26
«Ahora duerme, angelito mío», pensó Bryan. Herr Devers era un hombre pesado y le costó sacarlo de la cama. Había retirado la manta de la cama que estaba lista para acoger a su compañero de habitación. Luego había colocado el albornoz de Devers en la cama vacía, había acomodado el bulto cuidadosamente, para que tomara el contorno de un cuerpo tendido, lo había cubierto con la manta, se había puesto su propio albornoz y había abandonado la habitación, no sin antes asegurarse de que ningún extraño transitaba por el pasillo.
Eran casi las siete de la tarde. La cena había estado pasada y asquerosa y se la había tragado en un abrir y cerrar de ojos. Unos ejercicios de evacuación habían descolocado a todo el personal durante la mayor parte del día. En un primer momento, Bryan había creído que se trataba de una evacuación real y que iban a ser trasladados del lugar inmediatamente. Los reproches que se hizo a sí mismo habían abocado en insultos por haber dejado escapar el momento.
Sin embargo, los enfermeros le habían sonreído e incluso Vonnegut había asomado la cabeza por la puerta y se había reído. Los medicamentos de la noche habían sido distribuidos varias horas antes de lo habitual.
Había llegado la hora.
A punto estuvieron los guardias de esbozar una sonrisa al verlo detenerse en el pasillo y rascarse la nuca en un gesto abatido. De pronto, la expresión de su cara se había esclarecido y Bryan se había encogido de hombros con una mueca de indiferencia y había seguido su camino hacia la habitación de siete camas.
No lo detuvieron, sino que más bien parecieron sentirse tan aliviados como lo estaba él.
Los simuladores ya se habían acostado, a excepción de Kröner, que miró a Bryan con una expresión sarcástica en el mismo instante en que éste asomó la cabeza por la puerta.
Kröner se incorporó sobre los codos inmediatamente. James ocupaba la antigua cama de Bryan, la que estaba entre la de Kröner y la del hombre de los ojos inyectados en sangre.
De la cama del fondo asomó un rostro desconocido de entre las mantas que siguió pasivamente los movimientos de Kröner con la mirada, cuando éste atravesó la estancia. El hombre de la cara ancha gruñó cuando Kröner lo sacudió insistentemente, despertándose a la vez que James.
En la mirada que James le envió había más bien una especie de apatía que de cansancio. Era todo cuanto Bryan necesitaba saber: James no podría acompañarlo.
Entonces Bryan se escabulló entre las camas de James y de Kröner y echó un vistazo por la ventana. Los abetos de la parte sur de la pared rocosa estaban a unos seis metros del muro del edificio, pero justo delante de la ventana y, un poco más allá, la distancia era aún menor.
Las ramas eran de un color verde intenso y estaban llenas de savia, flexibles y densas. Había más que suficiente a lo que agarrarse, siempre y cuando el ángulo de caída fuera el correcto.
Desde su cama en la planta inmediatamente inferior, Bryan había dejado que los fundamentos de aquellas gigantescas sombras bailaran prometedoramente ante sus ojos. Pequeños fragmentos de una vida apacible y normal que cabeceaban plácidamente al otro lado del cristal; entes inalcanzables y cautivadores.
Y por fin tuvo una visión completa de aquellos árboles.
A sus espaldas, Lankau y Kröner se habían colocado entre las dos camas, barrándole[18] el paso. Kröner estaba tan tranquilo y expectante como Lankau tembloroso y excitado. Bajo la sonrisa torcida del hombre del rostro picado de viruela, el pañuelo de Jill adornaba coquetamente su cuello. En el mismo instante en que Kröner se dio cuenta de que Bryan lo había visto, acarició el pañuelo con el dorso de la mano y esbozó una sonrisa diabólica. Los simuladores habían despojado a James de su último resto de dignidad. Bryan miró a James y el hombre de los ojos inyectados en sangre los contempló con interés desde la cama vecina.
James ni siquiera pestañeó cuando Bryan le sonrió taimadamente.
Entonces Bryan se levantó el camisón y enseñó su trasero desnudo. Tanto Kröner como Lankau se rieron hasta que Bryan contrajo el abdomen, lo que resultó en un largo y ofensivo pedo que fue a darles directamente en las narices. La risa de Kröner se heló al instante y el hombre dio un paso atrás. Sin embargo, el rugido de Lankau tuvo un efecto contagioso y cuando Bryan tuvo la osadía de mirarlo por encima del hombro con una expresión ingenua de duendecillo, Kröner no pudo más que estallar en risas.
Bryan posó la mirada una última vez en James. Resultaba difícil determinar si le había guiñado el ojo ligeramente. Su rostro estaba pálido. La delicadeza y el tormento que éste reflejaba obligaron a Bryan a apartar la vista. Bryan se repuso rápidamente y se acercó tanto a Kröner que sus frentes incluso llegaron a rozarse. Y entonces soltó un eructo.
El semblante de Kröner se transformó, como si lo hubiera atravesado un rayo. La leve parálisis que se produjo le brindó el tiempo y el espacio suficiente a Bryan para que su golpe alcanzara el pómulo de Kröner de lleno. El hombre del rostro picado de viruela se fue hacia atrás y aterrizó entre los brazos de Lankau. La cólera de los dos simuladores se desató inmediatamente y ambos saltaron sobre Bryan, sin hacer caso de los gritos del hombre de los ojos inyectados en sangre.
Sin embargo, Bryan había conseguido lo que había pretendido desde que entró en aquella habitación.
Apenas lo hubo agarrado Lankau, cuando soltó un grito desgarrador, como si quisiera convocar a sus antepasados para la lucha. Todos los ocupantes de la sala despertaron de golpe y fueron testigos de las tres figuras rodando por el suelo y de los guardias entrando atropelladamente por la puerta como sombras tenebrosas. Los guardias se abalanzaron inmediatamente sobre los combatientes. Tanto el hombre del rostro picado de viruela como el de la cara ancha se habían dejado llevar por la rabia. Uno de los guardias logró liberar a Bryan de las garras de los simuladores, sin que tuvieran ningún efecto los golpes que Lankau dejó caer sobre su uniforme.
Y, de pronto, todos se quedaron inmóviles. Bryan, que se había quedado sentado en el suelo con las piernas abiertas hacia los lados, empezó a sollozar. El hombre de los ojos inyectados en sangre había tirado del cordel y los gritos de los enfermeros que se acercaban por el pasillo hicieron que el flaco se dejara caer contra la almohada con un suspiro irritado de resignación.
Bryan dirigió una mirada a James cuando, entre sollozos, reculó hacia la puerta. Sin embargo, por entonces, James ya se había vuelto, abandonándose al abrazo de la manta.
Bryan cruzó el pasillo en un par de pasos ágiles. Antes de que les hubiera dado tiempo a las enfermeras a abrir la puerta giratoria del hueco de la escalera de servicio, Bryan ya había cerrado la puerta a sus espaldas y había detenido sus sollozos. Ahora se encontraba en la habitación del medio que ocupaba el paciente misterioso.
La habitación estaba a oscuras.
Bryan permaneció inmóvil hasta que se hubo acostumbrado a la penumbra. Ahora, sin duda, administrarían un sedante a Kröner y a Lankau. Era impensable que el personal sanitario abandonara la habitación de James durante los próximos cinco o diez minutos.
Desde su habitación al otro lado de la pared se oyó el sonido de la puerta al abrirse. Las voces de los guardias atravesaron la pared con nitidez. Parecían aliviados; ya habían tomado nota de que Bryan se había vuelto a acostar.
Su vecino inconsciente, Herr Devers, no se había movido. La dosis de sedantes que le había suministrado había resultado suficiente.
Desde la cama sumergida en la oscuridad fue emergiendo el contorno de un hombre que lo miraba fijamente.
Ése era, pues, el hombre al que intentaban ocultar con tanto ahínco.
La inexpresividad de su rostro preocupaba a Bryan. Su falta de reacción resultaba tan incomprensible como tantas otras cosas en aquella sección. Bryan se llevó el índice a los labios y se puso en cuclillas al lado del lecho de aquel hombre. La respiración del enfermo se había hecho pesada y el ritmo se había acelerado, como si se estuviera preparando para prorrumpir en un grito. Su respiración, febril y ardiente, se fue haciendo cada vez más profunda a medida que pasaban los segundos. El labio inferior le temblaba.
Entonces Bryan retiró la almohada de debajo de los codos del enfermo de un tirón y lo empujó contra el colchón. El hombre misterioso ni siquiera pareció sorprenderse al ver a Bryan alzar la almohada sobre su cabeza. Bryan volvió a bajar los brazos, tapó el rostro del enfermo con la almohada y apretó.
Fue como ver a su mayordomo en Dover agarrar a una paloma y exprimirle la vida lentamente. El hombre no opuso resistencia, ni siquiera pataleó. El cuerpo laxo e indefenso parecía haber sido abandonado, parecía estar tan solo.
Unos brazos delgados se alzaron ligeramente eliminando la voluntad de Bryan de acabar con aquella vida. Se apresuró a retirar la almohada y miró fijamente a aquellos ojos asustados que acababan de ver cómo cedía la muerte.
Bryan le acarició la mejilla, aliviado. Cuando le sonrió, recibió a cambio una mirada triste.
Del colgador sólo pendía el albornoz reglamentario. Bryan se lo puso por encima del suyo y se ató con fuerza el cinturón alrededor de la cintura. Aunque no le faltaron las ganas de encender la luz y así poder registrar la habitación en busca de cualquier objeto que pudiera serle útil, no se atrevió a hacerlo.
La ventana se abría en el sentido equivocado, lo cual impedía el acceso al canalón. El paciente soltó una risa ahogada, apenas perceptible, cuando Bryan descolgó la ventana de su marco y la depositó cuidadosamente detrás de la cortina, al lado del lavabo.
El tumulto que se había creado en la sección se había calmado definitivamente. El personal sanitario había dejado de vociferar. Las risas de los guardias le llegaban atenuadas desde el pasillo. Habían demostrado su valía.
O, al menos, eso creían.
Bryan contaba con que, si todo iba como de costumbre, pasarían por lo menos unos siete u ocho minutos hasta que se dieran cuenta de su fuga.
Y, de pronto, antes de que diera tiempo para que aquel pensamiento se asentase en su mente, Bryan se quedó helado. Una intuición inexplicable lo había llevado a soltar la cortina antes de subir el pie al alféizar de la ventana; tal vez sólo fuera el leve tintineo de unas llaves en el bolsillo de alguien.
Antes de que el guardia hubiera agarrado el pomo de la puerta, Bryan ya se había arrojado hacia atrás escondiéndose detrás de la puerta. Había estado a punto de caerse. El tobillo le latía de dolor y sus ojos estaban desorbitados. A su lado, un estrecho haz de luz atravesó la estancia y le rozó los dedos de los pies.
A menos de diez centímetros de donde se encontraba, uno de los guardias asomó su rostro oscuro. La luz que entraba a sus espaldas rodeó su cabeza en una aureola diabólica. El más mínimo ruido o movimiento, y Bryan estaría acabado. El hombre misterioso seguía tendido en la cama, con la nuca apretada contra la almohada y una sonrisa dulce en los labios. La cortina ondeaba ligeramente. Bryan percibió el aire que entraba por la ventana con una rotundidad inoportuna y vio, para su desesperación, cómo el haz de luz atrapaba el pie del marco de la ventana detrás de la cortina. El guardia soltó un gruñido y abrió la puerta un poco más y, hasta que sus ojos no se hubieron acostumbrado lo suficiente a la oscuridad para poder ver al enfermo recostado en la cama, no se rindió. Ahora el tobillo le dolía tanto que Bryan estuvo a punto de derrumbarse. Tal vez era lo mejor que le podía pasar; dejarse caer, sin más. ¿Acaso todavía le quedaba alguna posibilidad de salir victorioso de aquella situación? Se deshizo rápidamente de aquel sombrío pensamiento y recuperó el equilibrio. Encontrarían un albornoz en la cama de Devers y a Devers en la cama de Arno von der Leyen. Bryan llevaría puestos dos albornoces.
Resultaría difícil de explicar, sin duda.
El Obergruppenführer se incorporó repentinamente en la cama; parecía estar totalmente lúcido.
—Gute Nacht —dijo quedamente, con tanta dulzura y claridad que incluso Bryan alcanzó a entender aquellas palabras.
—Gute Nacht —replicó el guardia y cerró la puerta suavemente.
Fue todo tan cordial que a Bryan estuvo a punto de parecerle humano.
La noche era húmeda y el aire invernal ya había empezado a morder. No se veía ni un alma en la plaza de actos. El canalón parecía estar sólidamente anclado en la pared, pero era más resbaladizo de lo que había creído Bryan.
Y, además, le dolía el tobillo.
Por esta razón, los escasos apoyos que tuvo que soportar hasta alcanzar el salidizo resultaron ser más duros y agotadores de lo esperado. La distancia que separaba el canalón de la ventana era insignificante, pero la ventana estaba cerrada. Bryan la oprimió con cuidado. El cristal empañado de la ventana estaba suelto y se movió bajo la presión de la mano de Bryan. El golpe cayó con dureza e hizo saltar el cristal en mil pedazos. Uno de los pedazos desgarró la carne de su mano y le dejó una herida del tamaño de un penique. El gancho superior estaba demasiado alto. Bryan agarró el marco de la ventana y tiró de él con todas sus fuerzas, hasta que se soltó. El cristal superior se desprendió y se hizo añicos diez metros más abajo, al chocar contra los cubos de basura. A Bryan, aquel tintineo de cristales le pareció como si el cielo se le hubiera caído encima.
Sin embargo, fue el único que lo registró.
A pesar de la suerte que había tenido, no había adelantado nada. La salvaje ironía del destino había vuelto a burlarse de él, pues a pesar de que el marco de la ventana ya no suponía ningún obstáculo, tendría que buscar otra vía para introducirse en el edificio. Desde que, dos días antes, había contemplado el salidizo desde abajo, alguien había cegado la ventana con un mueble macizo.
Demasiado macizo.
Ante la posibilidad de tener que volver a bajar, Bryan se dispuso a evaluar, una vez más y a la desesperada, la accesibilidad y las trampas que escondía aquel tejado de pizarra. El tejado era resbaladizo y reluciente como un espejo y reflejaba la débil luz de las farolas al otro lado de las cocinas como una película de espejismos parpadeantes. De aquella superficie negra emergieron varias ventanas en marcos de hierro.
Apareció un número cada vez más abundante de destellos desde el nornoroeste que presagiaban nuevas descargas apagadas y retardadas. Las luchas al otro lado del Rin se habían intensificado considerablemente durante las últimas horas. Estrasburgo parecía sucumbir a la presión de las fuerzas aliadas.
Desde el salidizo, unos metros más allá, le llegaron unas voces alegres. Bryan supuso que se encontraba delante de las dependencias de las enfermeras. También desde la buhardilla, que se hallaba en algún lugar a sus espaldas, empezaron a oírse algunos ruidos que presagiaban que el equipo de la tarde estaba a punto de retirarse a sus aposentos. Podían descubrirlo de un momento a otro, sólo con que uno de los ocupantes de las habitaciones quisiera ventilar su buhardilla o averiguar de dónde provenían las detonaciones y los destellos. Era fácil que sorprendieran a Bryan; un rápido vistazo al tejado y lo habrían descubierto. A pesar del frío, Bryan sudaba y las manos empezaban a resbalarle en el marco de la ventana. Tendría que encontrar inmediatamente otro acceso al edificio. Dentro de unos segundos, los guardias encorvados doblarían la esquina.
Colgado del techo de aquella manera, no tardarían mucho en distinguir su cuerpo.
Junta por junta, placa por placa, Bryan fue examinando aquel tejado de pizarra por segunda vez. Al ver un marco de hierro, casi oculto por el tejado del salidizo que se hallaba justo encima de su cabeza, sus esperanzas resurgieron. Podría alcanzar aquella ventana si conseguía poner un pie en el desagüe de la buhardilla.
Los primeros apoyos fueron los más difíciles. La superficie estaba fría y pringosa por la descomposición de las hojas que el viento había transportado hasta ahí. Precisamente en el momento en que Bryan resbalaba y daba un paso atrás que a punto estuvo de precipitarlo al vacío, y se apoyaba febrilmente contra el tejado, se oyó el ladrido traicionero que siempre anunciaba la aparición de los guardias y de sus perros.
Solían venir de dos en dos. Pero, por lo visto, esta vez se habían encontrado dos grupos y habían decidido mantener una cita justo debajo de Bryan.
Los viejos charlaban en voz baja juntando las cabezas para poder oír mejor lo que decían los compañeros, mientras se llevaban mecánicamente la mano al bolsillo del pecho, buscando el paquete de tabaco. El cono de luz de la farola bajo la que se habían reunido desveló cierta jovialidad entre ellos. Sus fusiles colgaban pesadamente de sus hombros y los perros tiraban de sus cuerdas con impaciencia, ansiosos por seguir la ronda. Hasta que Bryan no estuvo a punto de perder el equilibrio de nuevo y tuvo que apoyar el pie contra el lado del salidizo, los perros no se dieron cuenta de su presencia.
Varios montoncitos de follaje viscoso cayeron del canalón y aterrizaron sobre los cubos de basura del cercado. Dos de los perros empezaron a ladrar inmediatamente. Los hombres miraron a su alrededor, visiblemente confundidos. Entonces sacudieron la cabeza, apagaron sus cigarrillos de mala gana y disolvieron el grupo.
En el instante en que se apagaron las voces, Bryan se encaramó al tejado. Un par de segundos más y se le habría acalambrado la pierna.
La buhardilla no ofrecía nada de interés. Montones de camas viejas y desvencijadas y colchones podridos habían encontrado su última morada sobre los tablones polvorientos. Para los ratones, las virutas y los retales de telas viejas constituían un paraíso donde poder reproducirse y retozar tranquilamente. De no haber sido porque las circunstancias obligaban a Bryan a dejar un rastro que revelaba el camino que había tomado para escapar del lugar, podría haber permanecido allí varios días, hasta que el tiempo se hubiera suavizado y la fuga no estuviera tan marcada por el peligro.
Tal como estaban las cosas, tendría que seguir adelante inmediatamente; antes, no obstante, debería buscar algo que ponerse en los pies, y eso no lo encontraría allí.
La escalera que conducía al piso de abajo acababa en una puerta. Es posible que, en su día, hubiera estado cerrada con llave, pero en ese momento estaba atrancada por la suciedad y la humedad. La estancia que se hallaba en el piso inferior parecía estar vacía; no se oía ningún ruido que anunciara actividad alguna. El estruendo de los bombardeos sonaba distinto desde allí. El tejado inclinado vibraba. La cercanía caótica de la destrucción se percibía grave y entristecedora.
La buhardilla que no había podido abordar desde el tejado debía de encontrarse detrás de una de las tres puertas que tenía delante. Unos sonidos que provenían de la puerta de la derecha y la distancia hasta las otras dos le revelaron el lugar en el que debían de encontrarse el baño y los retretes. Por tanto, la puerta del medio debía de pertenecer a la estancia que se hallaba justo encima del consultorio, y la puerta de la izquierda debía de conducir a la buhardilla.
Detrás de la puerta del retrete alguien tiró de la cadena y se sonó la nariz. Bryan desapareció en el interior de la buhardilla en el momento en que la mujer abrió la puerta. Sus pasos eran cortos y cansados. Al pasar por delante de la siguiente puerta, la golpeó y gritó algo dirigido al ocupante de la habitación. De pronto, un caos de pasos y voces se apoderó del pasillo; una actividad desenfrenada para aquellas horas del día.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. Unos montones de ropa blanca, cuidadosamente doblada, aparecieron en medio de los destellos de las detonaciones. Ni un solo zapato. Sólo ropa de cama. Incluso una blusa o unos calzoncillos hubieran servido.
Pero allí no había nada que pudiera aprovechar.
A medida que la actividad del pasillo fue calmándose, los susurros y los zumbidos de las habitaciones fueron sustituyéndola. Las sombras, imposibles de identificar a través del ojo de la cerradura, se desvanecieron. Las posibilidades de Bryan se habían reducido considerablemente. Podía volver a subir la escalera e intentar alcanzar los abetos desde el tejado. Supondría una caída importante. O podía intentar introducirse inadvertidamente en una de las habitaciones, al otro lado del pasillo. Tal vez allí encontraría ropa y un lugar menos peligroso desde el que saltar a los árboles. Ambas opciones lo hicieron estremecerse. «¡Tú sí habrías sabido qué hacer en una situación como ésta, James!», pensó.
Su abdomen se encogió.
Un infierno ensordecedor de estruendos concurrentes hizo vibrar los cristales y las voces de la gente que se encontraba en las habitaciones subieron hasta el piso superior. Se abrieron varias puertas de las habitaciones del lado opuesto del pasillo y unas muchachas se precipitaron hacia las habitaciones orientadas hacia el oeste, que ofrecían mejores vistas. Sin pensarlo más, Bryan abrió la puerta y salió al pasillo. Más abajo, unas jóvenes enfermeras se habían puesto en movimiento. Otra serie de descargas retumbó contra el edificio. Nadie pareció preocuparse por Bryan al verlo desaparecer en el interior de la siguiente buhardilla.
La estancia era pequeña y estaba a oscuras, alguien acababa de abandonar la cama. Una cortina oscura de dibujos discretos de un color negruzco tapaba la ventana por completo. En el armario que había al lado de la puerta, Bryan encontró algo de lo que había andado buscando: una blusa descolorida, unos calcetines largos de lana y unos calzoncillos anchos. Sin dudarlo ni un segundo, abrió la ventana y arrojó sus hallazgos hacia el abeto más cercano, que las descargas de lo que parecían unos fuegos artificiales iluminaban intermitentemente. Los calcetines chocaron contra las ramas y se precipitaron al vacío por el costado equivocado de la alambrada.
Antes de saltar, le vino a la mente si el ocupante de la habitación se daría cuenta de que la ventana se había quedado abierta detrás de las cortinas corridas.
En el chasquido que se produjo cuando Bryan cerró los brazos alrededor de las ramas húmedas, que lo azotaron despiadadamente, la herida que tenía en la mano volvió a abrirse. Había sido un salto horrible. De pronto se precipitó un par de metros más abajo y las agujas del abeto se le clavaron en el rostro. Bryan se quedó colgado un rato de un manojo de ramas punzantes, preparándose para emprender el descenso que tuvo lugar a tirones; el último lo dejó tendido en el suelo tras una vertiginosa caída.
A pesar de haber recibido un golpe en el cuello, elevó la cabeza del suelo y echó un vistazo a su alrededor. A tan sólo un metro de donde había aterrizado se erguía una roca escarpada. Los calzoncillos y la blusa se habían posado a su lado. Justo delante de sus ojos, la alambrada centelleaba con una luz gris. Sólo unas bandas de luz tenue evidenciaban que había vida en el edificio al otro lado de ella.
No se veía a un alma, excepto en una ventana de la segunda planta, donde le pareció vislumbrar una figura borrosa aunque también conocida.