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Los primeros en subir al podio son Tyler y la Montaña. Se me pone la carne de gallina viéndolos. Ambos son de la edad de Dani y Eva, aún no han cumplido veintisiete años, pero aparentan muchos más. Se mueven como sonámbulos y sus físicos formidables parecen desgastados, huecos. Tyler tropieza con los escalones y está a punto de caer al suelo, la Montaña lloriquea ruidosamente, cuando el presidente le pone al cuello la medalla de bronce.
—Esos dos están cocidos —susurra Carmona en mi oído—. Espero que se retiren antes de que las drogas acaben con ellos.
Luego nos toca a nosotros. Carmona sube al podio conmigo para recibir la medalla de Yago, se emociona cuando Ivanchenko se la tiende, aprieta mi mano con fuerza, pero aguanta el tipo. También yo me mantengo firme. Los drones zumban a mi alrededor y no estoy dispuesta a concederles más espectáculo.
—Amazona —sonríe el presidente ruso, cuando me coloca la medalla—. Te has cubierto de gloria.
—La cambiaría por la vida de mi compañero —contesto.
Una chispa de sorpresa se asoma a las orgullosas pupilas. Claramente, Ivanchenko no está acostumbrado a que su súbditos le respondan.
—Tu hoplita se ha ganado un lugar en el panteón de los héroes —contesta—. Cumplió con su deber. No le olvidaremos.
—Yago, señor presidente —respondo, sin poder contenerme—. Se llamaba Yago.
Ivanchenko se gira hacia los drones, alza un brazo, mostrando la palma al público.
—La memoria de Yago, hoplita de Eurosur, será honrada con una estatua conmemorativa junto a la roca del Chamán —declara—. Ordenamos además que el premio en metálico a la medalla de plata se duplique en cantidad. Con ello compartimos el dolor y la gloria de Vega Stark, heroína de esta Siberiana.
Mientras lo dice, las 3D se regodean en las escenas en las que se me ve escapar a duras penas de los ezhen y la imagen que me captura de rodillas, llorando junto al cadáver de Yago. La estrategia ruski no puede estar más clara. Borrar de la memoria colectiva que la amazona de Eurosur pudo haber vencido la maratón, eliminar toda referencia al error de su campeona, imprimir en el recuerdo una imagen mucho más adecuada: la de la muchacha que llora junto al guerrero caído.
La mano de Carmona aprieta la mía. «Cállate, niña», dicen esos dedos poderosos y amables, que tantas veces han masajeado mis músculos doloridos. Me aferro a ellos con toda mi fuerza, no voy a darle el gusto a los drones de derramar una sola lágrima delante de ellos.
Ivanchenko pasa de largo y se dirige al podio de honor, en el que ya aguardan Maya y Andrei. Los tubes pasan ahora imágenes de Maya, adelantándonos a todas las amazonas apenas empieza la maratón, sorteando los obstáculos de la montaña de Zhima con velocidad pasmosa, masacrando a nuestros perros, gélida y bellísima, como la misma diosa de la muerte. Las imágenes de esta competición se superponen con la Siberiana de hace cinco años, los tubes se regodean mostrando con todo detalle cómo la rusa derriba a la Montaña. Las escenas en las que se revolcaba por el suelo, con el tobillo atrapado por un sedal, han desaparecido. Aún peor, no hay una sola imagen de Andrei.
El presidente se acerca al podio, besa a Maya en ambas mejillas, sostiene su brazo en el aire, mientras el público la vitorea, posa para los drones la medalla, hila un discurso en el que la comandante Koutnesova representa todo lo bueno y bello de la Madre Rusia. Después se aleja del podio, seguido por su séquito. A Andrei ni lo ha mirado.
El héroe, el único héroe de esta farsa, permanece impasible, mirando al frente, inmóvil como una estatua de granito, aceptando el oprobio y la humillación, sin pestañear.