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—¡Hola, Vega! Siéntate en donde puedas.
La voz de Laura es tan suave como las manos de mi abuela y tan alegre como un domingo sin entrenar. Es una voz juvenil que le va bien a su físico ligero y ágil. Laura es la directora del Aula Virtual de la Universidad Mediterránea y también mi tutora. Se ha ocupado de orientarme, seguir mis progresos y ayudarme a elegir materias desde que la institución me admitió, hace tres años, en su bachillerato preuniversitario. Aunque el Aula Virtual proporciona la tecnología para realizar tutorías a distancia, Laura insiste en encontrarnos regularmente cada semana. Nos vemos cada lunes hacia las diez de la mañana y pasamos dos o tres horas aclarando dudas, resolviendo problemas, revisando trabajos. Cuando acabamos, suele proponer que almorcemos juntas.
—Esto hay que repetirlo —me dijo la primera vez que fuimos a comer al bar de profesores que frecuenta—. ¿Has visto qué caras ponían mis colegas?
—No están acostumbrados a las chicas altas —contesté.
—Y guapas —remató ella, haciéndome sonrojar.
Ese día hablamos de mi madre. Laura me repitió lo que ya sabía por mi abuela. Zafra y ella habían sido buenas amigas, estudiaron juntas en la Mediterránea, donde mi madre disfrutó de una de las poquísimas becas que la institución ofrece.
—Zafra era excepcional —me dijo—. Hubiera hecho una gran carrera, si…
Dejó la frase en el aire. Yo la completé en mi cabeza. «Si no hubiera viajado a la Antártida». «Si la bomba no hubiera estallado».
Sin la ayuda de Laura, jamás me habrían admitido en el Aula Virtual. La Mediterránea es la mejor universidad de Madrid y también la más cara. Si se hubieran atenido a los criterios usuales, no habría pasado ni la primera criba. Huérfana, sin recursos, sin otra familia en el mundo que un par de ancianos, ni otros ingresos que el sueldo que gano en una palestra de Spartana, soy el perfecto ejemplo de persona non grata en una institución donde el elitismo es parte del negocio.
Cuando me mudé a Agua Amarga, todo el mundo dio por supuesto que ahí terminaban mis estudios. Nadie ignoraba que ayudaba a mi abuelo en la palestra los fines de semana y no eran pocas las bromas crueles que corrían a mis espaldas, aunque, por entonces, ya casi nadie se atrevía a decírmelas a la cara. Supongo que les daba miedo, con mi físico desproporcionado, mi cara marcada y mi carácter huraño. Quién les iba a decir que la única que tendría la oportunidad de cursar un bachillerato preuniversitario entre todos ellos sería Vega, la de los perros.