LA EJECUCIÓN
Acto seguido, sin más preámbulos, los sargentos se dirigieron a la escuela.
Yo me fui tras ellos. Conmigo caminaba el mayor Ayoroa y otros oficiales.
Terán entró en la pieza en la que se hallaba el Che y el subteniente que lo custodiaba se retiró. Bernardino Huanca hizo otro tanto en la sala donde estaba Willy.
Fue todo muy rápido.
El Che, al vernos, se alzó.
Comprendió al instante, y palideció.
Sólo acertó a levantar el puño derecho. Pero el brazo quedó a medio camino.
Terán soltó una ráfaga —hacia las piernas—, y el Che se desplomó, retorciéndose en el suelo. Gimió de dolor durante unos segundos.
La sangre empezó a brotar de las piernas y salpicó la pared.
Terán me miró y yo le hice un gesto afirmativo con la cabeza. Entonces, el sargento se adelantó un par de pasos, apuntó cuidadosamente, y soltó una segunda ráfaga de su fusil ametrallador.
Los tiros entraron en el pecho y el jefe de los subversivos quedó inmóvil.
Estaba muerto.
Un sanitario confirmó la defunción y salimos de la escuela.
El segundo guerrillero también había sido ejecutado.
Mi reloj marcaba las 12 horas y 10 minutos.
A partir de esos momentos, la alegría entre los soldados se desbordó.
Dispuse el traslado de los guerrilleros muertos en el helicóptero y establecí que el cuerpo del Che fuera el último en volar a Vallegrande.
A las 13.15 horas monté en el helicóptero y me dirigí al puesto de comando de la división, en la referida población de Vallegrande.
Tenía que dar una explicación a los periodistas que me esperaban, pero no podía comprometer al Alto Mando. Y al llegar —a las 13.45— sólo se me ocurrió una frase: «El Che Guevara ha muerto, ayer, en combate».
La noticia dio la vuelta al mundo y trajo nefastas consecuencias, naturalmente.
Mentí y mentimos...