A KENNEDY LO MATARON LOS ANTICASTRISTAS

El 6 de julio (1967) debería pasar a la historia como el día de la «vergüenza guerrillera».

El Che ordenó que camináramos hacia una de las peñas —creo recordar que habló de la Colorada— y así lo hicimos.

Nos cruzamos con algunos campesinos y, al vernos, huyeron espantados y entre alaridos, como si hubieran visto a una banda de demonios. Y en realidad lo parecíamos. Las barbas nos llegaban al pecho, las ropas eran harapos y nadie se había peinado en meses.

No pudimos obtener información. Ninguno hablaba español.

Después de dejar atrás el alto de Palermo iniciamos otro penoso descenso hacia un grupo de chozas. La gente huyó de nuevo.

Entramos en una pulpería y conseguimos ropa y bastantes viandas. Pero no supimos qué hacer. El propietario había desaparecido. Así que dejamos una nota manuscrita con los víveres que encontramos y calculamos el importe. El Che dejó unos pesos (muy pocos). Con eso no llegaba ni para pagar el tabaco.

Fue otro error.

La nota no tardaría en caer en poder de los militares.

Por la noche acampamos cerca de una carretera de tierra que, al parecer, llevaba a Samaipata.

Y el Che trazó un plan. En la noche interceptaríamos un camión —el primero que pasase— y nos dirigiríamos a la referida Samaipata. En el pueblo tomaríamos el cuartel de la policía, saquearíamos el hospital y compraríamos golosinas. Después, victoriosos, regresaríamos a la zona de la pulpería.

Y nos preguntamos: ¿para qué necesitamos golosinas? Lo que queremos es volver al campamento central y, a ser posible, a casa...

Pero nadie se atrevió a contrariar al loco.

Hacia las once (p. m.), en efecto, paramos un camión que procedía de Santa Cruz de la Sierra.

Intentamos que bajaran los pasajeros, pero algunos se resistieron. Y empezó un tira y afloja. Algunos reclamaban el dinero del bus. Los compañeros consultaron al Che y éste se negó a abonar los boletos. Y empezaron las discusiones entre el comandante y los cubanos. Los pasajeros del camión se asomaron a las ventanillas y aplaudían a los que trataban de convencer al Che. Y éste levantaba el puño y amenazaba a los viajeros.

En eso llegó un segundo bus. El chófer se bajó, pensando en un accidente. Y lo mismo hicieron los treinta o cuarenta pasajeros. La discusión se endemonió.

Y en esas estábamos cuando vimos aparecer un tercer y un cuarto camión. El carril quedó obstruido. Aquello fue una multitud. Bajaron campesinas con enormes faldas multicolores, gallinas, cerdos y hasta cabras. La gente se puso a vender fruta y refrescos mientras el Che se desesperaba.

Alguien disparó al aire y la gente salió corriendo hacia los bosques.

Después llegaron un quinto y un sexto camión. Pero este último no paró. Y tuvimos que disparar a las ruedas: ¡25 balazos! Cuando el chófer se bajó y comprobó el desastre, se encaró con los compañeros, muy enfadado. Tuvimos que pagarle las cuatro gomas. El conductor se contentó y se tomó un refresco con nosotros.

Con grandes esfuerzos logramos vaciar uno de los buses, aunque no del todo. 

Una viejita, con su nieta, dijo que no se bajaba.

No hubo forma de convencerla. Entre otras razones porque sólo hablaba guaraní.

El Che dijo que estaba hasta los cojones y que le pegaran un tiro allí mismo. La niña se echó a llorar y, malamente, lo convencimos para que las dejaran en paz.

Seis compañeros subieron al camión y se marcharon hacia el pueblo de Samaipata. El resto permanecimos en la carretera, vigilando los buses y a los casi trescientos pasajeros que se sentaron en la tierra y en las laderas de las colinas.

Al alba regresaron Coco, Pacho, el Chino, Julio, Aniceto y Ricardo.

Llegaron descompuestos.

Según contaron, al entrar en Samaipata, y cuando se dirigían a pie hacia la sede de la policía, uno de los bolivianos tropezó en los adoquines de la calle y cayó al suelo. La mala suerte hizo que el fusil se disparase. El tiro entró por la puerta del cuartel y alertó a los agentes. En segundos los vieron salir con las manos en alto. Se rindieron. Total: catorce prisioneros.

Los desnudaron y los hicieron correr por el pueblo, ante el asombro de la población.

Mientras tanto, un vehículo de la alcaldía recorría las calles con un altoparlante y repetía «Ciudadanos de Samaipata: gentes foráneas, gentes extranjeras vienen a invadirnos». A eso de la una de la madrugada, los compañeros llegaron hasta la farmacia. Aporrearon la puerta durante un rato, pero el boticario —un tal Isturia— no quería abrir. La mujer lo convenció. El Chino registró la farmacia, llenó una bolsa con medicinas y se pusieron a ajustar cuentas con Isturia. Pero los números no salían y los compañeros y los soldados, prisioneros en el camión, empezaron a gritar, pidiendo al Chino que se apurase. Aquello fue eterno. Tras pagar 1.800 pesos se largaron. Pero, entre las medicinas, no estaban las que necesitaba el Che…

El enfado del comandante fue épico. Se pasó la tarde pateando las piedras.

Cuando los camiones se alejaron, los compañeros hicieron ver al Che que estábamos en una zona de alto riesgo. Los viajeros y los agentes de Samaipata no tardarían en dar la alerta al ejército. Teníamos que salir de allí.

Caminamos sin descanso y sin rumbo, hasta que caímos rendidos.

Al día siguiente alcanzamos un campo de caña. Un campesino nos vende un chancho e informa de la presencia de numerosos soldados en los alrededores. No hay más remedio que ocultarse de día y caminar en la oscuridad.

Los disgustos han empeorado el asma del Che. Es necesario inyectarle una solución de adrenalina para que pueda caminar. Las emisoras hablan de un policía muerto en el asalto a Samaipata. No es cierto.

Esa mañana, al acampar en un bosque impenetrable, mientras sirven el desayuno (té y galletas), surge la conversación sobre el asesinado presidente Kennedy.

El Che vuelve a sorprendernos.

Dice que tiene información sobre los verdaderos autores del magnicidio. No fue Oswald, ni la mafia, ni tampoco la CIA quienes lo mataron. Y se extendió sobre las conversaciones secretas que mantuvieron Fidel Castro y Kennedy dos meses antes del asesinato en la ciudad de Dallas. Se trataba —dijo— de normalizar las relaciones entre Washington y La Habana. Pero ese gesto no gustó a los anticastristas de Miami. Y en noviembre de 1963 lo ejecutaron. Fue una venganza por el abandono de Estados Unidos a los patriotas cubanos que desembarcaron en la bahía de Cochinos y que costó 114 muertos y 1.500 prisioneros. Los anticastristas no querían (ni quieren) ningún tipo de aproximación de Estados Unidos a la Cuba de Fidel.

El Che sabía de los nombres de los asesinos, y también Fidel y Barbarroja.

El 12 de julio llegan noticias de la muerte de otro compañero guerrillero en la zona de Iquira. Hablan de Serapio Tudela, del grupo de Joaquín. Sospechamos que la retaguardia también lo está pasando mal. Están rodeados.

El 15 de julio, el general Barrientos confirma lo que ya habíamos oído en días anteriores: la operación «Cintia» está en marcha. La dirige el general Terán. Los militares hablan en las emisoras locales y aseguran que nos aplastarán.

La moral de los guerrilleros está por los suelos. Los bolivianos lloran. No quieren morir. Los cubanos nos emborrachamos cada vez que podemos. Tampoco queremos morir, y menos por una causa tan desquiciada. Pero somos militares, y debemos obediencia al mando.

El 27 de julio (1967) aparece otra patrulla militar. La emboscamos con facilidad. Resultado: cuatro soldaditos muertos. Yo sigo disparando al suelo o al aire.

Contabilizo 38 soldados muertos desde el inicio de esta absurda campaña.

El asma del Che no da tregua. Se asfixia. Tiene que echar mano de los inhaladores constantemente.

El 30 de julio llegamos a la desembocadura de un río. No sabemos si se trata del Suspiro. Los malditos mapas de Barbarroja no lo dicen. Caminamos una hora más y acampamos. El Chino habla de la necesidad de llevar la guerrilla al Perú, su país. Los cubanos no estamos de acuerdo; no de esta manera...

El Che ha pasado la noche en vela, estrangulado por la asfixia.

A eso de las cuatro de la madrugada, uno de los centinelas da la voz de alerta. Hay soldados muy cerca. Calculamos unos 150.

La balacera no se hace esperar. Raúl, uno de los nuestros, cae muerto. Le han disparado en la boca. Otros dos compañeros están heridos.

Huimos a la carrera, sin orden. Perdemos once mochilas. Nos hemos quedado sin medicinas y casi sin munición.

Al día siguiente oímos en la radio que han muerto dos soldados en la refriega. Sumo cuarenta fallecidos. Nosotros quedamos veintidós y totalmente desmoralizados.

El Che sigue empeñado en reunirse con la retaguardia que dirige Joaquín. Ya nadie trata de convencerlo de lo inútil del intento. Estamos rodeados por miles de soldados. ¿Por qué no lo ve?

El 3 de agosto (1967), el comandante está tan débil que es preciso inyectarle novocaína. No responde al tratamiento.

Durante horas no hay jefe. No sabemos qué hacer ni hacia dónde caminar.

El hambre aprieta y tomamos la ingrata decisión de sacrificar los caballos. Los matamos en silencio. Los dejamos que se desangren y preparamos la carne para el festín y para su transporte. El campamento es un río de sangre. Para colmo, muere Anselmo, el caballo que nos acompaña desde el principio. Ha muerto de agotamiento. Con todo nuestro pesar, también es despiezado y salado.

El Che se recupera un poco y toma el mando.

La radio trae malas noticias: un guerrillero del grupo de Joaquín ha caído en otra refriega.

Tengo a papá
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