3
—¡Atletas! —exclama el charlatán—. Bienvenidos a la Antartiada.
Los drones zumban por todo el Ágora, repleta de gente, aunque el público que asiste en directo a la ceremonia no es más que una ridícula fracción de los más de tres mil millones que están enganchados al tube en estos momentos, según estima Xavier. Literalmente, media humanidad está pendiente de nosotros.
Visto de blanco, el color de Alberta, con la doble A bordada en el pecho y mi medallón ajustado al cuello. El uniforme de Maya no es menos sobrio que el mío. Pantalón y guerrera de color negro, con el oso y la estrella de la Federación Rusa en las bocamangas. Se ha teñido el cabello de color azul oscuro, se diría que a juego con sus ojos; toda ella exuda fuerza y confianza, su forma física es imponente.
Aunque no más que la de Iván Imzaylov, al que distingo en el ala ocupada por los rusos, sentado junto al general Mossenko. No recordaba que sus espaldas fueran tan anchas, sus músculos tan abultados, su torso tan poderoso. Repara en que le estoy mirando y me dedica una sonrisa melosa, de leopardo a punto de saltar sobre su presa. Por primera vez desde que Andrei se marchó, me alegro de que esté lejos de aquí, a salvo del depredador.
El charlatán desgrana su discurso sobre los altos valores que celebra la Spartana, antes de describir la prueba.
—¡Sin trucos! ¡Sin trampas! ¡Sin efectos especiales! ¡Tan solo nuestras atletas contra la crueldad de la Antártida! La maratón empezará por recorrer el Valle Seco de Taylor, uno de los lugares más desolados del planeta.
Hace una pausa teatral. Los cubos muestran imágenes del valle, ofreciéndonos un paisaje que conozco al dedillo, llevo semanas entrenando allí y sé que correr sobre los pedregales que cubren su suelo no es fácil. Maya no va a tener ninguna ventaja sobre mí en ese tramo.
—¡La segunda parte de la maratón nos ofrecerá una heroica ascensión! —vocea—. Las amazonas ascenderán por las Cataratas de Sangre, sin más ayuda que la de sus piolets y remontarán el peligrosísimo glaciar de Taylor, hasta su confluencia con el glaciar Ferrar.
El anuncio me cae como un martillazo en las rodillas, pero tampoco me sorprende del todo. Me había barruntado algo así cuando los rusos reclamaron la potestad de «introducir ciertas modificaciones» en el recorrido de la maratón que les propusimos, como contraprestación al hecho de que se celebrara en la Antártida. Y sin embargo, cuando aceptaron que la prueba se desarrollara en el Valle Seco, di por supuesto que el recorrido se limitaría a una o dos vueltas a su perímetro, ni se me pasó por la cabeza que se les ocurriera añadir la subida al glacial, escalando una pared de hielo de quince pisos de altura.
Los tubes muestran el paisaje, mientras el charlatán explica a qué deben su nombre las famosas cataratas. El color escarlata, ofrece, se debe al hierro que contiene el agua de un lago subterráneo, enterrado cuatrocientos metros bajo el glacial, que supura al exterior por una fisura en el hielo. Precisamente, explica, es ese mineral el que presta el pigmento rojo a nuestra sangre. El nombre, se felicita, no podría ser más adecuado.
¡Quince pisos de pared vertical y no he escalado hielo nunca en mi vida! Pero ascender por las Cataratas de Sangre no va a ser mi único problema. El resto de la subida al glaciar parece igualmente agotadora. El charlatán no duda en informarnos de que el último tramo es particularmente peligroso, debido a la gran cantidad de grietas que podemos encontrarnos. Casi puedo distinguir la sonrisa sardónica en los labios de Maya.
—¡Atletas! —concluye el charlatán—. ¡Os deseo fuerza y valor!
—¡Gu-rai! —gritan los dragones rusos, iniciando una ovación. Los cubos muestran cómo el aplauso se extiende entre las multitudes pendientes del tube en todo el planeta.
¿A quién aplauden? ¿Por qué lo hacen? ¿Es esta realmente una carrera por la libertad, un desafío a la tiranía de Ivanchenko? ¿O se trata de un simple espectáculo, otra Spartana para entretener a las masas?