CONFERENCIA EN ALTO SECO
El 21 de septiembre, tras caminar durante la noche, avistamos una aldea. Son cuatro casas. Lo llaman Alto Seco. Estamos a dos mil metros de altitud.
Pero los campesinos nos han detectado y han corrido a dar cuenta al ejército.
Como represalia, el Che ordena entrar en la pulpería y confiscar los víveres. Esto no es confiscar; esto es robar...
Nos alojamos en una pequeña casa, a las afueras. Podemos descansar durante unas horas. Los soldados no tardarán en aparecer.
Los campesinos han huido. Sólo quedan unos pocos, que terminan acercándose, curiosos.
Y uno de los compañeros —Inti— tiene una idea. Los reúne en la escuela del pueblo (en realidad, en la casa de una de las maestras, una tal Justa Pérez) y larga un discurso sobre las excelencias de la revolución. Habla de la lucha del proletariado y de la necesaria justicia social.
Los veinte aldeanos y tres maestros miran con asombro. Y digo bien: miran, porque los campesinos no entienden español. Sólo hablan guaraní. Uno de los maestros —Walter Romero— es el único que pregunta.
Dos días más tarde decidimos continuar el camino.
El Che sigue con sus alucinaciones.
Ahora ve naranjales bellísimos por todas partes.
Estamos descompuestos. El comandante no está en condiciones de nada. ¿Qué haremos?
Aunque tenemos provisiones de sobra, las peleas son diarias. No importa por qué. La tensión es máxima. Pero el comandante sigue aislado, con su diario, sus libros, su pipa y su asma.
Llegamos a otra ranchería —a la que llaman Pujío—, pero todos han huido. Sólo queda un campesino ciego. Después de mucho negociar le compramos un cerdo.
Estamos violando las reglas de la guerrilla. Ahora caminamos a la luz del día, sin protección alguna, y sabiendo que el ejército nos pisa los talones. No hay apoyo del pueblo; todo lo contrario. El comandante está enfermo y desquiciado. Somos muy pocos y sin moral. Queremos regresar a casa...