IDENTIFICAN AL CHE

Pero las contrariedades no habían terminado.

En nuestra ausencia, dos voluntarios bolivianos —reclutados por Moisés Guevara— habían desertado. Uno de ellos era Pastor Barrera, el expolicía. Dijeron que iban a cazar y desaparecieron. Al poco los encontró el ejército y cantaron. Hablaron de guerrilleros cubanos y de un jefe al que llamaban Ramón.

El ejército, alertado, se movilizó. Y empezó a peinar la zona.

Los cuatro que permanecían en el campamento central detectaron una patrulla y cometieron otra equivocación: enviaron como explorador a Salustio, un guerrillero recién llegado y sin experiencia. El ejército lo capturó y el compañero reconoció que «éramos guerrilleros cubanos y bolivianos y que el jefe era el Che Guevara».

Cuando Marcos, que estaba al frente del campamento central, se dio cuenta del arresto de Salustio, ordenó el traslado de las escasas armas y provisiones a otro de los campamentos: el que llamábamos «Oso». Y los visitantes —Tania, Debray, Ciro Bustos y el Chino— fueron instalados en este último lugar.

Cuando el Che tuvo conocimiento de estos hechos montó en cólera y empezó a patear las piedras. Llamó a Marcos y lo avergonzó delante de todos, llamándole «comemierda» y «basura».

Marcos bajó la cabeza y no replicó.

Fue una bronca injusta. El compañero hizo lo que debía hacer en esos difíciles momentos. Pero así era el Che. Cuando hablaba, nadie podía llevarle la contraria. Sencillamente: no razonaba. Y nadie se atrevió a levantar la voz y defender a Marcos. Creo haberlo dicho: le teníamos miedo y respeto. Era un dios para Cuba. Sí, pero un dios con minúscula...

El malestar en el campamento se hizo general. Y los cubanos adoptamos una postura equivocada respecto a los bolivianos. Los despreciamos y los obligábamos a desempeñar las tareas más duras y sucias. Vaciaban la letrina, cargaban como mulas y comían aparte. El Che, lejos de corregir esta injusticia, los bautizó como las «góndolas» y la «resaca». Y todos reíamos sus gracias.

Cada noche, el Che tomaba de la mano a Tania y se la llevaba al arroyo.

Excavamos nuevos túneles y allí depositamos los cuatro fusiles y las escasas medicinas.

La radio seguía sin poder transmitir...

Y las malas noticias siguieron llegando.

Durante la lamentable expedición por el «infierno verde», nuestro vecino —el tal Algarañaz—, propietario de la finca El Pincal, trató de averiguar a qué se dedicaban aquellos barbudos vestidos con uniformes verdes y de camuflaje. Mandó a sus peones a la zona de la «casita de zinc» y comprobó que allí no se cultivaba nada. No lo pensó dos veces. Se dirigió a la policía del pueblo de Camiri y nos denunció como supuestos narcotraficantes.

La policía se presentó en la «casa de zinc» y registró el lugar. Pero no hallaron nada. La idea de Marcos de trasladar el material al campamento del «Oso» fue oportunísima.

Los seis policías, con Algarañaz presente, interrogaron a los compañeros, pero tampoco sacaron nada en claro. Y les incautaron un revólver del calibre 38. Para la policía quedó claro que no se trataba de agricultores o contrabandistas. ¿Qué eran entonces?

Era lógico que el informe de la policía terminara en poder del ejército. Y así fue. En esos días —según supimos más tarde—, los ingenieros de la estación de bombeo de petróleo que nos suministraron la comida durante la marcha de exploración terminaron por informar a los militares sobre un grupo de hombres sucios y barbudos que cargaban enormes mochilas y armas de uso militar. Y denunciaron la posesión de fuertes sumas de dinero por parte de estos desarrapados. La emisora que transmitió la noticia aseguraba que los barbudos, al cruzar el río a nado, cometieron la torpeza de mojar los dólares. Y se vieron en la necesidad de secar los billetes al sol, en plena playa. Todos los ingenieros y el personal de la estación de bombeo lo vieron. La radio local aseguró que los barbudos dijeron ser geólogos de la Universidad Tomás Frías, de Potosí.

Esta serie de contratiempos desbordó la cólera del Che.

Nunca le había visto tan agrio y violento. Ni siquiera en el Congo.

Nos insultaba y por cualquier motivo. Su violencia verbal era tristísima. No puedo reproducir aquí los insultos. No se salvó ni la bella Tania. La mujer terminaba huyendo y llorando.

Cuando los ánimos se calmaron un poco, el Che nos reunió a todos y repitió lo que ya sabíamos: pretendía formar dos columnas de combate, con un total de quinientos guerrilleros cubanos, bolivianos, peruanos y argentinos. Después extendería la violencia a los países limítrofes, obligando a USA a una intervención directa en cada país. «Debíamos provocar uno, dos..., muchos Vietnam en América del Sur». Y después, naturalmente, la tercera guerra mundial. Millones de muertos y el triunfo del «hombre nuevo socialista».

Nos mirábamos, asombrados. ¿De verdad creía en aquel horror?

Después le dio por montar a caballo y pasearse entre los distintos campamentos, machete en alto, y gritando a los cuatro vientos: «¡Soy el segundo Bolívar!».

El Che pretendía hacer de los Andes un nuevo Olimpo. Y él sería el «padre Zeus», el dios de los dioses. De esa forma, Fidel Castro quedaría por debajo. El Che nunca lo dijo con estas palabras, pero yo conocía sus pensamientos y supe que ése era su gran objetivo. Él terminaría como presidente de Argentina o, quizá, de la gran nación latina.

Sentí pena al verle a caballo, proclamando a gritos que estábamos ante el nuevo Bolívar.

Para colmo se obsesionó con las fotografías. Iba con su cámara a todas partes y retrataba a los hombres. Aquello era muy arriesgado y podía costarnos un disgusto. Pero él no escuchaba. Y repetía: «Esto es historia». Su mente —yo creo que enferma— pretendía dejar constancia de su paso por Bolivia o por donde fuera. Y solicitaba, constantemente, que le tomáramos fotos.

Como digo, nos costaría caro...

En aquel dramático mes de marzo de 1967 tuve que soportar otra de sus violencias. Yo estaba preparando la cena y se acercó.

—¿Qué estás cocinando? —preguntó.

—Papas sancochadas y una carnita ripiada.

—No —me cortó—, haz un arroz con frijoles y sardinas.

—Bueno, como usted mande...

Y replicó a gritos:

—¡Como mande yo no, chico! ¡Como me sale de los cojones mandarte!

Me revolví y le pedí explicaciones. Yo no merecía ese trato. Pero dio media vuelta y se alejó.

Ésta era la verdadera cara del Che.

Tengo a papá
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