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Los motivos animados en su camiseta de fibra sensible han cambiado. En lugar del sistema solar, ahora representan una galaxia, quizás la Vía Láctea, en la que, cada pocos instantes explota una estrella, convirtiéndose en una supernova en miniatura, iluminando la oscuridad que se ha hecho sobre el campamento con breves chispazos de luz.
—Allá por principios de siglo —empieza—, surgió un movimiento subversivo llamado Anónimos. Se trataba de activistas que operaban usando la nube como medio y también como instrumento. Era un colectivo muy difuso, sin líderes y sin un credo formalizado, pero, a grandes rasgos, defendían los derechos humanos y las libertades básicas, se declaraban pacifistas y consideraban que el grupo debía estar por encima del individuo. También se declaraban a favor de la igualdad y la fraternidad sociales.
—Imagino que no llegarían muy lejos con esas ideas —musito.
—Más de lo que te imaginas —responde él, tan intenso como las supernovas que explotan en su camiseta—. Durante diez años, más o menos, entre 2010 y 2020, ganaron muchos adeptos. Sus métodos eran bastante burdos, pero efectivos, habida cuenta de que toda la tecnología digital de principio de siglo era muy primitiva. Podían tumbar cualquier sitio web que se les antojara e incluso llegaron a colapsar la nube en algunas ocasiones.
»No se limitaban a ataques cibernéticos, por otra parte. También convocaban y organizaban manifestaciones, concentraciones, recogidas de firmas, todo tipo de protestas, siempre usando medios digitales y aprovechándose de lo fácil que era moverse en internet sin ser detectado en aquellos años. Podían haber hecho mucho más; de hecho, podían haber sido el auténtico motor de un cambio social que, si se hubiera producido antes de la Gran Depresión, quizás habría evitado las autocracias de hoy en día… Pero su fuerza era también su debilidad. Sin líderes, sin objetivos específicos, obsesionados con la idea de la igualdad y el colectivismo, nunca consiguieron organizarse lo suficiente para representar una alternativa real a los partidos políticos convencionales que por la época se repartían el poder.
»Luego llegó la década de la escasez del petróleo, la división de Europa y las revueltas en todo el mundo y la gente perdió el interés por un grupo cuya presencia era únicamente virtual. Los años veinte fueron terribles para mucha gente, hubo mucha violencia y mucha miseria en todas partes, y cuando no se tiene para comer todos los días, deja de importarte la libertad.
Xavier hace una pausa. Cinco, diez, quince lentos segundos se arrastran por el reloj que siempre está en marcha en mi cabeza. Ha pasado un ángel, diría Alicia. Pero el ángel, se me ocurre, está a mi lado, sus alas quebradas, encadenado a una silla de ruedas.
—Renunciar a la libertad es un gran error —continúa, al fin—. Y los gobiernos autoritarios de todo el mundo se aprovecharon de ese error. A partir de los años treinta, con la excusa de atajar el terrorismo internacional, los servicios secretos asaltaron la nube. Cuando la gente se quiso dar cuenta, las redes sociales habían sido domesticadas, las páginas web estaban bajo control, los blogueros insolentes eran perseguidos y nadie podía estar seguro de que un funcionario del cuerpo de policía no estuviera leyendo a diario su correo electrónico. Anónimos trató de reorganizarse, pero ya era demasiado tarde.
»Las cosas empezaron a cambiar durante la crisis nuclear de la Antártida. Ocurrió de la manera más natural e inesperada posible. El movimiento original contaba con la fuerza del anonimato y la debilidad de la ausencia de líderes. Hace quince años, cuando el mundo hacía equilibrios en el abismo de una guerra atómica, surgió ese líder. Supongo que conoces el relato oficial del desarrollo de aquella crisis.
—En el colegio nos explicaron que la guerra se evitó gracias a la diplomacia —contesto, sin querer entrar en detalles. Quizás las arañas de Xavier hayan averiguado ya el desgraciado destino de mis padres, pero si no es así, no tengo ningún deseo de sacarlo a la conversación.
—Y es verdad. Lo que no se explica en ninguna escuela es que esas conversaciones fueron forzadas por una serie de ataques cibernéticos que penetraron los sistemas de seguridad de los silos nucleares de anglos y ruskis.
—¿Ataques cibernéticos? —pregunto, asombrada.
—Hay quien afirma que el presidente Vladimir Ivanchenko dio la orden de disparar misiles nucleares a las principales capitales chinas. Pero el protocolo de lanzamiento falló por culpa de un virus plantado en el sistema de control ruso. Presumiblemente, algo parecido le ocurrió a los anglos.
—¿Y esos virus fueron infiltrados por Anónimos?
—Así es. Pero la nueva organización no tenía nada que ver con el movimiento original. Ya no se trataba de una banda de hackers actuando por cuenta propia. El líder unificó a las células que todavía seguían activas, les dio acceso a tecnología revolucionaria y marcó sus objetivos. Penetrar el intranet militar ruso era algo impensable… Hasta que Anónimos lo consiguió. La diplomacia funcionó, es cierto, pero solo porque el presidente Ivanchenko tuvo miedo; nadie le garantizaba que los virus que infectaban sus sistema de control no fueran capaces de lanzar misiles a sus propias ciudades.
—Parece increíble… —murmuro.
—Como te puedes imaginar, la identidad del líder de Anónimos era entonces, y sigue siendo hoy en día, totalmente desconocida.
—Sí, supongo que en otro caso no duraría demasiado —suspiro—. Aunque parece mentira que haya podido esquivar a los sabuesos durante tantos años. Bien pensado, la existencia de Anónimos es como un milagro. Tú mismo has reconocido que la red está muy controlada hoy en día. ¿Cómo es posible operar, comunicarse, evitar que os atrapen?
—Tecnología —contesta Xavier, con una sonrisa de satisfacción.
Sonríe, ufano como un pavo real, su rostro de elfo tísico encendido por la pasión. No puedo evitar imaginármelo como el hermano que me hubiera gustado tener. La idea me hace estremecerme, apenas se ha formado en mi mente. Las piernas sin vida, la angustia en los ojos que las extravagantes lentillas naranja no consiguen disimular han dejado de ser los de un extraño.
Y sin embargo, sigo sin saber nada de él.
—Un rublo por tus pensamientos —dice.
—Pensaba que me he tropezado contigo en las situaciones más inverosímiles. Te he visto ejecutar proezas extraordinarias, acabas de revelarme la existencia de una organización subversiva, pero todavía no me has dicho una sola palabra de quién eres.
—A los lisiados no nos gusta hablar de nosotros mismos —contesta él—. Nuestras vidas privadas son poco interesantes.
—No tienes por qué contarme nada si no quieres —respondo, en tono cortante—. Pero ahórrame el cinismo.
—Lo siento. Es un tic que me cuesta evitar. En cuanto a mi vida, hay poco que contar. Ocupo mi tiempo libre estudiando informática y matemáticas. También juego al ajedrez.
—¿Te han admitido ya en alguna universidad? —aventuro, aprensiva como una novata que se enfrenta a un maestro de jiu-jitsu.
Un maestro capaz de noquearme con una sola palabra.
—Alberta —dice—. Llevo algunos años allí.
—¿Algunos años? Creí que eras de mi edad.
—Lo soy. Estoy en un programa especial.
En un programa especial, me repito a mí misma. Para superdotados, como es obvio.
—¿Y tu trabajo en Atenas?
—Alberta es famosa por sus técnicas avanzadas de realidad aumentada. El gobierno civil de la ciudad nos encargó la restauración virtual de la Acrópolis.
—¿Me equivoco o eres algo más que el botones del equipo? Fidias era cosa tuya, ¿verdad?
Xavier se encoge de hombros.
—He programado la mayor parte de los efectos especiales de la Acrópolis. Ya te dije que estar confinado a una silla de ruedas da mucho de sí.
—¿Y en Madrid? —pregunto, cada vez más irritada, aunque no sé exactamente por qué—. ¿Qué se te ha perdido aquí?
—La Antártida está muy lejos, Vega. Dado que tenía que viajar a Atenas para realizar las pruebas in situ, decidí tomarme unas semanas extra visitando a mi familia.
—¿Y qué has hecho con ellos? ¿Por qué estabas solo en Sol?
—Ellos no aprueban la manifestación. Y, por supuesto, no están al tanto de mis actividades.
—¿Y en cambio se las cuentas a la primera que te encuentras por la calle?
—Es lo mínimo que podía hacer. Me has sacado de un serio apuro.
—Un apuro en el que daba la sensación de que estabas deseando meterte, acudiendo a Sol con tu ropa VIP y tus cacharros de lujo.
—¿Qué esperabas, que me quedara en casa? Estaba seguro de que mi ataque al telecom del gobierno haría reaccionar a la gente y no quería perderme el espectáculo.
—Es divertido, ¿verdad? —Siento el ácido sulfúrico destilando en mi voz, pero no hago nada por evitarlo—. Volver a casa para vacaciones y acudir a una concentración a fin de demostrare a ti mismo el pedazo de crack que estás hecho. Venirte al Retiro a echar la noche al raso con la plebe. Compartir tu sabiduría con una tonta como yo. Dime, ¿cómo te habrías entretenido si no nos hubiéramos encontrado?
—Para serte sincero, contaba con encontrarte —asevera él, impasible.
—¿Contabas con encontrarme? ¿En mitad de una multitud como la de hoy? ¿Y qué te hizo pensar siquiera que fuera a acudir?
—Cuando nos conocimos en Atenas me tomé la libertad de registrar el identificador digital de tu tarjeta. —Xavier alza los brazos, mostrándome las palmas de las manos y esboza una sonrisa culpable, parece el portavoz del gobierno disculpándose tras anunciar una nueva tanda de recortes—. Mi cacharro, como tú dices, me informó de que estabas en Sol. Pensé que daría contigo fácilmente, pero había demasiadas interferencias. Estaba intentando localizarte cuando me encontraste tú a mí. Afortunadamente, debería añadir.
Un cansancio infinito me invade. Echo un vistazo de reojo a mi vieja tableta de pantalla arañada, en una de cuyas esquinas destella un reloj digital. Son las tres de la mañana. A mi alrededor el campamento se ha quedado en silencio. Incluso los chicos que nos han regalado la lata con los porros se han ido a dormir. De repente comprendo que la concentración se disolverá dentro de unas horas sin que la policía tenga que intervenir, simplemente porque mañana la gente tiene que trabajar. Nadie puede permitirse el lujo de faltar al tajo, no mientras dure la crisis y la crisis dura desde que tengo uso de razón. Quizás por eso nos han consentido este último exceso, la revolución está muerta antes de empezar y ellos lo saben mejor que nosotros. Mañana los tubes publicarán los vídeos de las chabolas invadiendo el Retiro, la excusa ideal para justificar la imperiosa necesidad de la Ley de Sectores. Quizás no hemos hecho otra cosa con esta acampada que hacerles el juego.
—Mejor me marcho a casa —suspiro—. Es muy tarde y mañana tengo que madrugar mucho.
—¿Por qué me culpas más, Vega? —pregunta él, su voz rezumando amargura—. ¿Por ser un VIP o por ser de Alberta?
—No te culpo de nada —murmuro, levantándome de la hierba en la que llevamos tantas horas sentados, la hierba que al principio de la noche olía a libertad—. Solo te tengo envidia.
Xavier trepa a su silla de ruedas con un ágil movimiento, se acomoda en el asiento, sube el respaldo, coloca sus piernas sin vida en el reposapiés. Sus ojos desolados se clavan en los míos.
—Créeme, yo te tengo más envidia a ti.
No sé qué decir. No hay nada que decir, en realidad, excepto despedirse. Le tiendo la mano.
—Me voy a casa. Suerte, Xavier.
—Hasta que nos veamos de nuevo, entonces —dice, parafraseando la despedida Spartana, al tiempo que forma una V con el índice y el corazón.
—¿V de victoria o de venganza? —pregunto, en tono ligero, tratando de despedirme con una nota amable.
—No es una V —contesta él—. Sino una A invertida. El símbolo de Anónimos. No lo olvides.