Prólogo 1972

Hacía más de media hora que el flujo de coches transcurría en dirección oeste. El sonido de la radio llegaba nítidamente desde el lavadero. El canturreo de la criada evitaba concienzudamente coincidir con la armonía. Hacía una hora que el calor de la estancia se había hecho insufrible. El sol era despiadado aquel verano.

Volvió a mirarse al espejo.

La mañana había sido tornadiza. Su marido llevaba algún tiempo contemplándola con esa melancolía que ciertos psicólogos interpretan como el preludio de una crisis matrimonial; sin embargo, ella sabía que no era así. La imagen que le devolvía el espejo no mentía: había envejecido.

La yema de un dedo estiró cuidadosamente de la comisura del labio. La piel se dejaba estirar pero el efecto era insatisfactorio y escaso. Volvió a humedecerse los labios y ladeó la cabeza.

Había pasado el tiempo.

Precisamente aquella mañana se había levantado sola. El hombre que había permanecido en la cama se había quedado un buen rato con la mirada fija en los rincones de la habitación. Conocía aquel estado, y los períodos de noches insomnes y pesadillas recurrentes.

También la noche había sido larga.

Finalmente se decidió a bajar después del desayuno. Se quedó quieto un instante, como si meditara. Sus dulces ojos estaban velados, no acababa de despertarse. La sonrisa surgió quedamente, como pidiendo perdón.

—Debo irme ya —dijo el hombre.

La sala de estar siguió pareciéndole demasiado grande un rato más.

Cuando sonó el teléfono, la mujer lo cogió de mala gana.

—¡Laureen! —dijo llevándose la mano a la nuca, como si se encontrara cara a cara con su cuñada.

Su peinado seguía estando impecable.