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—Para el resto del mundo, la Spartana es un espectáculo… —afirma Carmona dejando la frase suspendida en el aire durante un segundo—. En Rusia es una religión. Y su sumo sacerdote se llama Anatoly Mossenko. Perdón, general Anatoly Mossenko. Ahí le tenéis, entreteniendo a los clientes. Lo hace mejor que nuestro charlatán.

A primera vista, el hombre que aparece en el tube, luciendo tres estrellas de ocho puntas en las bocamangas de su uniforme, recuerda al propio Carmona. Debe de tener alrededor de sesenta años, llevados sin maquillajes ni estiramientos faciales. El rostro, perfectamente rasurado, muestra las marcas de la edad, que no le sientan mal en absoluto. La barbilla, cuadrada y viril, es idéntica a la de nuestro entrenador y también tiene el tabique nasal roto. Que exhiba su nariz de boxeador, en lugar de habérsela reparado en el quirófano, indica que, como el viejo, está orgulloso de ella. Cuando se quita la gorra para saludar al equipo de periodistas que recibe a las puertas de la Academia Spartana, muestra una calva aún más reluciente que la del jefe. Comparándolo con los periodistas que le rodean, se diría que debe de medir cerca de metro noventa. El uniforme se abulta en hombros y pecho, delatando una tremenda fortaleza física; en eso también se parece a Carmona. Pero la diferencia está en los ojos. Los del general son de color verde, un verde intenso y malévolo. Si Carmona es un pastor alemán, Mossenko es un tigre de Bengala.

Las holos recorren la Academia Spartana, mostrando aulas de estudio, gimnasios perfectamente equipados, circuitos de entrenamiento, perreras inmaculadas, el comedor funcional y sobrio, las habitaciones de los dragones, pequeñas pero acogedoras… Una palestra idílica, tan idílica como todas las palestras que filman los tubes. La nuestra tiene un aspecto parecido, Carmona siempre está renegando de la fortuna que se gasta en decorados. El general conduce a la troupe de periodistas por todo el escenario, les presenta a unos cuantos cadetes, les permite conversar un rato con ellos.

La sensación de déjà vu es apabullante. Los jóvenes van vestidos con uniformes de faena, sin marcas, excepto por la imagen, bordada en el pecho, de un dragón, con las alas desplegadas y vomitando fuego, la insignia de la Academia. Los chicos y chicas sonríen, exhiben su poderosa musculatura cuando los periodistas se lo piden, acceden gentilmente a ejecutar cabriolas y pequeñas proezas en las paralelas, las barras o las anillas, donde demuestran su superioridad física, pulverizan casualmente una pila de ladrillos de un puñetazo, o atraviesan el blanco de una diana a cincuenta metros casi sin mirar. Son todos muy jóvenes y todos se parecen mucho, aunque supongo que ese es el efecto que el general quiere conseguir. Su mensaje al mundo no puede estar más claro: «Cualquiera de mis dragones es invencible».

Una vez que los periodistas se han convencido de que acaban de darse una vuelta por el Olimpo, el general les ofrece unos cuantos tragos de vodka, les echa un discurso y los empaqueta de vuelta a casa. Se van sin tener ni idea de las dimensiones reales de la palestra, el tipo de animales que crían, cuántos atletas tienen, cuáles son sus rutinas de entrenamiento. La misma farsa que ofrecemos nosotros, elaborada hasta la perfección.

—Os interesará saber que conocí a Mossenko hace más de cuarenta años, en 2025, si la memoria no me falla. —El viejo nos mira con sonrisa de tahúr, encantado con su golpe de efecto—. Fue durante la primera competición internacional de Spartana. Los dos nos subimos al podio, pero puedo aseguraos que estábamos de un humor muy diferente. Yo no cabía en mí de gozo, ganar el bronce me parecía un milagro y a decir verdad lo fue, las condiciones de las palestras de Eurosur en aquella época eran realmente miserables. A Mossenko, en cambio, ganar la plata le pareció, por lo visto, la peor de las humillaciones. Había que verlo sufrir durante la entrega de medallas, no podéis imaginar la mirada de odio que le echó al vencedor, un anglo cuyo apodo era el Hoplita de Hierro y que en el combate nos dio una buena paliza. Un tipo simpático además, buen atleta y mejor persona. Qué pena de hombre.

—¿Y eso? —tercia Yago—. ¿Qué le pasó?

—Apareció muerto unos meses más tarde, en su palestra —contesta Carmona—. Los anglos echaron tierra sobre el asunto, pero seguramente estaba hasta arriba de drogas. Parece mentira que de eso hayan pasado cuatro décadas y en lugar de haberlas controlado, su uso vaya a más.

»El caso es que, con drogas o no, los anglos eran los dueños del circuito en aquella época. Claro que, por entonces, la Spartana no tenía nada que ver con lo de hoy en día. Aún estábamos en mitad de la Gran Depresión. De hecho, las competiciones fueron muy irregulares hasta 2040, por lo menos. Las reglas eran muy diferentes también, no había chicas y los perros luchaban entre sí, no contra los humanos. Era un deporte de frikis. Todavía no consigo explicarme que acabara por convertirse en el espectáculo de masas que es hoy en día.

—¿Y los ruskis? —insiste Yago—. ¿Cuándo empezaron a ganar?

—En 2045 —responde Carmona, exhibiendo su excelente memoria—. Fecha de la primera Siberiana. Los vencedores fueron Sebastian Kirsanov y Katerina Grigorevna.

Los dos atletas se materializan brevemente en el tube, durante la ceremonia de la entrega de medallas. Es solo un instante, Carmona no parece interesado en mostrarnos cómo los rusos se cuelgan las medallas y pasa las escenas con rapidez.

Doy un respingo cuando me fijo en el campeón ruso. Mide más de dos metros, tiene el cabello albino y los ojos azules, es idéntico a mi padre, se parece tanto a él, que por un momento siento el estómago saliéndoseme de la boca. Hasta que me doy cuenta de que mi padre es una pura invención de mi fantasía y que el dragón del tube se parece también a los sucesivos campeones de la Siberiana, que, año tras año, produce la palestra del general Mossenko. ¿Cómo no se van a parecer? Mossenko puede permitirse el lujo de seleccionar a los mejores atletas de toda Rusia. Es normal que se den todos el mismo aire, igual que se lo dan los nadadores y los jugadores de baloncesto. Incluso yo me parezco a Ingrid, una vez que nos disfrazamos de amazonas. Mi imaginación no pierde ocasión de jugarme malas pasadas.

—Mossenko ha dirigido la Academia Spartana desde 2045 —sigue Carmona—. Sus atletas ganan la competición año tras año. Y como sabéis, nunca repiten. Juegan una sola Siberiana, se llevan la medalla de oro y se esfuman. Así desde hace más de dos décadas.

—¿Por qué no hay un circuito profesional en Rusia como en el resto del mundo? —pregunta Yago.

—Los dragones son militares —aclara Carmona—. La palestra de Mossenko, obviamente, es una fábrica de oficiales para los cuerpos de élite rusos.

—¿Sabemos con quién nos toca enfrentarnos este año? —pregunta Yago.

—Buena pregunta —asiente el viejo—. Lo que me recuerda que aún no hemos visto en acción a los competidores anglos, que son casi igual de peligrosos. Supongo que no os sorprenderá que os diga que se trata de J.R. Tyler y la Montaña.

—¡Cómo no! —exclama Yago—. ¿Cuánto tiempo llevan en el negocio, diez años?

—Más o menos —responde Carmona—. Y en todo ese tiempo, nunca han perdido un combate, excepto contra los ruskis. Mirad cómo se las gasta Tyler.

El cubo nos muestra un tube del hoplita anglo en la semifinal de la Siberiana del año pasado, enfrentándose al campeón de la Federación Francoalemana, que dura exactamente treinta segundos. Apenas suena la campana, Tyler avanza hacia su oponente, casi sin cubrirse, ignorando los tremendos golpes que el otro le propina. Su piel es ébano reluciente, su cabeza parece hecha de mármol, su físico el de un gladiador. El gancho que derriba a su contrincante es tan rápido que para verlo hay que recurrir a la cámara lenta.

—Y ahora la Montaña —masculla Carmona, con una sonrisa aviesa en su rostro de ogro bueno.

La pelea es aún más corta que la anterior. La Montaña es más alta y mucho más corpulenta que yo, trata a su rival, la campeona nórdica, como si fuera un saco de pienso para perros.

—¿Qué tal corren estos dos? —pregunto—. No dan el tipo.

—Y sin embargo, son buenos —contesta Carmona—. Lo bastante como para clasificarse en la carrera y eliminar a todo el mundo en el combate. Mirad este tube de hace cinco años. La Siberiana salió zurda. Tyler consiguió quedar segundo en la maratón, detrás del ruski. Por una vez, las apuestas de quién sería el vencedor del combate salieron favorables a los anglos, ya que parecía imposible que nadie pudiera tumbar a la Montaña en el cuadrilátero. Fijaos lo que pasó.

El tube arranca. La Montaña entra en el ring y el primer plano muestra que hace honor a su nombre. Su ficha indica que mide un metro noventa y siete y pesa ciento diez kilos, treinta más de los que doy yo en la balanza. Corren rumores de que está hasta arriba de drogas. Carmona no es partidario de usar potingues, aunque sean una práctica común en el circuito, sostiene que los atletas se desgastan antes y que no vale la pena arriesgar las multas millonarias que caen si te atrapan. Yo creo que lo hace por no perjudicar nuestra salud. Pero en el circuito, la mayoría de los entrenadores no tiene tantos remilgos y es bien sabido que los anglos, en particular, son auténticos alquimistas, capaces de atiborrar a sus atletas de anabolizantes y hormonas que no dejan rastro en los análisis. A juzgar por el relato del viejo, ya estaban en eso hace cuarenta años y no cree que se hayan enmendado.

La Montaña, desde luego, no parece humana. Sus brazos son harto más gruesos que los de Yago, sus piernas parecen las columnas del Partenón, la manos son dos trituradoras ansiosas por retorcerle el pescuezo a quien se le acerque. Tome o no drogas, es un monstruo genético. Comparada con ella, me siento casi normal.

La campeona ruski, por su parte, es tan refinada como brutal la angla. Su ficha asegura que me saca un centímetro y cinco kilos, pero cuando salta al cuadrilátero puedo comprobar que los números se traducen en un físico mucho más elegante y poderoso que el mío. Los músculos de sus brazos y piernas son alargados y definidos, como los de una gimnasta, pero sus hombros y torso recuerdan más los de una nadadora. El cuello es el de una bailarina, los dedos de las manos igualmente podrían pertenecer a una pianista. Lleva el cabello corto, tintado de color azul celeste, a juego con sus ojos. Se mueve con la letal elegancia de una pantera.

El árbitro da la señal de empezar el combate y durante unos segundos, la rusa y la Montaña giran la una en torno a la otra. El rostro de la Montaña es basto, con la frente huidiza, la nariz rota y una mandíbula que nada tiene que envidiar a la de un bulldog. Los rasgos de la rusa son delicados y simétricos, las cejas espesas y muy rubias, los labios tan gruesos y encarnados como los de Ingrid. La Montaña exuda rabia, mientras que la cadete sonríe, como contándose a sí misma algún chiste gracioso, sin darse por aludida de que está en un ring, a punto de ser embestida por una hembra enfurecida de oso grizzly.

La Montaña se le echa encima. Se mueve muy, muy deprisa, pero aun así, sus garras ansiosas encuentran solo aire cuando se extienden hacia la rusa, que se aparta lo justo para evitarlas por milímetros. Durante el siguiente minuto, repiten el mismo ritual. La Montaña carga y la dragón esquiva sus zarpazos siempre en el último segundo y por una distancia mínima.

—¡Está jugando con ella! —exclama Yago, asombrado.

—Fijaos bien —apunta Carmona.

La Montaña arremete sobre la rusa, que esta vez no tiene tiempo para esquivarla. La ogra la tumba contra la lona, echándole el peso de su corpachón encima y levanta un puño demoledor. En ese preciso instante, Carmona detiene el tube.

—Quiero que me digáis qué pasa ahora —propone, con una sonrisa sardónica en los labios.

—Mirad la cara de la rusa —balbucea Dani—. ¡Se está riendo!

En efecto, la holo amplifica el rostro de la dragón, capturando una mueca en su rostro que podría pasar por una sonrisa si no fuera tan salvaje.

—¿Pero cómo se escapa? —Se asombra Yago.

—Prestad atención —conmina el viejo.

La cámara toma distancia, mostrándonos la escena. La Montaña levanta un puño demoledor, mientras su corpachón se aplasta contra el de su enemiga, inmovilizándola.

No, no del todo. Las piernas de la rusa están libres.

Ingrid es la primera en caer en la cuenta.

—La kata del asesino —murmura.

Carmona roza su tableta y el tube sigue corriendo. Las piernas de la cadete se enroscan alrededor del cuello de la Montaña, un potente golpe de cadera la desestabiliza y en el instante siguiente, la angla está en la lona, con la cabeza aprisionada entre los muslos de la dragón.

—Es una llave mortal —asegura Ingrid—. Podría haberle roto el cuello fácilmente.

—Se conformó con mandarla al hospital un par de semanas —dice Carmona.

—No había visto una técnica tan sofisticada en mi vida —se asombra Ingrid—. La kata del asesino es muy arriesgada, se basa en cegar a tu oponente para que no espere tu contraataque… Pero para ello le debes conceder una ventaja real, la rusa no tenía ningún margen de error.

—Ni falta que le hacía —opina Vita—. Lo tiene todo controlado desde el principio.

—Acabáis de ver en acción a Maya Koutnesova —suspira Carmona—. Cuando derrotó a la Montaña tenía dieciocho años. Como Ingrid acaba de informarnos, su técnica de jiu-jitsu es extraordinaria, digna de los mejores senseis orientales. Su victoria fue tan espectacular que inmediatamente se convirtió en una leyenda, algo nada fácil en un país que produce nuevos héroes cada año. Su prestigio aumentó aún más cuando el presidente de la Federación Rusa en persona le concedió la estrella de oro al mérito militar y la ascendió directamente al grado de comandante. ¡Comandante del ejército ruso a la edad en la que los aspirantes a las escuelas militares en Eurosur preparan sus exámenes de ingreso! Claro que estaréis de acuerdo conmigo en que a alguien capaz de luchar así hay que echarle de comer aparte.

—Afortunadamente, no tenemos que vérnoslas con ella —resoplo, aliviada.

—Te equivocas —me contradice Carmona—. No solo vas a encontrarte a la comandante Koutnesova, sino también a su hermano menor, Andrei.

—Creía que los rusos nunca compiten dos veces —protesto, sintiéndome estafada.

—Y no lo hacen —asiente Carmona—. Pero, por lo visto, cuando te condecora el presidente, puedes cambiar las reglas del juego, si te viene en gana.

—¿Qué hay de ese Andrei? —pregunta Yago—. ¿Algún tube que podamos estudiar?

—Nada de nada —contesta Carmona, encogiéndose de hombros—. Pero si se parece a su hermana, ya te imaginas lo que os espera.

—Vega y yo no les tememos —salta Yago.

«Habla por ti», pienso, pero me muerdo los labios y no digo nada. Carmona, por el contrario, no se calla su opinión.

—Pues deberíais. Y desde luego, debéis temer a sus perros.

Spartana
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