LA HIGUERA
El 26 de septiembre (1967) llegamos a otra aldeíta. La llaman La Higuera. No tiene ni trescientos habitantes. Las casas son de adobe.
La gente, al saber de nuestra proximidad, ha escapado.
Se trata de un pueblo perdido entre dos crestas rocosas.
En la casa del telegrafista encontramos una notificación del día 22. En ella se comunica a Vallegrande que «los rojos están en las proximidades de La Higuera». No sabemos dónde están los soldados. El telegrafista también ha huido.
El Che envía a varios exploradores en dirección a Jagüey, el pueblo más cercano. Yo soy uno de esos exploradores.
Al dejar atrás la primera loma caímos en una emboscada. Resultado: tres compañeros muertos. Yo resulté herido, pero pude llegar a La Higuera en la compañía de Pablo y Aniceto.
Ahora lo sé: la emboscada en las cercanías de La Higuera fue premonitoria. Y también sé que la pesadilla del Che, en la que vio a Celia, su madre, no fue un sueño. Fue mucho más...
Como pudimos nos refugiamos en un bosquecillo, en una colina desde la que se divisaba la aldea. Allí permanecimos ocultos durante tres días. Veíamos a los soldados, buscándonos.
Finalmente decidimos salir del bosque y caminar por un largo y abrupto desfiladero.
Al principio lo hicimos durante la noche, pero los hombres empezaron a quejarse. Arrastrábamos mucho sueño.
Las emisoras locales dieron la noticia de la emboscada y de los tres compañeros muertos. También mencionaron la deserción de Camba y León, ambos bolivianos.
El Che los maldijo.
Era preciso salir de allí. La radio hablaba de un total de 1.800 soldados, pertenecientes a los rangers, que ocupaban La Higuera y las quebradas circundantes.
La noticia podía ser falsa... Pero ¿qué importaba que fueran 1.800 o 180? Nosotros éramos diecisiete.
Oíamos en silencio y desconcertados...
Unos locutores aseguraban —de buena fuente— que el Che había sido abatido. Otros hablaban de su captura y de su juicio en Santa Cruz de la Sierra.
Fueron momentos especialmente angustiosos; los más tensos desde que empezó la guerrilla.
Los soldados pasaban muy cerca, en grupos de cuarenta o más. Y nosotros hundíamos el rostro en la tierra rogando que se alejaran. Algunos compañeros lloraban en silencio. Otros apretaban los dientes o se abrazaban a los fusiles. No entendíamos por qué el Che no plantaba cara. Hubiéramos terminado con muchos soldados.
En una de esas eternas esperas sonó un disparo. Y cundió la alarma.
Los soldaditos tomaron posiciones, y pensamos que había llegado el final. Pero no. La radio del pelotón avisó de un disparo fortuito y los soldados —más de setenta— prosiguieron la marcha.
Esa noche, radio Balmaseda, de Chile, anunció que el Che y su grupo se hallaban rodeados y sin salida posible, «a no ser que los campesinos de la zona se alzaran y los protegieran».
¡Qué ridiculez! ¡Qué pésima información! Ningún campesino boliviano nos prestó ayuda. Al contrario.
Oímos que el general Barrientos ha llegado a Vallegrande para festejar el final de la guerrilla. Le acompañan numerosos militares y periodistas.
El Che no dice nada.
Todos sabemos que la tenaza militar nos ahoga. El fin está cerca...