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Todo sucede muy rápido y muy lento a la vez. Los blindados embisten, literalmente, contra lo que queda en pie del fortín, sin encontrar resistencia, y docenas de hombres armados surgen de las sombras. Hay algunos chukchis entre ellos, pero el aspecto de la mayoría de los guerrilleros no es en nada diferente al de la gente que habitaba la Kolyma de Moscú. De alguna manera, Andrei se las ha compuesto para reclutar un ejército de soldados vor.
Un grupo de militares rusos aparece de repente, surgiendo de uno de los edificios laterales. Mis lentes de realidad aumentada los enfocan y al instante los tengo en mi campo de visión, son ocho, todos muy jóvenes, llevan armas ligeras que disparan al azar mientras tratan de alcanzar el precario refugio que proporciona el lindero del bosque. La resolución de mi dispositivo es tan alta que me permite distinguir el terror en sus rostros desquiciados.
Los atacantes se ponen a cubierto y la torreta de uno de los blindados se gira hacia el grupo que pretende huir, pero antes de que el mortífero cañón abra el fuego, la voz de Andrei vuelve a oírse en los altavoces:
—¡Alto el fuego!
Ahora puedo distinguirlo, vestido con un uniforme de camuflaje. Lleva una pistola al cinto y su arco en bandolera. Mis lentes registran las protuberancias que delatan el chaleco antibalas, los guantes inteligentes que le permiten manejar los carros blindados por control remoto y el casco acorazado que incorpora la unidad de control. Mihail, pienso, estaría orgulloso de él si pudiera verlo en este momento, hombre y cyborg en uno.
—¡Soldados! —llama, encaramándose a la torreta de uno de los vehículos—. ¡Rendíos! No podéis escapar.
Los fugitivos le ignoran y siguen corriendo a toda prisa, excepto uno de ellos que se gira y le encañona.
—¡Lyubimiy, cuidado! —grito desesperada, aunque sé que no me puede oír. Pero mi aviso no le hace falta, el soldado todavía está apuntando cuando él ya tiene una flecha tendida en el arco, y antes de que su adversario consiga apretar el gatillo, esa misma flecha le ha atravesado la mano.
El soldado grita y hay más miedo que dolor en su alarido, deja caer la ametralladora y levanta los brazos, consciente, como todos los que hemos sido testigos de la proeza, de que sigue vivo porque así lo ha decidido Andrei.
Pero todavía quedan siete fugitivos intentando llegar al bosque. Dos o tres de los soldados vor los apuntan, pero Andrei los detiene con un gesto. Su voz vuelve a oírse, amplificada por los altavoces.
—Alyosha —se limita a decir.
Ni uno solo de los soldados se atreve a disparar cuando los gigantescos ezhen les rodean. Alyosha emite su gruñido de aviso, una sola vez. Sé que su espíritu salvaje carece de la compasión de Andrei y ruego que los soldados comprendan que no van a tener una segunda oportunidad. Pero todos ellos son más prudentes que mi pobre Yago. Tiran las armas al suelo y retroceden, temblando de miedo, suplicando a sus captores para que los pongan a salvo de los demonios de cuatro patas que los acosan.