49 CONTRA 10.000
El ejército boliviano no tardó en acudir a la zona.
El 23 de marzo (1967) tuvo lugar nuestro primer combate.
Éramos siete guerrilleros. Yo estaba entre ellos.
Apareció una compañía de la Tercera División. Y se dirigió hacia el campamento central. Los soplones les habían informado de todo.
Pero nos adelantamos. Y cayeron en la emboscada.
Murieron siete soldados y once resultaron heridos.
Se hicieron veintisiete prisioneros.
El botín fue excelente: tres morteros (con 64 proyectiles), fusiles Máuser (dieciséis), dos mil balas, tres pistolas y no sé cuántas ametralladoras.
El Che estaba eufórico, y nos felicitó.
Al día siguiente, 24, pusimos en libertad a los prisioneros y a los heridos. Los primeros fueron desnudados y así llegaron hasta el pueblo de Lagunillas.
Las radios locales se apresuraron a informar del choque. El mayor Plata, jefe del pelotón que fue derrotado, aseguró a la prensa que los guerrilleros éramos más de trescientos y armados hasta los dientes. «Entre los subversivos —dijo— había guerrilleros del Viet Cong».
La derrota del ejército hizo que entrara en acción la Cuarta División. Y, en cuestión de horas, en la zona desembarcaron alrededor de diez mil soldados. Nosotros, contando a los visitantes, sólo éramos 49.
Y de la breve euforia descendimos de nuevo a la realidad.
Seguíamos en precario, sin posibilidad de conectar con «Manila» (Cuba). Carecíamos prácticamente de víveres y medicamentos. Era preciso hallar una salida. Y el Che pensó en sacar de la zona al francés Debray y al pintor argentino (Bustos). Ellos podrían llegar a Cuba y aclarar a Fidel nuestra situación. Debray, una vez en el exterior, se encargaría de reunir fondos, armas y todo el apoyo político necesario.
El problema era cómo sacarlos. La región estaba infectada de soldados.
Lo intentamos primero por un pueblo que se llama Gutiérrez. Imposible.
Y llegó el 10 de abril de 1967.
En los sucesivos intentos para poner a salvo a los visitantes fuimos a topar de nuevo con el ejército.
En esta ocasión éramos dieciséis guerrilleros, incluyendo a Debray.
Estábamos emboscados cerca de un río. Y de pronto aparecieron los soldados. Eran 65. Caminaban despacio por ambas márgenes. Esperamos a que estuvieran a nuestro alcance. Después los abrasamos sin piedad. No tuvieron casi tiempo de responder al fuego. A los dos minutos se rindieron.
Fue nuestro segundo gran éxito.
Matamos a once soldados. Veintidós fueron heridos y el resto cayó prisionero.
Nosotros sufrimos la primera baja en combate. Jesús Suárez Gayol recibió un balazo en la cabeza. Era capitán y había sido viceministro de la Industria Azucarera en Cuba.
Fue una noche de lágrimas y risas...
Soltamos a los prisioneros —desnudos— y permitimos que se llevaran a los heridos.
Pero la situación empeoraba por momentos.
Las radios locales informaron de la llegada a la zona de soldados de la Octava División, así como de un destacamento de rangers. Estos últimos —aseguraron— habían sido entrenados por la CIA. Eso significaba que los malditos gringos ya estaban en Bolivia asesorando a los militares. No nos equivocamos.
Al día siguiente, 11 de abril, otra noticia nos sorprendió y alarmó: el ejército había registrado uno de los campamentos y encontrado una fotografía del Che, fumando en su pipa de plata. Algunos periodistas que acompañaban a los soldados dieron fe de ello. Las fotos, una vez más, nos estaban causando problemas.
Pero el Che hizo caso omiso de las noticias que llegaban a través de las emisoras bolivianas y peruanas y prosiguió con su manía de retratarse y de retratar a los compañeros.
Algunos nos escondíamos cuando lo veíamos llegar.
Y proseguimos con los intentos para «liberar» al francés y al pintor argentino.