegarlas.
De regreso al sendero, constato que le he sacado muchos metros de ventaja a mi contrincante. Aprieto el paso, aprovechando el último tirón de adrenalina y aumento la distancia entre nosotras. Al cabo de un par de kilómetros, me doy cuenta de que mi delantera sigue aumentando, comprendo que mi treta ha carcomido la moral de la griega. Y en la maratón, desmoralizarse es lo mismo que perder.
Tap, tap, tap. No contar los kilómetros. No pensar en el ácido láctico agarrotando mis pantorrillas y cuádriceps. Ignorar los mensajes desesperados que llegan desde mi garganta seca, mis labios cuarteados, mis pies cubiertos de llagas. Tap, tap, tap. Un paso, después otro, el sonido de mis pisadas confirma que me sigo moviendo, insiste en que hoy, también, puedo ganar.