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No salíamos por Madrid a estas horas desde que celebramos la victoria en la Ateniense. La fiesta de hoy nos va a costar más de trescientos rublos y a ninguno se nos pasaría por la cabeza quemar ese dinero en una sola noche si Carmona no lo hubiera transferido a la tableta de Yago, junto con la llave digital del jeep.
—No quiero que sobre un céntimo —ha declarado.
Yago conduce a lo largo del cinturón de ronda, camino del centro, llevando buen cuidado de no superar los límites de velocidad. La carretera está infectada de radares y cualquier infracción dispara a los drones de la policía. El viejo rara vez conduce su todoterreno por la ciudad, así que su permiso de velocidad no le permite pasarse ni un kilómetro de los límites generales. Alguna vez, a la salida de una de mis citas con Laura, he visto llegar a Celia Aguilar en su Porsche y me he fijado en las matrículas, que lo definen como de clase X, autorizado a superar los límites hasta en treinta kilómetros por hora. Supongo que su papá no quiere que corra más de la cuenta, porque al Mercedes con chófer que la trae algunas veces, que es de clase Z, no se le aplica ninguna restricción.
«Cuando yo era joven, los ricos se tomaban la molestia de ocultar un poco sus privilegios», insiste Diego, en mi memoria. «Ahora ya ni eso, tan seguros están de su poder».
—¿Dónde queréis que vayamos a cenar? —pregunta Yago.
—¿Por qué no vamos al Baikal? —propone Ingrid.
—¿No te parece que ya tendremos ocasión de hartarnos de comida rusa cuando lleguemos al Baikal de verdad? —rezonga Eva.
—¡Buena idea! —exclama Yago, ignorándola—. Filetes y vodka, la combinación perfecta para hoy.
Eva se muerde los labios. Ingrid se encoge de hombros, como disculpándose, pero la elección no es mala. El Baikal, como muchos otros restaurantes bien de Madrid, cuenta con dos salas. La comida es prácticamente la misma en ambas, pero los precios de la primera planta, la que frecuentan los VIP y los turistas, triplican los que pagaremos en el sótano. Por supuesto, en la sala principal, los clientes son atendidos por camareros de uniforme, que hablan ruso a la perfección, y la carta de vinos es infinita. El sótano, en cambio, opera como un autoservicio y las bebidas son más limitadas. Refrescos, cerveza y vodka.
Pero los filetes están igual de buenos y, cuando salimos del restaurante, estamos todos del mismo estupendo humor. Dani y Yago se han bebido media botella con la comida, Ingrid ha despachado la otra media, ni Eva ni yo hemos probado una gota. Eva sabe que tiene que conducir de regreso a Agua Amarga, mi carné recién sacado no me autoriza a manejar un auto a partir de las nueve de la noche y el resto del grupo no pasaría los controles. Yo, por mi parte, he preferido beberme una botella entera de auténtico zumo de naranja, antes que aventurarme a probar un licor que huele a alcohol de quemar.
Yago propone rematar la velada en Cicerón, uno de los bares de moda, decorado al estilo de la antigua Roma. También aquí se cobra una entrada diferente dependiendo de que el cliente pueda pagarse la sala VIP, concebida como una réplica de una domus romana y atendida por doncellas y efebos muy ligeritos de ropa, o se conforme con unas copas en el gallinero, donde los decorados son simples hologramas y las bebidas se sirven en la barra.
El Cicerón solo está a tres o cuatro manzanas del Baikal y Dani sugiere caminar hasta allí para ahorrarnos sacar el todoterreno del aparcamiento del restaurante, que ya hemos pagado. Inmediatamente se gana una mirada asesina de Eva. Andar por el centro turístico de Madrid, pasada la medianoche, no es seguro para gente como nosotros; los paramil están siempre al acecho, deseosos de extorsionar a cualquiera que pillen desprevenido. Y nosotros somos un blanco perfecto.
—¿Por qué no nos volvemos ya a Agua Amarga? —propongo—. Podemos tomar la última en el Rasskins.
—¡Venga, socia! —exclama Yago—. Vamos al Rasskins todas las semanas. ¿Quieres rematar la noche con herbero?
—No veo por qué no —salta Eva—. Al menos Rasskins fabrica su propio mejunje.
—Y recoge la hierba de sus infusiones en el campo, ya sé —responde Yago, con una sonrisa sardónica—. Pero hoy estamos de celebración. ¡Anda, no seas aguafiestas!
Los tres paramil nos detienen casi en la puerta del Cicerón, salen de repente del portal en el que estaban apostados, esperando que cayera algún pardillo.
—¡Identificación! —Ladra el líder, un tipo enjuto, de ojos rasgados que luce una perilla teñida, como su cabello aplastado, de rojo caoba. Lleva galones de cabo en la bocamanga. Un pez chico, diría Carmona, si estuviera aquí. Fácil de comprar.
Pero Carmona no está aquí y Yago se ha tomado unos cuantos vasos de vodka que le hacen olvidar la prudencia que habría demostrado en condiciones más normales. Da un paso adelante, amenazador como un oso grizzly y le tiende su tableta al paramil, que retrocede, de un modo involuntario, antes de recobrar la compostura. Los dos sicarios que le acompañan llevan, ostensiblemente, las manos a las fundas de sus automáticas. Pero Yago les ignora, como el par de mestizos que son, concentrándose en el chino de la perilla encarnada.
—Los demás también —dice este.
—Están a mi cargo. Basta con una identificación por grupo —responde Yago, citando una ley que supongo que se diseñaría para que el guardaespaldas que siempre acompaña a los chicos ricos en sus juergas pudiera entenderse con los paramil sin que sus amos tuvieran que molestarse.
Los ojillos mezquinos del chino nos pasan revista, sin mucho interés, hasta que tropiezan con Ingrid.
—Tú, muchacha —ordena—. Identificación.
—No es necesario —repite Yago, encarándosele.
El paramil da un paso atrás y apoya la mano en la culata de su arma.
—La chica puede ser menor de edad —dice—. Tiene que identificarse.
La tensión en los trapecios de Yago me dice que no está dispuesto a ceder. No le tiene miedo alguno al chino ni a sus compinches y se da perfecta cuenta de que ellos, a pesar de sus pistolas, le temen a él. Si tuviera una jabalina a mano, no dudaría en ensartar al Fu Manchu de pacotilla como si fuera una trucha. Pero no la tiene y los otros, cobardes o no, llevan armas de fuego.
—Yago —murmuro, apretándole el brazo—. Tranquilo, socio.
Mala idea. Mis palabras surten el efecto contrario al que pretendían. Yago se distrae un instante, sus feroces ojos se apartan de los del chino y este reacciona envalentonándose.
—Desacato a la autoridad —dice, medio sacando su pistola de la funda—. Nos vais a acompañar todos al cuartel.
—Guárdate la pipa, tío —gruñe Yago—. Es ilegal amenazar a ciudadanos desarmados.
—Me lo cuentas en el calabozo —contesta el chino. La pistola está ahora en su mano, apuntando a mi socio.
Diez, nueve, ocho… el reloj de mi cabeza se pone en marcha. Siete, seis, cinco… los otros paramil empiezan a sacar también sus armas. Cuatro, tres dos… puedo adivinar las intenciones de Yago, se ha movido ligeramente, poniéndose de perfil, minimizando el blanco que ofrece, está a punto de atacar, quizás agachándose con rapidez y entrando con un cabezazo al estómago. Es muy rápido, puede conseguirlo, pero el chino tiene el tiro a quemarropa y los otros dos también van armados. Uno…
Ingrid se adelanta, resuelta, coqueta, balanceándose sobre los zapatos de tacón que se ha puesto para la ocasión. Es la única de las tres que lleva falda y las faldas de Ingrid siempre se quedan muy por encima de sus rodillas perfectas.
—Aquí tiene, oficial —dice, tendiéndole su tableta, la voz tan empalagosa como el dulce de leche—. No hace falta enfadarse.
La tensión se rompe como por ensalmo. Los trapecios de Yago se distienden, las armas vuelven a sus fundas, el chino muestra unos dientes amarillentos de rata, mientras simula examinar la tableta de Ingrid, que le sonríe como si fuera un galán de Hollywood.
—Debería deteneros a todos —rezonga Fu Manchú—. A ver si tu novio aprende modales.
—Yago no pretendía ofenderle, oficial. —El dedo de Ingrid, muy, muy casualmente, roza los galones de cabo que exhibe el chino—. Solo quería defenderme. Ya sabe, los hoplitas son muy impulsivos.
—¿Hoplita? —pregunta el paramil—. ¿Sois un equipo de Spartana?
—De la palestra de Agua Amarga, teniente. —La mano de Ingrid ahora tira del codo del matón, atrayéndole hacia mi socio—. Este es Yago, nuestro capitán.
—¡Claro que sí! —exclama el chino, tendiéndole la mano, toda su agresividad convertida en súbita admiración—. ¡Menudas Termópilas hiciste en la Ateniense! ¡La forma en que despanzurraste a aquellos rottweilers! ¡Un auténtico campeón!
Yago atrapa la pezuña diminuta del paramil con su manaza y la palidez cadavérica en el rostro de rata da cuenta de que el apretón le ha molido las falanges. Pero el tipo está tan contento que ni siquiera lo nota.
—Fírmame un autógrafo —dice, tendiéndole la tableta.
Yago traza un garabato con el dedo en el pad del artilugio. Está todavía descolocado, pero su enfado se ha disipado por completo, borrado por la admiración que le profesan los paramil.
Necesitamos todavía otros diez minutos para librarnos de ellos. Dani le sigue el juego a Yago y entre los dos ensartan a unos pocos perros imaginarios, para deleite de los matones. Ingrid se retira discretamente de la escena, de la pantomima y las risotadas del barracón de los hombres. Cuando llega a nuestra altura, Eva le aprieta la mano.
—Bien hecho, niña.
Ingrid se muerde los labios, una lágrima se asoma a sus pupilas, pero la barre sin compasión, con un rápido movimiento del dedo.
—A ver si dejan de hacer el ganso —dice—, antes de que se me corra el rímel.
—Menuda hembra se beneficia el hoplita —comenta el chino a sus hombres mientras nos alejamos, en voz lo bastante alta como para que todos podamos oírle.
Ingrid se gira hacia él y por un segundo temo que le insulte, pero se limita a aletear sus largas pestañas, ofreciéndole a Fu Manchu una instantánea de su bello rostro. Una de sus manos se pasea, seductora, por la espalda de mi socio. Junta los dedos de la otra, deposita en ellos un beso y lo lanza hacia la rata de alcantarilla, como un nenúfar envenenado.