9 DE OCTUBRE

El Che se hallaba recostado contra la pared, sentado en el suelo, y cubierto con una manta. Parecía dormir.

La vela osciló cuando entramos en el aula.

El subteniente Espinoza, que montaba guardia, se levantó al vernos.

Fue el mayor Ayoroa el que preguntó al jefe de los guerrilleros:

—¿Cómo se encuentra?

El Che fue breve. Estaba claro que no deseaba hablar.

—Bien...

—Mañana lo trasladaremos a Vallegrande —le informó el mayor—. El comandante de la división llegará a primera hora.

Ayoroa consultó su reloj y rectificó:

—En realidad, hoy...

En esos instantes, el coronel Selich se aproximó al Che, se inclinó y agarró la barba del prisionero, al tiempo que decía:

—Hay mucha gente ansiosa por verlo y fotografiarlo. Tiene que poner buena cara...

El tono sarcástico de Selich no nos gustó. Y prosiguió:

—¿Qué tal si lo afeitamos primero?

El Che miró a Selich con dureza y, sin mediar palabra, sacó la mano derecha de debajo de la brazada y retiró los dedos del coronel.

Éste se alejó con una risita que no presagiaba nada bueno y bramó:

—Se acabaron tus paradas, amiguito. Ahora la música la tocamos nosotros...

Y antes de salir de la pieza se volvió hacia el guerrillero y gritó:

—¡No lo olvides!

Ayoroa volvió a interrogar al prisionero:

—¿Cuántos hombres quedan en condiciones de combatir?

—No lo sé —replicó el Che.

—¿Dónde debían reunirse?

—No teníamos punto de reunión...

El Che mentía. Y prosiguió:

—... Estábamos perdidos... Estábamos rodeados... No teníamos a dónde ir.

—¿Por qué vino hacia La Higuera en pleno día?

—¡Qué más da el porqué...! Ya nada importa...

Y el Che preguntó a su vez:

—¿Han caído más de mis hombres?

Ayoroa fue sincero:

—Probablemente. Algunos siguen en el interior de la quebrada. Mañana continuaremos la búsqueda. ¿Por qué quiere saberlo?

El Che se encogió de hombros. Y replicó, casi para sí:

—Por saber... Era buena gente. Me preocupo por ellos; eso es todo.

—Ya le avisaremos. Ahora descanse. Hasta mañana.

El Che no respondió.

Salimos de la escuela y caminamos por las callejas de la aldea. La noche estaba fría y especialmente estrellada.

El mayor y yo nos sentíamos tranquilos. Habíamos cumplido con nuestro trabajo.

En una de las plazas, un grupo de soldados cantaba alrededor de una fogata. Se los veía alegres. Eran conscientes del triunfo de ese día, 8 de octubre.

Me despedí del mayor y acompañé al subteniente Huerta en una gira de inspección del perímetro de seguridad. Todo estaba en orden.

Después regresé al puesto de mando y aproveché para dormir un par de horas.

A las tres de la madrugada me levanté y volví a inspeccionar el dispositivo de seguridad. Los soldados seguían en sus puestos, vigilantes.

Entré de nuevo en la escuela. El Che dormía. El subteniente Pérez, que estaba de servicio, me dio las novedades: todo en calma.

Willy también descansaba.

Al oír mis pasos, el jefe guerrillero abrió los ojos y preguntó:

—¿No puede dormir, capitán?

Me senté en el banquito de siempre, prendí otro cigarrillo y respondí con cansancio:

—No es fácil después de todo lo sucedido... Y usted, ¿tampoco duerme?

—No, ya he olvidado lo que es dormir tranquilo...

—Ahora tiene una ventaja. No tiene que pensar en su seguridad y tampoco en el peligro de ser sorprendido por las tropas...

El Che se tomó un tiempo para responder.

—No sé qué es peor...

Y planteó la gran pregunta:

—¿Qué cree que harán conmigo...? Oí en la radio que si me capturaban los de la Octava División me juzgarían en Santa Cruz... Si lo hacían los de la Cuarta, lo harían en Camiri.

La verdad es que no tenía idea. Y le dije lo que suponía:

—Quizá lo juzguen en Santa Cruz...

—¿Cómo es su comandante de división?

Se refería a Saturno.

—Es un hombre correcto y caballeroso. No se preocupe por él.

El Che, entonces, cambió de asunto:

—Usted es muy especial, capitán...

—¿Por qué?

—He hablado con sus hombres. Le admiran... No lo tome a mal. Hemos tenido tiempo para conversar.

Hice un gesto indicando que no se preocupara. Y el Che continuó:

—Sus hombres le aprecian. Usted es justo y valeroso...

—Gracias. ¿Puedo hacer algo más por usted, comandante?

—Tal vez un poco de café ayudaría mucho...

—Veré de mandárselo. Procure descansar. Mañana empieza otra etapa...

Yo no podía imaginar que mis palabras resultarían proféticas.

Abandoné la escuelita y ordené que llevaran pan y café a los prisioneros.

A pesar de haber dormido dos horas, no sentía cansancio. Era muy raro.

Regresé al puesto de mando.

Todo era oscuridad. Algunos gallos habían empezado a cantar. El alba no tardaría.

Tengo a papá
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