“TENGO A PAPÁ”
—¿Puede usted caminar? —pregunté al Che.
—Tengo que hacerlo...
Y se apoyó en el otro guerrillero.
En el breve camino hasta el puesto de mando noté una intensa emoción. Aquella locura, aquel horror de sangre y muerte estaba concluida. El Che había caído. Ya no era un mito...
Nos situamos bajo un árbol y ordené a mis soldados que los ataran con sus propios cinturones, sentados y de espaldas al tronco. Una vez amarrados de pies y manos, dos de los soldados los apuntaron con sus fusiles. Al menor movimiento sospechoso dispararían.
Al oír mis órdenes, el Che comentó:
—No se preocupe, capitán, esto ya se acabó...
—Para usted sí... Pero quedan todavía buenos combatientes y no quiero correr riesgos.
Y señalé con la cabeza hacia la cañada en la que continuaba el tiroteo.
Y el Che susurró:
—Es inútil... Hemos fracasado...
Y le vi hundir la cabeza sobre el pecho. Evidentemente, estaba derrotado.
Sentí cierta lástima.
Willy aparecía más entero. Lo atribuí a su condición de minero. Son gente dura y sacrificada.
Entonces acudí a mi radioperador y le rogué que estableciera contacto con la base. Pero el aparato —un PCR-10— era modesto y tuvimos dificultades en la conexión. Fue preciso enlazar con El Quiñal y después con el subteniente Totti para hacer llegar el importante mensaje a Vallegrande:
—Tengo a papá... Repito: tengo a papá y Willy... Papá herido leve... Combate continúa... Capitán Prado.
Una vez emitida la comunicación, proseguí con las operaciones de combate.
Mi reloj señalaba las 16 horas y 10 minutos.
Mis hombres estaban derrotando a los guerrilleros.
A los pocos minutos llamaron por radio. El subteniente Totti me hizo llegar un mensaje del puesto de comando de la Octava División. Solicitaban confirmación sobre la captura del Che. Al parecer habían recibido la noticia con incredulidad. Me enfadé y les dije que no tenía tiempo para tonterías.
El sargento Huanca, con gran valentía, había roto el cinturón guerrillero y eliminado a otros dos rojos (Antonio y Arturo). Uno de mis soldados —Cossío— también resultó muerto. Era la primera víctima de mi compañía. Quedé desolado.
El sanitario, Tito Sánchez, trajo la noticia y comentó con lágrimas en los ojos:
—Esto se va a terminar, mi capitán, ya cayó ese desgraciado... Era la cabeza...
El Che, que estaba oyendo, replicó:
—La revolución no tiene cabeza, compañero...
Tito hizo ademán de golpearlo, pero lo detuve. Y contesté al Che Guevara:
—Puede que la revolución no tenga cabeza, pero nuestros problemas se acaban con usted.
En esos momentos salió de la quebrada Valentín Choque, otro de mis soldados. Llegó herido. Tito Sánchez sacó una camisa de la mochila del Che, la rasgó y empezó a curar a Valentín. Y el Che, de pronto, preguntó:
—¿Quiere que lo cure, capitán?
—¿Es usted médico?
—No, soy primero revolucionario, pero entiendo de medicina... ¿Atiendo al soldado?
Me negué. Y continué con atención el desarrollo del combate. Huanca seguía avanzando en el interior de la quebrada. Estábamos venciendo, gracias a Dios.
Pero el Che volvió a reclamar mi atención:
—Capitán, ¿no le parece una crueldad tener a un herido amarrado?
Cedí y ordené a los soldados que le soltaran las manos.
—¿Podría tomar un poco de agua de mi cantimplora?
La nueva pregunta del jefe guerrillero me puso en alerta. Yo sabía que podía intentar envenenarse. Y le proporcioné agua, pero de mi cantimplora. Bebió con avidez. Casi la vació. Después le di agua a Willy.
El Che, entonces, me pidió permiso para fumar. Le ofrecí mis cigarrillos —Pacific—, pero los rechazó. Dijo que eran muy suaves. Y preguntó si alguien tenía algo más fuerte. Uno de los soldados sacó una cajetilla y le ofreció un Astoria. Lo fumó con verdadero placer.
A eso de las 18 horas, el combate estaba prácticamente concluido.