7

Seguimos escalando cuando el viento amaina. Me doy cuenta de que Maya se mueve mucho más lento de lo que podría, esperándome. Aparentemente, no va a considerar que las cuentas entre nosotras se han zanjado hasta que llegue sana y salva a lo alto del glaciar.

Cuando por fin superamos la pared de hielo rojizo, los dos moscones revolotean por encima de nuestras cabezas. Si le agradezco su gesto, los tubes de todo el planeta repetirán mis palabras. Busco sus ojos, tratando de expresarle mi gratitud, pero solo encuentro hielo en ellos.

La dejo salir delante de mí. Es lo menos que puedo hacer. Nos quedan alrededor de veinte kilómetros glaciar arriba, y sé que en este tramo empinado llevo ventaja.

Le debo la vida, pero tengo que derrotarla. No pienso en otra cosa cuando empiezo a apretar el paso, acercándome a ella. Maya, a su vez, fuerza la marcha para mantener su delantera, pero aún quedan muchos kilómetros por delante y sé que puedo pasarla antes de que lleguemos a la meta.

Mi tableta me avisa que estamos entrando en la zona de las grietas y de inmediato la topografía de la zona aparece en una holo que mis gafas 3D superponen al paisaje. Nunca antes había utilizado un dispositivo tan sofisticado y la sensación es, a la vez, extraña y excitante, como si gozara, de golpe, de visión de rayos X. Maya, naturalmente, debe estar viendo lo mismo que yo, observo cómo su trayectoria se va modificando para esquivar las grietas que se abren a nuestro paso.

Está bajando el ritmo. Decido que es un buen momento para adelantarla y empiezo a acelerar. Estoy casi a su altura cuando aparece una grieta justo delante de nosotras. Las probabilidades de que la nieve que la sella ceda a nuestro paso son muy altas. Pero la falla es ancha y esquivarla requiere dar un rodeo.

Mi rival decide recuperar el terreno que le he ganado arriesgándose a cruzar en línea recta, pisando la falla.

Que se abre a su paso, engulléndola.

—¡Maya! —grito, deteniéndome en seco. No hay respuesta. Uno de los drones que nos persiguen gira por encima de la sima que se la ha tragado. El segundo se zambulle en la cavidad.

Sé que nadie me echará en cara que siga corriendo y la abandone a su suerte. Si lo hago, habré vencido la Antartiada.

Pero acaba de salvarme la vida y la suya está ahora en peligro. Si no la ayudo, no seré capaz de volver a mirar a Andrei a los ojos.

Me acerco cuidadosamente a la grieta, seguida del drone, fijándome en cada paso que voy. Por suerte, no es muy ancha ni tampoco muy profunda, mi tableta arroja una lectura de diez metros, se trata prácticamente de un socavón, comparada con las simas de cientos de metros que se abren por doquier en el glaciar.

—¡Maya! ¿Puedes oírme?

No hay respuesta, pero mi microhalógeno ilumina un bulto inmóvil en el fondo de la caverna. Me pregunto qué se ha hecho del drone que la perseguía. El que me sigue a mí es más prudente y no me acompaña cuando empiezo a descender.

Me descuelgo con rapidez, usando los piolets. Maya está inmóvil, apoyada contra la pared de hielo.

Con los piolets en la mano.

El drone yace, hecho añicos, a su lado.

Me doy cuenta, demasiado tarde, de que hay algo extraño en su postura. No está tumbada. Está agazapada.

Lista para saltar sobre mí en cuanto me acerque.

Suelto los piolets y ensayo una llave defensiva, tratando de zafarme de ella.

Casi lo consigo.

Pero Maya es demasiado rápida. Bloquea mi mano con la suya, inmoviliza mi codo, y me hace girar por encima de su espalda como una peonza. Caigo al suelo de bruces y ella clava su rodilla en mi columna. Ni siquiera golpea fuerte, no lo necesita. En esta posición estoy perdida. Tiene la sangre fría de apagar mi linterna. Supongo que prefiere no verme la cara cuando me parta la nuca.

—No grites —dice.

—No pienso darte ese gusto —contesto.

—¿Todavía no lo entiendes?

La presión de su rodilla se relaja. Me giro hacia ella. Apenas la distingo en la oscuridad.

—¿De verdad crees que te salvé la vida en las cataratas para asesinarte ahora?

—No me has recibido con un abrazo, precisamente.

—Necesitaba asegurarme de que no hicieras más ruido de la cuenta. Aún queda un drone ahí arriba.

—La grieta —afirmo, más que pregunto—. Lo has hecho a propósito. Llevabas los piolets preparados para frenar la caída.

—Y para eliminar a ese mirón —dice Maya, señalando con la cabeza al drone.

—¿Por qué? ¿Qué te hizo pensar que bajaría a buscarte? Podía haberme limitado a seguir sin ti.

—Pero sabía que no lo harías.

—¿Tan segura estabas?

Da —afirma Maya—. Estaba segura. Pero eso no me hace sentirme menos orgullosa de ti.

—Creí que éramos enemigas —murmuro, todavía confusa, negándome a aceptar lo obvio.

—Eres muy valerosa, Vega Stark —ríe ella, y comprendo, anonadada, que es la primera vez que la oigo reír—. Pero te hacía más perspicaz.

Y de repente, en la oscuridad de la caverna, todo se aclara.

—¡NDA! —exclamo—. Eres NDA, ¿verdad?

—Shhh —dice Maya, poniéndome un dedo en los labios—. Los sensores de los drones son muy refinados. No queremos publicarlo en todos los tubes del planeta.

—¿Desde cuándo, Maya?

—Desde que tenía diez años —contesta ella—. Supongo que Andrei te habrá contando nuestra odisea en el Transiberiano, ¿verdad? Los supuestos terroristas que atacaron el tren en el que viajaba con mis padres eran hombres de Mossenko. El presidente había averiguado su intento de fuga y ordenó al general que los detuviera. Sus órdenes fueron tajantes. Eliminar a Fedor, al que consideraba un peligro, pero respetar la vida de Olga, a quien quería como una hija. Las cosas no salieron como las habían planeado. Mi madre murió en el tiroteo y quizás nosotros hubiéramos muerto también de no haber dejado mi padre su pistola cargada en el vagón.

—Andrei me contó cómo mataste al terrorista que intentó agrediros.

—Tuve mucho rato para fijarme en el cadáver. Me llamaron la atención sus botas. Blancas, para camuflarlas en la nieve, con una suela recia y rugosa que agarraba muy bien y cintas magnéticas de cierre rápido. Las mismas botas que llevaban nuestros instructores en la Academia Spartana.

—Más tarde conocí a Mihail, después de que mi hermano y él intentaran fugarse de la academia. Fue él quien me abrió los ojos y me reveló nuestra condición. Al poco tiempo tuve ocasión de experimentar lo que significa la obsolescencia.

—Nicolai —musito—. Imagino lo que sufriste.

—No —niega ella—. No te lo imaginas.

Hay un instante de silencio. El fantasma de Yago revolotea a mi alrededor. Extiendo mis manos hacia él, pero solo palpo sombras, no hay más que oscuridad, frío y remordimientos aquí abajo. Maya se equivoca. También yo sé lo que es sufrir.

—Entré en contacto con Anónimos durante el viaje triunfal —continúa ella—. Mi nombre de guerra, NDA, es una contracción de «Nadia», la heroína de Miguel Strogoff. Era la novela que le estaba leyendo a mi hermano durante nuestro viaje en el Transiberiano. Más tarde conocí a Badark. El resto de la historia ya la sabes.

—¿Por qué no escapaste con nosotros?

—Mi misión no había terminado. Gracias a ti pudimos recabar toda la información que se precisaba para programar el virus, pero todavía es necesario cargarlo de vuelta en el sistema ruso y activarlo. Desde el principio previmos que sería muy difícil hacerlo de manera remota. Nuestro intranet es virtualmente impenetrable.

—Pero Xavier está intentando… —balbuceo.

—Xavier sabe perfectamente que sus ataques cibernéticos están condenados a fracasar. Los cortafuegos que protegen nuestro sistema informático aquí en la Antártida han sido montados por computershik traídos expresamente desde el CAC de Olkhon. De Asís no es un necio, y contaba con ello.

—¿Entonces? Creí que el propósito de esta farsa era infiltrar el virus en vuestro intranet.

—Lo es. Los ataques de Xavier son una mera distracción, exactamente lo que Mossenko se espera. El truco más viejo de las Termópilas. El hoplita agita las jabalinas para llamar la atención de la jauría, mientras la amazona prepara sus flechas. El auténtico propósito de la Antartiada no es otro que permitir que el agente NDA recupere el chip con toda la información necesaria para disparar el virus. Cuando termine esta farsa, regresaré a Siberia y, a su debido tiempo, encontraré la ocasión de infiltrar el chip en el CAC, como hiciste tú. Esta vez será más difícil, sin Mihail…

—¿Entonces… él…? —me interrumpo, sin atreverme a completar la pregunta.

—Mihail sigue vivo, sestra —interrumpe Maya, poniéndome un dedo en los labios—. Hace unas semanas fue «retirado» del CAC, junto con otros computershik cuya obsolescencia estaba muy avanzada. Desafortunadamente, el transporte que debía llevarlos al centro médico de Irkutsk fue atacado por un grupo de terroristas vor… Mihail y sus compañeros se encuentran en paradero desconocido… Para el general Mossenko.

—¿Está en Agar, verdad? —pregunto, esperanzada, apretando sus manos.

—Así es. Pero no sabemos cuánto tiempo le queda. En todo caso, ya no contamos con un agente en el CAC. Todavía no sé cómo infiltraremos el virus de vuelta. Pero lo conseguiremos. Ahora necesito que me des el chip.

—¿El chip? ¿Yo?

—Por eso estamos aquí. Todo lo que me hace falta está en tu precioso medallón.

Maya me desabrocha el talismán y roza la doble A en tres puntos concretos. El broche emite un brillo azulado y un instante después, el chip que ocultaba es parte de su uña.

—Póntelo otra vez —dice, tendiéndomelo de nuevo—. Te sienta bien.

La obedezco. Su mano enguantada acaricia mi mejilla. Siento cómo el contacto de sus dedos me conforta, parece darle sentido a todo esto. Cierro los ojos, agradecida.

—Maya, yo…

El intenso dolor precipitándome de vuelta a la grieta helada. Una mano férrea en mi boca, bloquea mi grito sorprendido.

—Shhh —cuchichea—. Es un corte superficial.

Enciende su linterna. Tiene su cuchillo en la mano. La sangre que brota de mi mejilla se congela rápidamente.

—¿Por qué? —balbuceo.

—Los drones me han visto caer en la grieta y te han visto bajar a buscarme —dice ella—. Hay mil millones de personas pendientes de nosotras. Pronto llegarán más drones, copters… Tenemos que acabar el espectáculo. La herida es parte del show. Voy a salir de aquí dentro de un minuto. Tú vas a esperar tres más antes de seguirme.

—¿Entonces… la maratón?

—La gana Rusia —dice ella—. Declararé que intentaste agredirme y tuve que defenderme.

—¡Nadie te creerá!

—Claro que no. Pero eso carece de importancia. Lo importante, para Mossenko y para el presidente, es que habré conseguido la victoria. Les traerá sin cuidado que me haya aprovechado de tu bondad, es lo que se espera de mí. Lo siento, Vega, pero no hay otra alternativa. Perder me haría caer en desgracia y comprometería mi libertad de movimientos. Consuélate. La victoria que le regalas a Ivanchenko está envenenada. El precio que pagará por ello será la destrucción de su corrupto imperio.

Sus labios se posan brevemente en mi frente y un instante después está ascendiendo con rapidez hacia la luz, dejándome, herida y sola, en la oscuridad.

Spartana
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