DOS ROLEX
Numerosos campesinos se habían congregado en lo alto de las peñas, deseosos de contemplar la lucha.
Pero el ocaso empezó a complicar las operaciones.
Los tiroteos eran peligrosos. La oscuridad no permitía distinguir al enemigo.
Y opté por el alto al fuego.
Dejé a una pequeña fuerza en el desfiladero y ordené el regreso a La Higuera.
Lo importante era la captura del Che. Mi trabajo, ahora, era garantizar su seguridad y entregarlo con vida a mis superiores.
Monté un dispositivo y evacuamos, en primer lugar, a nuestros muertos y heridos. Después dispuse el traslado de los guerrilleros muertos. A continuación, el Che y Willy, fuertemente escoltados, y, finalmente, el resto de la tropa.
El Che, cojeando, tuvo que ser asistido por uno de los soldados.
Y así recorrimos los dos kilómetros largos que separaban el puesto de mando de la aldea.
Al salir de la quebrada del Yuro encontramos al mayor Ayoroa, comandante de mi batallón, y al coronel Selich, comandante del Batallón de Ingenieros número 3. Sabían de nuestras operaciones y se habían personado en el lugar. Informé de lo ocurrido y proseguimos el camino hacia La Higuera.
Llegamos prácticamente de noche. Mi reloj señalaba las 19 horas.
El pueblo era una fiesta. La noticia de la captura del jefe de los subversivos corrió como la pólvora. La gente cantaba y gritaba vivas al ejército.
Después de meditarlo decidimos que la pequeña escuela de adobe era el lugar «menos malo» en el que encerrar a los prisioneros. Y así se hizo.
El Che fue ingresado en una de las clases y Willy en la otra.
Ambos fueron fuertemente custodiados. Decidí que un oficial permaneciera todo el tiempo junto al jefe de la guerrilla.
Arrinconamos los pupitres y la mesa y obligamos al Che a que se sentara, siempre atado de pies y manos.
Los cadáveres de Antonio y Arturo, también guerrilleros, quedaron en el aula en la que se hallaba el Che.
En cuanto a nuestros heridos y fallecidos, fueron trasladados a la casa de uno de los campesinos. Allí procedimos a curarlos, como pudimos, y a velar a los difuntos.
Por supuesto, organicé la defensa de la escuela, y de la aldea, de forma que pudiéramos repeler un posible ataque de los rebeldes.
Y, acto seguido, junto al mayor Ayoroa y el coronel Selich, procedimos a redactar el correspondiente informe y a revisar el contenido de las mochilas y morrales de los guerrilleros; especialmente los del Che.
A eso de las 22 horas, después de comer algo, caminé hacia la escuela con el fin de inspeccionar a los prisioneros.
Primero visité a Willy y supe que le habían dado agua y comida.
Después entré en la clase del Che y lo encontré sentado, apoyado en la pared.
Una vela alumbraba malamente el lugar.
Tenía los ojos cerrados.
El subteniente Totti estaba de servicio, muy cerca del prisionero. Los sanitarios habían vendado la rodilla del guerrillero. Observé unas pequeñas manchas de sangre.
Abrió los ojos y le ofrecí una cajetilla de cigarrillos.
Eran Astoria. Sabía que le gustaban. Le proporcioné unos fósforos y me dio las gracias.
Ordené que le soltaran las manos y empezó a deshacer dos cigarros, llenando su pipa de plata con el tabaco. Después fumó con ansiedad.
—¿Cómo se siente? —pregunté con curiosidad.
—Bien —respondió con serenidad—. El teniente me ha puesto una venda... Siento dolor, pero eso no se puede evitar.
—Lamento que no tengamos un médico con nosotros —repliqué—. De todas formas, mañana llegará un helicóptero y será trasladado a Vallegrande. Allí será atendido...
—Gracias...
El tono era de suma docilidad. Yo estaba desconcertado. ¿Qué había sido de aquel sujeto implacable y violento? Respondía a todo con gran mansedumbre. En el tiempo que alcancé a verlo no supe de ningún mal gesto o de una palabra grosera. El tipo, en efecto, se había derrumbado.
—¿Puedo hacer algo más por usted? ¿Quiere que le traiga unas brazadas (mantas)?
—Sí —respondió con un hilo de voz—, hay algo más, capitán, pero no sé cómo decirlo...
—Dígalo, sin reparos.
Y el Che explicó que le habían robado los relojes que portaba cuando lo detuvieron. Eran dos Rolex Oyster Perpetual. Los soldados se los habían quitado cuando caminábamos hacia La Higuera.
Yo sabía qué soldados eran y los mandé llamar. Me entregaron los Rolex y los reprendí con severidad.
Al entregárselos al Che sentí vergüenza.
—Acá tiene sus relojes —le dije—. Guárdelos. Nadie se los quitará.
—Me temo que son muy notorios... Preferiría que los guarde usted hasta que pueda recuperarlos...
Dudó. Y, finalmente, comentó con cierta amargura:
—De no ser así, hágalos llegar a los míos..., cuando sea posible. ¿Me haría ese favor?
Yo sabía que en Vallegrande volverían a quitárselos. Le dije que sí. Cumpliría la petición. Y, al imaginar que uno de los Rolex pertenecía a un compañero, pregunté:
—¿Cuál es el suyo?
—Lo marcaré.
Tomó una piedrecita del suelo y trazó una «X» en la parte posterior del reloj. Y añadió:
—Éste es el mío. El otro es de Tuma.
Y me entregó los Rolex. Yo me limité a guardarlos.
Entonces seguimos conversando, pero sobre temas muy diferentes.
—Yo tengo algo que pedirle —comenté.
El Che me miró con curiosidad.
—Me interesa conocer, de primera mano, el porqué de esta acción suya... tan sin sentido.