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Para cuando llegamos a las Cataratas de Sangre, me percato de que ambas estamos agotadas. Además, se está levantando viento. No tengo ni idea de cómo voy a subir por esta pared y lo último que me faltaba era una galerna que hiciera más difícil mantener el equilibrio.

La única ventaja del temporal es que está dispersando a los drones que nos persiguen. Sé que es una estupidez, pero me siento mejor sin escuchar su continuo zumbido, sabiendo que lo tienen más difícil para capturar cada uno de mis movimientos.

Maya se detiene frente a la pared, pero no la acomete inmediatamente. Entiendo el mensaje. Nos tomamos un breve respiro, devoramos un par de barras de cereales y vaciamos una de las cantimploras de líquido isotónico adosadas a nuestro traje antes de empezar, al unísono, la escalada.

¿Cuál es su estrategia ahora? Me basta con los primeros metros para darme cuenta de que es mucho más diestra que yo con los piolets. Cada paso le cuesta menos esfuerzo que a mí, lo que quiere decir que me podría sacar muchos metros en la escalada. Pero no lo hace. Se mantiene escrupulosamente a mi altura, quizás ha decidido reservar sus fuerzas para el final. Con la ventisca arreciando, las mías están prácticamente agotadas.

Dos de los cuatro drones que todavía nos persiguen se acercan para captar un primer plano y una súbita ráfaga de viento los estrella contra la pared. Los otros se mantienen a buena distancia, melindrosos, sus sensores han registrado la suerte de sus compañeros y las redes neuronales que los manejan aprenden muy rápido. Probablemente nos dejarán en paz el resto de la ascensión; nos estarán esperando en el glacial para seguir ofreciendo a los charlatanes nuestras imágenes, apenas lleguemos allí arriba.

Si es que llegamos. Las ráfagas son cada vez más frecuentes y más intensas. Tengo los dedos helados, a pesar de los guantes térmicos, mis brazos no van a resistir mucho rato más.

Pero lo peor es que estoy empezando a perder los nervios.

Hay muchos metros de caída libre aguardándome si me equivoco. No quiero acabar así, no quiero despeñarme en esta maldita pared cuando estoy tan cerca de mi objetivo. Seguir, tengo que seguir empujando, apresurarme todo lo que pueda y…

—¡No! —La voz de Maya es serena e imperativa—. Te caerás si sigues escalando de esa manera.

La miro, asombrada. ¿Me está ayudando? Si es así, ha escogido el momento correcto. No hay rastro de los drones.

—Pégate a la pared —continúa ella—. Tienes los brazos recargados, necesitas relajarlos. Tu piolet llevará un disparador para fijar un ancla al hielo. Úsalo. Pasa un cabo por el ancla y asegúratelo a la cintura. Hazlo ya.

La obedezco sin rechistar. Había olvidado completamente la existencia del ancla y la posibilidad de sujetarme a ella. Mis brazos son pura gelatina cuando por fin consigo asegurarme a la pared y relajarlos. Sin la intervención de Maya no habría tardado en irme abajo.

—El vendaval está amainando —instruye—. Vamos a esperar hasta que se calme un poco más. Aprovecha para beber. Come algo si puedes. Empieza a subir cuando me veas hacerlo a mí.

—¿Por qué, Maya?

—Te debía una —contesta ella—. Ahora estamos en paz. Deja de mirarme como una oveja. Los drones vuelven a hacernos compañía.

Spartana
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