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No puedo quitarme a Andrei de la cabeza. Me siento ridícula, estúpida como una de las clientes repintadas que vienen a las exhibiciones del fin de semana; cuántas veces habré escuchado sus conversaciones acarameladas que siempre giran en torno al mismo tema. Parece no preocuparles otra cosa que sus ligues y aventuras. «Eso es que les sobra tiempo, chiquita», solía aseverar Eva, y las dos nos reíamos del poco fuste de las VIP. Pero ahora, incluso ellas me parecen sensatas y aplomadas comparadas conmigo. Tengo una Siberiana que jugar, llevo en mi uña un chip con el que Anónimos quiere infiltrarse en el intranet ruso, en cualquier momento me puede contactar el misterioso agente NDA, debería concentrarme en las durísimas pruebas que me esperan. Y nada de eso me importa lo más mínimo comparado con la posibilidad de ver a Andrei de nuevo.
A falta de mejor plan, decido dar una breve carrera con mis perros, una hora de trote suave que me relaje y me ayude a olvidar mi insana obsesión.
Cuando llego a la perrera, reparo en que la puerta está abierta, el mecanismo de cierre no funciona bien y, a pesar de las quejas de Carmona, todavía no ha venido nadie a repararlo. Me acerco, con la idea de cerrarla de un portazo, cuando escucho los ladridos excitados de Rómulo y Remo.
—¿Qué pasa, campeones?
Rómulo trota hacia mí gimoteando, Remo le sigue de cerca. Quieren avisarme de que algo no va bien.
¡Kurt! El muy inconsciente se ha escapado de la perrera. Pero no puede estar muy lejos, por una vez me alegro de que toda nuestra área esté vallada. Aun así, tengo que darme prisa en encontrarlo, antes de que haga alguna barrabasada. Busco el collar de mi perrillo y su bozal, para darle un escarmiento, y me arrodillo frente a Rómulo y Remo, dándoles a oler las piezas.
—Kurt —digo, hablándoles al oído, como cada vez que quiero estar segura de que me entienden—. ¡Buscadle!
Remo deja escapar un breve gemido y sale disparado en dirección al bosque, Rómulo y yo le pisamos los talones. Nos internamos unos quinientos metros en la espesura, antes de que Remo se detenga frente a la valla. ¡Un agujero! Hay un agujero en ella, no lo bastante grande como para que se cuele un perro adulto, pero suficiente para permitir el paso de un cachorro de cuatro meses. ¡Y está en la valla que nos separa de la zona ruski!
Sin pensármelo dos veces trepo a un cedro que crece cercano a la alambrada y salto al otro lado. Mis dos pastores alemanes ladran, desesperados, intentando sin éxito colarse por el magro orificio. No quieren dejarme sola y sé que tienen buenas razones para ello. Saben, como yo, que estoy en el territorio de los ezhen.
Pero posiblemente los ezhen están a buen recaudo, como deberían estar nuestros animales. Y si estos dos siguen escandalizando, pronto voy a tener encima a la mitad de los guardias de seguridad de la isla.
—¡Rómulo, Remo! —ordeno—. ¡A casa!
Los dos levantan la cabeza, me miran, repito la orden. Poco a poco, con desgana, arqueando el lomo y echando furtivas miradas hacia atrás, se dan la vuelta y se alejan hacia la perrera. Yo echo a correr, bosque a través.
Tengo suerte, aún no he cubierto medio kilómetro cuando una feroz alimaña se planta frente a mí, mostrando sus temibles caninos. Es tanta su presunción que, a pesar del enfado que llevo, no puedo evitar desternillarme de risa.
—¡Kurt! ¡Ven aquí, gamberro!
Mi cachorro se acerca, todavía presumiendo, hasta que le encajo el bozal y tiro severamente de la correa.
—¡Perro malo! —increpo, amenazándole con el índice.
Kurt esconde la cabeza entre las patas y luego me sigue como un corderillo. Pero aún no hemos desandado cien metros, cuando escucho un rumor de voces que viene de la espesura.
—Chitón —susurro, aunque Kurt, con el bozal puesto, no está en condiciones de hacer mucho ruido—. Espérame aquí.
Le dejo atado a un árbol y me acerco, de puntillas, a los matorrales tras los cuales se oyen las voces. Sé que es una imprudencia, pero supongo que Kurt y yo tenemos en común la curiosidad y el poco sentido común.
Ando unos treinta metros, cautelosamente, antes de verlos. Los tengo muy cerca, se trata de un grupo de cadetes que rodean tres cajas de aluminio, plantadas en un claro del bosque. Los matorrales me ocultan por completo y decido que puedo permitirme el lujo de echar un rápido vistazo antes de regresar.
Enseguida distingo a Andrei, desnudo de cintura para arriba, estirando sus alargados músculos, tenso como la cuerda de un arco a punto de dispararse. Iván Imzaylov está a su lado. También él está estirando. Su físico es similar al de Andrei, casi la misma estatura, el mismo apabullante poder, más aparente aún en el caso de Imzaylov, cuya musculatura es, sencillamente, sobrehumana. Pero la gran diferencia entre ambos no tiene que ver con el volumen o la fuerza de esos músculos, sino con la forma en que Iván hace crujir sus nudillos o mueve el cuello, lenta, deliberadamente, aflojando sus cervicales. Cada uno de sus movimientos está cargado de violencia. Lo que más asusta de su cuerpo no es su descomunal potencia, sino la crueldad que la acompaña.
Junto a ambos, identifico a Maya Koutnesova. Es inconfundible, un ciego se daría cuenta de su parentesco con Andrei. Se me antojan caras enfrentadas de una moneda, polos opuestos del mismo imán. Todo lo que es cálido en Andrei, aparenta helado en Maya, el aura que desde el instante que le conocí me atrajo a él, también fosforece alrededor de ella, pero su efecto sobre mí es el contrario. Maya viste unos pantalones cortos y camiseta de tirantes que dejan al descubierto unas piernas larguísimas y unos hombros y brazos de músculos perfectamente torneados, su físico es el de una modelo y asimismo reverbera la peligrosa energía de una campeona de la Siberiana. El cabello es idéntico al de Andrei, más plateado si cabe, tan corto como el del resto de los cadetes. Sus ojos son tan azules y tan fríos como los icebergs de la Antártida. Todo en ella es glacial. Sus movimientos gráciles y controlados, la belleza hierática de su rostro, la voz, cortante como el viento de Siberia.
—¿Preparados? —pregunta.
Andrei e Iván asienten. Uno de los tres cadetes que los acompañan les tiende un par de varas de madera, los otros dos se dirigen hacia las cajas de aluminio, abren las trampillas y sacan, tirando de unas correas de cuero, a seis enormes dóbermans, dos de cada caja. Un escalofrío me recorre la columna contemplando a los soberbios animales. Son jóvenes, tres o cuatro años a lo sumo, purasangre donde los haya, todas las características que hacen a los dóberman una de las razas de perros de combate más peligrosas resaltan en ellos. Los músculos prietos y amenazadores, el alargado hocico, apresado por un bozal que no cesan de intentar sacudirse, el potente cráneo que alberga un cerebro más feroz que inteligente, los febriles ojos marrones. Por nada del mundo querría vérmelas con esos demonios. Y sin embargo, parece que Andrei e Iván pretenden enfrentarse a ellos armados con simples palos.
Mi primera reacción es pensar que los perros están drogados, un truco al que recurrimos no pocas veces en las exhibiciones. Pero viéndoles revolverse comprendo que no es el caso. Los dos soldados que los tienen de las correas apenas pueden controlarlos. A tan corta distancia y atacando en grupo, los dóberman son invencibles, lo sé por experiencia. Hace tres años, durante una de mis primeras competiciones, prácticamente me arrollaron, acabé magullada, cosida a arañazos y aunque el uniforme blindado me salvó de recibir heridas serias, no me evitó meses y meses de pesadillas. ¡Y estos dos pretenden enfrentarles armados con un mondadientes y casi desnudos! No consigo dar crédito a mis ojos, me digo a mí misma que hay alguna especie de malentendido.
Pero no hay malentendido que valga. A otra orden de Maya, los soldados mueven una palanca que libera a los perros de correas y bozales. Los pura sangre, sin dudarlo un instante, se precipitan hacia los dos dragones que les aguardan impasibles, sin tomarse ni siquiera la molestia de blandir sus ridículas estacas.
Me muerdo los labios hasta hacerme daño para no proferir un grito, puedo oler mi propio miedo, mientras los perros cargan. Andrei e Iván aguardan a tenerlos casi encima antes de echar a correr al unísono, en direcciones opuestas. Su arrancada es tan rápida y sincronizada, que los dóberman dudan un instante, indecisos, antes de dividirse en dos grupos de tres y precipitarse tras ellos.
El reloj de todos los combates se dispara en mi cabeza. Diez, nueve, ocho… Andrei está llegando al lindero del claro, con el más grande de los animales pisándole los talones. Siete, seis, cinco… Iván se gira en seco y se enfrenta a sus perseguidores. Cuatro, tres… Andrei apoya el pie en el tronco de un abedul; por un momento tengo la impresión de que puede subir por él en vertical, oponiéndose a las leyes de la gravedad, pero al instante le veo saltar, asirse a una rama con una sola mano, girar en pleno aire y caer detrás de los tres perros, que se revuelven sorprendidos y confusos. Dos, uno… Iván echa a correr hacia los dóberman que le persiguen, cargando contra ellos con la seguridad con que un grizzly embestiría a una jauría.
Ni los pura sangre ni yo tenemos tiempo de entender lo que ocurre a continuación. Los dos gigantes se mueven demasiado deprisa, mis sentidos registran una sucesión de imágenes, superpuestas a los aullidos lastimeros de los animales golpeados. Cuando todo vuelve a aclararse, los tres perros que atacaban a Andrei retroceden frente a él, cojeando, gimiendo, con el lomo hundido y la cabeza casi a ras de suelo. Él se encoge de hombros, como disculpándose por haberlos apaleado y las pobres bestias reculan hacia sus jaulas, solo para encontrarse con que los soldados han cerrado la trampilla y no pueden entrar en ellas. Empujan en vano, ladrando desesperados y acaban por acurrucarse, acobardados, contra la estructura de aluminio.
Los tres animales que han tenido la desgracia de enfrentarse a Iván, en cambio, no se mueven del suelo, donde yacen, con el cráneo abierto. Maya Koutnesova contempla impasible la escena.
—Buen combate —declara.
—¿Tú no practicas, comandante? —pregunta Iván. Su voz es un ronroneo almibarado.
—¿No has tenido bastante sangre aún, Imzaylov? —responde ella, cortante.
—Es una pena desperdiciar el género —retruca el felino, con una sonrisa melosa—. Esos animales ya no sirven para otra cosa que como blanco.
Maya asiente, como dándole la razón, ametralla una orden, uno de los soldados le tiende un arco y un carcaj.
—Sestra, no… —protesta Andrei.
—Iván tiene razón, bratushka —contesta ella—. Esos animales ya no sirven para nada.
—Pero…
Maya le da la espalda y profiere otra orden. Los cadetes azuzan a los dóberman que corren, cojeando, cada uno en una dirección diferente. Maya los abate antes de que consigan avanzar diez metros, la velocidad a la que es capaz de coger la flecha del carcaj, tensar el arco y apuntar, cambiando de blanco cada segundo, sería inconcebible, de no ser porque, a estas alturas, es exactamente lo que me espero.
El rostro de Andrei se contrae en un espasmo de impotencia. Iván, por el contrario, sonríe, feliz como un niño aplicado al que la maestra ha recompensado con una golosina.
—Suficiente —dice Maya—. Volvemos al campamento.
Retrocedo con lentitud, llevando cuidado de no tropezar o pisar alguna rama cuyo ruido pueda delatarme. Lo último que distingo, antes de que los matorrales oculten al grupo de mi vista es a Maya acercándose a su hermano, él intenta argumentar algo y ella lo acalla poniéndole un dedo en los labios. Luego, su mano acaricia levemente la cicatriz que cruza el pómulo de Andrei, con una ternura que me conmueve y me provoca un vendaval de envidia y rabia, admiración y animosidad hacia la gélida Valkiria con la que pronto tendré que enfrentarme. Me cuesta unos instantes ponerle nombre a ese sentimiento. Estoy celosa.