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—El bosque original tenía árboles auténticos —explica Wolfe, mientras teclea el código que da acceso al interior del monumento—. Pequeños bonsáis, uno por cada persona que murió en el bombardeo chino de la antigua base de McMurdo. La misma idea que el Bosque del Recuerdo en Madrid, excepto que en nuestro caso había diez veces más plantas.

—De niña mi abuelo me llevaba a ese bosque —murmuro—. Me imaginaba que mi madre era uno de los olivos y mi padre el ciprés que crecía a su lado.

Entramos al monumento. Las puertas se cierran en silencio, detrás de nosotros y una suave luz ilumina un recinto circular, de unos cincuenta metros de diámetro, que recuerda el interior de una cueva excavada en una montaña de hielo. Las paredes refulgen como si estuvieran cubiertas de zafiros, el aire es límpido y frío, el silencio absoluto. La pieza está totalmente vacía.

—Ya no hay bonsáis, por lo que veo —aventuro, en voz baja; hay algo aquí que sobrecoge e invita a la quietud.

—Cierra los ojos —invita Wolfe.

Le obedezco y cuando los abro de nuevo, los árboles me rodean por doquier. No son bonsáis, ni tampoco olivos o cipreses, de hecho no se asemejan a ningún árbol que haya visto en mi vida. Las formas son caprichosas, casi imposibles a veces. Ramas que parecen girar formando bandas de Moebius, copas que cierran esferas, troncos en los que pueden distinguirse los rasgos de un rostro, hojas que dibujan las formas de colibríes y mariposas… Es como si de repente nos encontráramos en una selva alienígena, en algún planeta remoto y bellísimo.

—Cada uno de los árboles que ves fue diseñado utilizando las técnicas de realidad virtual más avanzadas de Alberta —explica Wolfe—. Cada árbol es único e irrepetible, al igual que lo era la persona que conmemora. Ven, vamos a buscar a tus padres.

Echamos a andar, lentamente, recorriendo la extraña jungla, hasta que llegamos a una gigantesca secoya, cuya copa parece traspasar la bóveda de hielo y perderse en las nubes. A su lado crece un almendro en flor. La secoya no es exactamente una secoya, ni el almendro un almendro, sus troncos giran el uno en torno al otro, a veces incluso se atraviesan, confundiéndose en un único árbol.

—¿Qué te parece? —pregunta Wolfe.

—Siempre supe que mis padres se amaban —contesto—. Los árboles también lo saben.

—Es una manera muy bella de expresarlo.

—Usted los conoció, ¿verdad?

—Sí, así es —suspira Wolfe.

—Mi padre —musito, acariciando casi sin darme cuenta el tronco de la secoya, maravillándome de cómo su inmensa fuerza vital fluye por mis dedos—. No sé casi nada de él. Creo que mis abuelos saben mucho más de lo que me han contado.

—Quizás tus abuelos pensaban que era mejor para ti no saber demasiado sobre tu origen —aventura Wolfe, con aire pesaroso.

—Todo el mundo tiene derecho a saber quién es —respondo.

—Es cierto —admite él.

—¿Y quién soy yo, profesor? —pregunto, sin atreverme a mirarle a la cara. La premonición que me ha asaltado desde que hemos entrado en este templo se extiende por toda mi alma, oscureciéndola, como si la verdad que nadie me ha revelado nunca fuera una luna negra que eclipsa el sol.

Wolfe suspira, mete la mano en su bolsillo, saca de él sus tres bolas doradas, las hace girar entre sus dedos durante unos segundos, cada vez más velozmente.

—Ya sabes que casi toda la actividad de Anónimos se desarrolla en la red —dice—. Pero aun así contamos con un cierto número de militantes en las ciudades más importantes del planeta.

Wolfe hace una pausa, guarda las bolas y me toma del brazo.

—Uno de nuestros líderes más activos en Madrid, hace veinte años, era Zafra, tu madre.

¡Zafra! Hay una parte de mí que se lo esperaba y otra que balbucea anonadada, que no quiere averiguar nada más. Sé que es mi última oportunidad de no saber. Aún puedo dar por concluida la conversación, aún puedo rogarle al profesor que no siga contándome. El eclipse en mi alma es ahora total. En la oscuridad, solo escucho una voz que gime en mi cabeza, rogándome que no pregunte más.

No le hago caso.

—Continúe, por favor —consigo articular, con gran esfuerzo.

—Una de las actividades más peligrosas que Anónimos realizaba entonces y ahora era la de ayudar a fugitivos del régimen del presidente Ivanchenko. Un buen día llegó a Madrid uno de esos fugitivos, un muchacho de unos veinte años. Su nombre, o al menos el nombre que Anónimos decidió para él, era Boris Stark.

Wolfe roza la secoya y la imagen de un gigante albino flota frente a nosotros. Es tan alto como Andrei, aunque más corpulento y menos estilizado, pero aun así, el diseño es inconfundible.

—Mi padre era un SMOG, ¿verdad? Su enfermedad no fue otra cosa que el envejecimiento programado en sus genes.

—Así es —asiente Wolfe.

La luna oscura que bloquea la luz del sol en mi espíritu empieza a desplazarse lentamente, dejando pasar una tenue claridad. El paisaje que esa luz macilenta revela es desolador, pero al menos no es un decorado. La verdad, por devastadora que sea, es sólida, puedo poner mis pies sobre ella y seguir caminando.

Pero aún no conozco toda la verdad y esa parte de mí que no quiere saber intenta convencerme a toda costa de que ya he averiguado suficiente sobre mi pasado.

Vuelvo a ignorarla, aunque sé que voy a arrepentirme de ello.

—¿Y yo, profesor?

La expresión de tristeza en el rostro de Wolfe me avanza lo que está por venir. En el fondo, lo sabía ya antes de entrar aquí. Quizás lo sabía desde que escuché la historia de Mihail.

—¿Por qué me parezco tanto a él? ¿No debería haber heredado algún rasgo de mi madre?

La pregunta es retórica. Conozco la respuesta. Solo necesito que Wolfe me la confirme.

—Boris Stark no era tu auténtico padre —suspira—. Aunque merecía de sobra serlo. Sobreviviste gracias a él. Tu origen es el mismo que el suyo.

No, no me sorprende. En cierto modo lo he intuido desde que tengo uso de razón, desde que puedo apreciar cuán diferente soy de la gente que me rodea. Quizás mi corazón lo sabía antes que yo y por eso se entregó sin dudarlo a Andrei, tan parecido a mí, otro huérfano albino, engendrado en una probeta, nacido en un laboratorio.

—Así que soy una SMOG.

Wolfe asiente en silencio.

—¿Qué más, Robert?

—Es una larga historia —suspira él.

—Pero me ha traído aquí para contármela. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas. ¿Por dónde empezar?

—Mi abuelo siempre empieza así —sonrío—: «Erase una vez».

Spartana
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