NOS COMEMOS LOS CABALLOS
El 30 de mayo (1967) volvimos a tropezar con un pelotón de soldados. Los detectamos a tiempo y los emboscamos. Cayeron como moscas. Sólo eran reclutas con más miedo que vergüenza.
Resultado: tres muertos y un herido.
No me siento orgulloso de esta nueva matanza; no después de lo que oí sobre las bombas atómicas. Esta guerrilla no obedece a la necesidad de una revolución y de un cambio social. Esta guerrilla es el juguete de un hombre desequilibrado y con una sed interminable de venganza. No es justo.
Estoy pensando seriamente en abandonar.
El Che nos dirige la palabra y —eufórico— asegura que la publicidad provocada por el apresamiento de Debray es «todo un éxito». Dice que estamos a un paso de la victoria... (!).
Si el mes de mayo fue malo, junio fue infinitamente peor.
La radio trajo pésimas noticias: dos compañeros —del grupo de Joaquín— fueron abatidos. No dieron más información.
El Che nos puso en pie y tratamos de encontrar la retaguardia. Empeño inútil. Estábamos tan perdidos como la gente de Joaquín. Subimos y bajamos colinas inútilmente.
El 10 de junio tropezamos con otra patrulla. Los emboscamos y acabamos con la vida de otro soldadito.
Nadie lo sabe pero he decidido disparar al suelo. No volveré a matar a nadie.
El 14 de junio celebramos el cumpleaños del Che. Le han caído treinta y nueve. Los bolivianos hacen un locro, una sopa con arroz, papas y los restos de la poca carne salada que nos queda.
Alguien saca una botella de ron y brindamos. El Che habla de su futuro como guerrillero. Dice que le espera la gloria y toda América bajo sus botas.
«Mami, por favor, sácame de aquí».
Uno de los compañeros aprovecha el buen humor del comandante y saca a relucir otro asunto tabú (en Cuba): el desaparecido comandante Camilo Cienfuegos. En octubre de 1959, a los pocos meses del triunfo de la revolución, Camilo, el gran héroe, desapareció cuando volaba en su Cessna desde Camagüey a La Habana. Nunca lo encontraron y tampoco los restos de la avioneta.
El Che se encogió de hombros y respondió:
—Pregunten a la Armada...
Al detectar nuestra extrañeza, añadió con amargura:
—Le hacía sombra a Fidel. Era el verdadero líder. El pueblo lo amaba. Alguien lo liquidó.
Se hizo un silencio de plomo.
Y el Che, que nunca atrancaba, remató:
—Un buque de la Marina de Guerra acudió al lugar del siniestro y retiró la totalidad de los restos del avión.
—¿Y el cuerpo del comandante Cienfuegos?
El Che se negó a responder.
Los días siguientes fueron de relativa calma.
Tuvimos que sacrificar los caballos. El hambre era insoportable y los hombres se negaban a dar un paso.
El Che continuó con su trabajo como sacamuelas. Y el asma le salió al paso de nuevo, destrozándolo. Ya no quedaban prácticamente medicinas. El Che tuvo que recurrir a las inyecciones de adrenalina. Eso le permitió caminar, aunque con grandes quebrantos. Por cierto, gran novedad: el comandante se ha lavado en uno de los arroyos. Lleva seis meses sin tocar el agua. Pero el olor a sudor sigue siendo insoportable. En su juventud lo llamaban Chancho (cerdo), con razón.
El 26 de junio, nueva emboscada a los soldaditos.
Caen cuatro. Tuma y Pombo resultan heridos. El primero de gravedad, con un tiro en el vientre. El Che intenta operarlo pero muere en la operación. Tenía el hígado destrozado. Pombo se recupera. Antes de morir, Tuma entrega su Rolex al Che.
En mi cuenta sumamos veinticinco soldados muertos. Nosotros quedamos veinticuatro.
La tensión se hace insufrible. Seguimos sin noticias de Joaquín y su retaguardia. El ejército ha desembarcado nuevos efectivos. Ya no son diez mil soldados. Hablan en las emisoras locales de la operación «Cintia»: una tenaza mortal, con casi treinta mil hombres.
El Che pierde los nervios a cada paso. La última ha sido el acuchillamiento de la yegua que montaba. Cuando el pobre animal se ha negado a caminar, el comandante ha blasfemado y le ha lanzado un machetazo en el cuello.
Esa noche, en la cena, ha solicitado disculpas y ha largado un discurso incendiario sobre la necesidad de superar los graves problemas que nos acosan. «Sólo así —ha dicho— nos convertiremos en verdaderos revolucionarios: el escalón más alto de la especie humana».
«Mami: no quiero ser ese escalón...».
Definitivamente, este hombre debería ser encerrado en un loquero.