SIGUEN LAS ALUCINACIONES
El 10 de septiembre (1967), al cruzar un río, el Che pierde los zapatos. Es preciso detener la columna para buscarlos. Al fin encontramos uno.
Esperaba que siguiera caminando descalzo. Ése fue el castigo que me impuso cuando yo perdí los míos al vadear un cauce con una balsa. Pero no. Él se calza y continúa.
Éste no es el Che que conocí en Sierra Maestra...
En la noche del 12 de septiembre, el comandante despierta sobresaltado y entre gritos.
Asegura que ha tenido una pesadilla. Y cuenta lo siguiente: en el sueño vio a Celia, su madre, fallecida en 1965 como consecuencia de un cáncer.
«Estaba bellísima —afirmó el Che—. Parecía que tuviera veinte años... Se acercó a mí y me hizo señas para que me alejara... E insistió mucho: “Marcha de aquí, querido”... Lo repitió tres veces... Después desapareció...».
El Che dice que son alucinaciones, «muy propias de la tensión del combate». Los compañeros no sabemos qué pensar. Yo creo que puede tratarse de una advertencia de los cielos. La madre le está avisando. Esto no va bien.
Esa mañana, el Che nos reúne y cuenta algo que le ocurrió cuando era joven, en las montañas de Guatemala. ¿O no fue en Guatemala? La cuestión es que —según dice— una noche se le presentó un extraño individuo. Tenía sólo cuatro dientes. Surgió en mitad de la oscuridad, entre relámpagos. Y habló con el Che y le anunció su muerte, con el puño en alto y en defensa del pueblo oprimido. Y asegura que esa noche oyó el «aullido bestial del proletariado triunfante».
Yo creo que este hombre está perdiendo el juicio...
Los días, en aquel mes de septiembre, prosiguieron lentos y fatigosos.
La comida se terminó y nos vimos en la necesidad de comer buey podrido. Encontramos los restos en una de las vaguadas. Tuvimos que emplearnos a fondo con los buitres que lo devoraban.
El Che sigue atacado por el asma. Ahora ingiere tres tabletas al día, pero el mal no le da tregua.
Sigue obsesionado con la altitud. La mide a cada paso.
Las peleas no cesan. Los compañeros nos vigilamos como fieras, pendientes de cada gesto. Esto no es una guerrilla revolucionaria.
Ahora nos robamos hasta las balas...
El 18 de septiembre (1967), al cruzar un barranco, perdemos una mula. El Che, furioso, detiene a cuatro campesinos que nos indican por dónde seguir.
El comandante lo paga conmigo. Me llama «comemierda» y termino en un rincón, avergonzado. No sé de qué me acusa.
Los aviones sobrevuelan la zona y lanzan bombas de napalm. Nadie ha resultado herido.
El día 19, para colmo de males, se termina la tinta de la pluma del Che. Alguien le presta otra, pero el comandante se queja. Es tinta azul y, por tanto, burguesa. Eso dice.
«Mami: sácame de aquí».