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Al alba de aquel 9 de octubre, el capitán Prado prosiguió las operaciones de rastrillaje de la quebrada del Yuro. Los subtenientes Totti y Espinoza se pusieron al mando de dos pelotones. Y partieron hacia las siete de la mañana.

Prado, de acuerdo a mis órdenes, esperó la llegada del helicóptero en el que viajaba desde Vallegrande a La Higuera.

Aterrizamos en mitad del pueblo.

Conmigo viajaba Mendi, agente de la CIA. La noche anterior me había propuesto acompañarme. Aseguró que podía ser de gran utilidad. Él conocía físicamente al Che. Acepté.

Y a las 7.30 horas, el mayor Niño de Guzmán, piloto del helicóptero, se posó suavemente en una de las calles de tierra batida.

De inmediato fueron trasladados al aparato dos de nuestros soldados, heridos. Los acompañó el coronel Selich. Y el helicóptero, sin pérdida de tiempo, voló hacia Vallegrande. Las órdenes eran regresar y cargar nuevos heridos.

Escuché al mayor Ayoroa y al capitán Gary Prado, que me informaron sobre las operaciones desplegadas el día anterior. Y preguntaron qué debían hacer con los prisioneros (especialmente con el Che). No supe contestar. El Alto Mando no se había pronunciado sobre el asunto o yo, al menos, no había recibido ninguna instrucción al respecto.

Eran casi las ocho de la mañana.

Según mis noticias, el Alto Mando, en La Paz, había ordenado «que nos mantuviéramos a la espera». Eso hicimos.

Y terminadas las explicaciones de Ayoroa y Prado indiqué que camináramos hasta la escuela. Quería visitar al Che y ver cómo se encontraba.

Me acompañó Mendi.

El jefe de los guerrilleros se hallaba sentado en el suelo de una de las aulas y amarrado por los pies. Un suboficial lo vigilaba.

Estaba sucio y desgreñado.

—Buenos días... ¿Cómo se encuentra? —pregunté.

Pero el Che se limitó a encogerse de hombros.

Me pareció un soberbio y un maleducado.

Me dirigí al capitán Prado y ordené que pusiera de pie al prisionero.

Así lo hizo.

El Che tenía la mirada desafiante.

Mendi, entonces, se acercó al jefe de los guerrilleros y, sin mediar palabra, lo inspeccionó de arriba abajo. Dio una vuelta en torno al Che y, finalmente, regresó hasta donde me encontraba, confirmando que era Ernesto Guevara de la Serna, alias Che.

Pregunté si estaba seguro y dijo que sí.

—¿Necesita algo? —interrogué de nuevo al subversivo.

—Nada —replicó secamente.

Y, sin más, volvió a sentarse en el suelo, con la espalda pegada a la pared de adobe. Yo no le había pedido que se sentara. Lo consideré un insulto. Pero no dije nada.

Mendi volvió a entrar en el aula y solicitó permiso para fotografiar al prisionero. Quería sacarlo al exterior. En aquella salita, la iluminación era pésima.

Consulté con Prado, pero dijo que no. En las calles de La Higuera se habían reunido numerosos campesinos, deseosos de contemplar al célebre rojo. Era mejor mantenerlo en el interior de la escuela.

Y Mendi tomó su cámara y se dedicó a fotografiar al prisionero. Terminó un carrete y colocó un segundo rollo. Todos asistimos pacientemente a la escena.

El Che bajaba los ojos, molesto.

Nunca supe cómo quedaron las imágenes. Mendi las envió a la CIA, aunque supongo que no fueron de mucha calidad. El prisionero estaba en la oscuridad...

Terminada esta visita, acudí con mis hombres a la casa del corregidor (alcalde) de La Higuera. Allí fue instalado el puesto de mando. Y Prado y Ayoroa me mostraron los diarios y el material incautado a los guerrilleros. Leí el inventario e inspeccioné las piezas: dos libretas con el diario del Che (noviembre-diciembre de 1966 y enero-octubre de 1967), una libreta con direcciones e instrucciones, dos libretas con copias de mensajes recibidos y expedidos, dos libros pequeños de claves, veinte mapas de la zona (actualizados por el Che), libros, una carabina M-1 (destrozada), una pistola de 9 milímetros (con cargador), doce rollos de película de 35 mm (sin revelar) y una bolsa con dinero (dólares y pesos bolivianos).

Dado que quedaban trece subversivos —según nuestros cálculos— por apresar, dispuse las normas a seguir para continuar las operaciones de búsqueda de los rojos. Según Inteligencia, cabía la posibilidad de que dicho contingente intentara el rescate del Che. Así que reforcé la vigilancia de la escuela y el perímetro de la aldea.

Mendi solicitó autorización para fotografiar los diarios y el material confiscado y se la di.

Y a las 8.30 horas, en compañía de mis hombres, me dirigí a la quebrada del Yuro, con el fin de supervisar las operaciones de rastrillaje de los últimos subversivos.

El agente Mendi se quedó en el puesto de mando, fotografiando el material y, especialmente, algunas de las hojas del diario del Che. Totti quedó a cargo de los prisioneros.

Minutos más tarde, satisfecho ante el curso de las operaciones, opté por regresar a La Higuera. El capitán Prado se quedó en la quebrada, coordinando con el capitán Torrelio. Parecía claro que los guerrilleros habían huido.

Hacia las diez de la mañana volví a llamar al puesto de comando de la división, en Vallegrande, para tratar de averiguar qué órdenes había dispuesto el Alto Mando en La Paz. Nadie sabía nada.

Y repetí la llamada por segunda vez.

Negativo. No había órdenes, en ningún sentido.

Lo único que se me dijo fue que esperase instrucciones. El cuartel de Miraflores, en La Paz, me informaría en breve.

Y así fue...

A las 11 horas de aquel 9 de octubre (1967) recibí una llamada en clave:

«FERNANDO 700».

Pregunté, como si no hubiera oído, y recibí la misma frase:

«FERNANDO 700».

Eso significaba: «Che Guevara: ejecútenlo».

Eso fue todo. No hubo más explicaciones.

Ahora, pasado el tiempo, entiendo que el Alto Mando de las Fuerzas Armadas bolivianas tomó esta decisión a la vista de lo siguiente:

1. Se consideró más importante para la opinión pública mundial el mostrar al Che derrotado en combate y muerto que prisionero. El juicio a Debray ya se estaba convirtiendo en una molestia, por sus repercusiones internacionales, las que serían definitivamente mayores si se procesaba al jefe de la guerrilla.

2. Los problemas de seguridad con el Che, durante su juicio y posteriores a su segura condena, serían difíciles y mantendrían viva su imagen, con intentos ciertos de liberarlo, lo que significaría mantener un dispositivo especial que garantizara el cumplimiento de la pena.

3. Con la eliminación del Che se asestaría un duro golpe al castrismo, frenando su política de expansión doctrinaria por América Latina.

Lamentablemente, la orden del Estado Mayor no fue acompañada de los necesarios «detalles» sobre cómo y dónde proceder a la ejecución. Eso quedó a nuestro criterio.

En lo que sí insistió la superioridad fue en la urgencia de la ejecución.

Desde mi modesto criterio, estas circunstancias provocaron mucha confusión entre los periodistas y, por supuesto, en la opinión pública. El Alto Mando debería haber previsto de qué manera hacer pública la muerte del Che. Pero no fue así.

Pero sigamos con los hechos, tal y como los viví...

Hacia las 11.15 horas, nada más conocer la orden de ejecución del Che, el agente de la CIA —Mendi— me salió al paso y trató de convencerme de algo que, en esos momentos, era inviable. Rogó que no matara al prisionero. Su país —Estados Unidos— disponía de medios para trasladar al jefe de la guerrilla a Panamá. Y de allí a las cárceles de USA. Querían interrogarlo a fondo.

Me negué, por supuesto. Mi obligación era cumplir las órdenes del Alto Mando.

Tengo a papá
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