DEBRAY Y BUSTOS CONFIRMAN LA PRESENCIA DEL CHE

Y el 19 de abril (1967) avistamos el pueblo de Muyupampa. Aquél podía ser un buen lugar para «soltar» a los visitantes.

Los exploradores se adelantaron y fueron a tropezar con un tipo que dijo llamarse Roth. Aseguró que era periodista. Lo acompañaba la chiquillería de la aldea. Después supimos que era de la CIA.

«Quiero entrevistar al jefe de los guerrilleros», aseguró.

En realidad, pretendía depositar una determinada sustancia química entre los guerrilleros. Los perros adiestrados del ejército harían el resto, localizándonos. 

No sé si lo he mencionado. El Che había decidido que Tania y el Chino permanecieran en la guerrilla. Otra cuestión era el francés y Ciro Bustos, el pintor argentino. Debray era un cobarde. Cuando vio que nuestra situación no era la que pintaban los periódicos occidentales se echó atrás. Los nervios lo traicionaron. Y no hacía otra cosa que repetir que podía ser más útil en el exterior. El Che les ofreció tres posibilidades: permanecer con nosotros, huir por su cuenta o aceptar que los dejáramos en Muyupampa. Eligieron la última.

Pero el Che sabía que Muyupampa estaba tomado por los soldados. Todos lo sabíamos. Y, sin embargo, inexplicablemente, los dejó ir.

Al poco fueron apresados.

Las emisoras de radio no tardaron en dar la noticia.

Después lo supe: el ejército pensó en interrogarlos y torturarlos y, acto seguido, fusilarlos.

Debray confirmó la presencia del Che en la guerrilla y proporcionó toda clase de detalles sobre los compañeros, los campamentos, los túneles, las armas y nuestras intenciones.

Ciro Bustos ratificó lo dicho por Debray y dibujó, incluso, la posición de los campamentos. Después, a petición de los militares, fue dibujando a los guerrilleros, uno por uno. Según la radio, los militares bolivianos reconocieron al momento al Che.

Pero lo peor, a mi entender, no fue eso. Lo más grave es que Bustos y Debray dieron toda suerte de informaciones sobre nuestra verdadera situación: estábamos perdidos, sin mapas apropiados, sin comida, sin medicinas, con armas escasas, con la moral muy baja y sin posibilidad de conexión con Cuba.

La trampa de Fidel Castro y los hombres de Barbarroja empezó a estrangularnos.

El apresamiento del francés, además, cortó la última posibilidad de contacto con el exterior; especialmente con Cuba. Estábamos muertos, y el Che lo sabía.

Por fortuna para Debray y Bustos, la prensa internacional se ocupó del apresamiento y llevó a cabo una implacable campaña, proclamando que ambos sólo eran periodistas. El escándalo fue tal que los militares suspendieron las ejecuciones. Ambos fueron condenados a treinta años de cárcel. El 24 de diciembre de 1970 quedaron en libertad.

Del inglés llamado Roth no volvimos a saber nada. La CIA, suponemos, se ocupó de su liberación.

Según nuestras noticias, a los pocos días de la captura del francés y del pintor, la CIA se presentó en los interrogatorios. Y se puso en marcha otra maquinaria, no menos siniestra: Estados Unidos envió asesores militares a Bolivia y empezó a preparar a un grupo de soldados en las tácticas antiguerrilleras.

Tuvimos mala suerte.

El entonces ministro boliviano del Interior —Antonio Arguedas— era un agente triple. Trabajaba para la CIA, para el Partido Comunista de Bolivia y para nosotros. Fue él, sin duda, quien avisó a USA de la captura de Bustos y Debray.

Nada más «soltar» a los visitantes, el Che cometió otro grave error.

Quedamos desconcertados. No sabemos por qué (no dio explicaciones), el Che dividió a la guerrilla en dos grupos. Él encabezó la vanguardia y Joaquín se hizo cargo de la retaguardia. El problema es que estos últimos eran casi todos enfermos. Tania sufría fiebres altísimas, así como otros compañeros. Y Joaquín se hizo cargo de ellos, así como de la «resaca», los bolivianos que renqueaban a la hora de trabajar.

Intentamos convencer al Che para seguir juntos. Fue inútil. El comandante estaba fuera de sí y la emprendió a patadas con todo el que se acercaba.

Fue así como emprendimos el viaje hacia el norte, a la búsqueda del campamento central. Fue otro viaje absurdo.

Quedábamos veintidós hombres; la mayoría desmoralizada.

A los pocos días comprendimos que estábamos nuevamente perdidos. Los ríos y los montes que teníamos a la vista no figuraban en los mapas. Y maldije de nuevo a Barbarroja.

Los campesinos, al vernos, se escondían. Todos sabían que éramos el enemigo y que los soldados nos buscaban. No encontramos la menor ayuda. Y, como sucedió en la exploración del «infierno verde», empezaron las peleas, los robos de comida y las murmuraciones a espaldas del Che.

Tres días después de separarnos, el comandante comprendió que se había equivocado y retrocedimos, en un inútil intento de encontrar al grupo de Joaquín.

Y seguimos perdidos en mitad de la nada.

Para colmo, los walkies se habían malogrado. No hubo forma de comunicar con la retaguardia.

El Che no atendía a razones.

Estábamos rodeados por miles de soldados. Aquello era una locura y violaba todas las leyes de la guerrilla. Podíamos caer en una emboscada en cualquier momento.

Pero el comandante se aislaba en su diario o se dedicaba a sacar fotos.

Estábamos cerca del final...

Tengo a papá
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