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—¡Venga! —se oyó decir a lo lejos a una voz que se mezclaba con sonidos estivales e imágenes nebulosas—. ¡Venga ya, Bryan!
Una sensación de mareo se apoderó de él y la voz se tornó más sombría y potente. Entonces notó que le tiraban del brazo. Bryan tardó un tiempo en darse cuenta de dónde estaba.
El tren estaba en penumbra y reinaba el silencio. Una sonrisa cauta de James fue sustituida por un último tirón y Bryan le devolvió la sonrisa.
—Vamos a tener que hablar en voz muy baja.
Bryan asintió con la cabeza; había entendido la situación.
—Estabas inconsciente cuando me desperté —prosiguió James—. ¿Qué pasó, Bryan?
—¡Te dejé fuera de combate, te golpeé! —dijo Bryan mientras intentaba concentrarse—. ¡Y entonces nos examinaron! Exploraron mis pupilas. Y yo abrí los ojos involuntariamente. Saben que hay algo raro en mí.
—¡Lo sé! Han pasado a verte unas cuantas veces.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—¡Haz el favor de escucharme, Bryan! —exclamó James—. El vagón de delante está lleno de soldados. Vuelven a casa de permiso, pero creo que también les han encargado la vigilancia de los pacientes.
—¿A casa?
—Sí, nos estamos adentrando en Alemania. No nos hemos detenido ni una sola vez en lo que va de día. En este último tramo han aminorado la velocidad. No sé a dónde nos dirigimos, pero ahora mismo estamos parados en Kulmbach.
—¿Kulmbach? —A Bryan le costaba seguir la conversación—. ¿Kulmbach? ¿Kulmbach? ¿El tren estuvo parado?
—Al norte de Bayreuth —susurró James—. Bamberg, Kulmbach, Bayreuth, supongo que lo recordarás, ¿verdad?
—Me pregunto qué me inyectaron. ¡Tengo la boca sequísima!
—¡Intenta sobreponerte, Bryan! —Unas cuantas sacudidas hicieron que Bryan volviera a abrir los ojos—. ¿Qué pasó cuando nos lavaron?
—¿A qué te refieres?
—¡El tatuaje, tío! ¿Qué pasó?
—No lo buscaron.
James dejó caer la cabeza sobre la almohada y volvió la mirada hacia el techo.
—¡Debemos hacerlo ahora, mientras todavía haya luz!
—¡Tengo frío, James!
—Es que hace mucho frío. Han estado ventilando el vagón. Hace tan sólo un momento, el suelo estaba cubierto de nieve.
James señaló el suelo sin por ello apartar los ojos del techo.
—¿Lo ves? Todavía queda nieve. ¡Los soldados del vagón de al lado llevan abrigos, como podrás entender!
—¿Los has visto?
—Van y vienen a intervalos. ¡Hace un par de horas estuvieron buscando al enfermero que arrojamos del tren! También saben que ha habido jaleo con unos pilotos ingleses que han sido vistos saltando al tren. ¡La patrulla de perros debe de habernos delatado!
—¿Cómo?
Bryan sentía cómo la realidad iba adueñándose de su cuerpo sin que fuera capaz de controlarla.
—No lo sé, pero ellos sí lo saben, y andan buscándonos. Aunque no nos han encontrado, ni lo harán.
—¿Y el enfermero?
—No lo sé.
Sin mediar ni una palabra, James se puso en pie y agarró la cánula que tenía clavada en el brazo izquierdo. Cerró los ojos, se la sacó y dejó que las gotas nutrientes mezcladas con su sangre cayeran sobre la sábana. Bryan se incorporó apoyándose sobre el codo en un intento de seguir lo que se disponía a hacer su amigo. Un pequeño nudo en el tubo detuvo la fuga de líquido. James se arremangó la camisa por encima del hombro, se limpió unas cuantas uñas con la punta de la cánula y se dispuso a introducir la mugre bajo la delgada piel del sobaco mediante unos pequeños pinchazos.
James volvía a tener mala cara. El color había abandonado sus mejillas, y los labios habían adquirido un tono azulado. La aguja se introducía en la piel una y otra vez pinchazo a pinchazo. Las gotas de sangre iban tiñendo poco a poco el vello rubio de la axila de rojo. Se necesitaban muchos pinchazos para escribir A+.
—Espero que no se infecte —murmuró Bryan a la vez que se arrancaba la cánula del brazo—, pero si lo hace, prefiero asegurarme. ¡Pienso tatuarme mi propio grupo sanguíneo, James!
—Estás loco —protestó James que, sin embargo, no intentó convencer a su amigo. Tenía más que suficiente con su propio tatuaje.
Bryan pensó que ya había considerado los pros y los contras en profundidad. Estaba claro que representaba un cierto riesgo escribir B+ en lugar de A+, pero, por otro lado, los signos de los grupos sanguíneos eran tan parecidos entre sí que todo el mundo creería que la persona encargada de su expediente se había equivocado. En el caso de que a alguien se le ocurriese sacar el expediente para compararlo con el tatuaje, lo más probable era que se sorprendiera y enmendara el error sin más. Estaba seguro de ello.
De este modo podían meterle toda la sangre y demás porquerías que quisieran sin que corriera el riesgo de enfermar. Eso era, al fin y al cabo, lo más importante. El hecho de que cabía la posibilidad de que, llegado el caso, ni siquiera se molestaran en mirar en su axila y optaran por atenerse a lo indicado en el expediente era algo que Bryan prefirió pasar por alto. Empezó a limpiarse las uñas con la aguja.
El trabajo de tatuarse avanzaba muy lentamente. Fueron interrumpidos por unos crujidos provenientes del vagón de delante en dos ocasiones. La segunda vez, Bryan metió instintivamente la cánula debajo de la sábana. Una sombra vacilante registrada por el rabillo del ojo hizo que cerrara los ojos. Un rumor que provenía de la cama de James reveló que había entrado alguien más en la estancia. A los primeros cabeceos del tren, Bryan dejó caer la cabeza hacia el lado de la cama de James. Desde esa posición vislumbró al oficial vestido de negro.
Bryan notó cómo el asco que sentía se traducía en unos escalofríos que le hicieron olvidar el dolor en la axila. Estrujó la cánula en la mano haciéndola desaparecer totalmente, esperando que James hubiera sido tan precavido como él.
El oficial de seguridad de las SS se llevó las manos a la espalda y estuvo un largo rato contemplando el rostro del «inconsciente». Fuera se oían ruidos metálicos y voces. El oficial ni siquiera se tambaleó cuando una sacudida repentina recorrió el vagón.
Unas sacudidas posteriores fueron seguidas por un fuerte golpe y unos suaves cabeceos del vagón. Estaban maniobrando. Cuando los guardagujas terminaron su tarea, el oficial vestido de negro giró finalmente sobre sus talones y desapareció.
Más tarde, aquella misma noche, apareció otro oficial que también se dirigió a la cama del vecino de James. Una vez allí, le iluminó la cara con una linterna. Al cabo de un rato, se puso tieso, profirió un grito ahogado y se precipitó hacia el vagón trasero.
Unos instantes después volvió con varias personas. Un hombre de bata blanca que no habían visto antes le rasgó el camisón por el escote, dejando su pecho al descubierto.
Tras unos segundos de auscultación retiró el estetoscopio y explotó en un ataque de rabia que desencadenó una confusión de eventos. Las enfermeras gesticulaban y retrocedían. El golpe de la puerta al cerrarse fue seguido por la aparición del oficial de seguridad que con unas órdenes inmediatas intervino en el incidente y golpeó sin vacilar a la primera enfermera en la cara. Tras unos intercambios a gritos, el soldado que lo había puesto todo en marcha se precipitó a través del vagón para, poco después, volver seguido por un grupo de soldados. Mientras tanto, el paciente había sido trasladado acompañado por enfermeros y vigilantes.
El ronroneo de un motor y unos largos y chirriantes frenazos se propagaron por debajo de la superestructura de la estación de tren fundiéndose con unas órdenes febriles que provenían del exterior. En el interior del vagón, los enfermos habían sido abandonados a su suerte.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bryan.
James se llevó el índice a los labios.
—Se está muriendo. Es Gruppenführer, y el oficial de seguridad estaba furioso —contestó con una voz apenas perceptible.
—¿Gruppenführer?
—¡Teniente general! —James sonrió y luego añadió—: ¡Sí, resulta extraño! Pensar que he tenido a un condenado general de las Waffen-SS a mi lado. Así no es de extrañar que el personal se haya quedado aturdido. ¡Los errores se pagan en un lugar como éste!
—¿Adónde se lo llevan ahora?
—Los agentes de seguridad lo conducen a Bayreuth. Hay un hospital allí.
Bryan volvió a humedecerse los dedos, frotó cuidadosamente la sangre coagulada de la axila y se lamió los dedos. Era importante no dejar rastro de lo que habían hecho.
—¿Sabes lo que más miedo me da, James?
Un hedor se extendió por el vagón desde la cama de James cuando éste se dio la vuelta y se subió la manta hasta la nariz.
—¡No!
—¿Y si en realidad llevan a los enfermos a sus casas?
—Creo que así es.
Bryan cerró los ojos ante la confirmación de sus temores.
—¿Y por qué lo crees? —preguntó, logrando contenerse.
—Cuando se llevaron al general oí la palabra «Heimatschutz». No sé a que se refieren concretamente, pero si la traduces literalmente significa «protección de la tierra natal o patria» o algo parecido. Es a lo que vamos, por lo que pude entender. ¡A la protección de la tierra natal!
—Pero ¡entonces nos descubrirán. James! —susurró Bryan.
—Tal vez. ¡Supongo que sí!
—¡Tenemos que salir de aquí! Además, esto es una locura. No sabemos qué enfermedad tenemos, ni tampoco adonde nos dirigimos.
—¡Déjame tranquilo un ratito, Bryan! —El rostro de James era casi inexpresivo.
—Antes dime una cosa, ¿estás de acuerdo conmigo en que tenemos que irnos de aquí? ¿Incluso esta misma noche, si el tren vuelve a ponerse en marcha?
El largo silencio que se produjo dio paso al ruido de los camiones, que lentamente se fue extinguiendo. Las voces llegaban desde las vías del tren. El paciente al otro lado de Bryan profirió un corto lamento y luego un profundo suspiro.
—Nos moriremos de frío —dijo James quedamente—, pero tienes razón.
Sin embargo, antes de que amaneciese, sus planes de fuga se desbarataron. Tres mujeres de civil subieron por la parte delantera del vagón y abrieron la puerta del andén delantero sin apenas hacer ruido, dejando entrar el aire helado. Fueron recibidas en medio del vagón hospital por los médicos que, resignados, les devolvieron su «Heil Hitler» para pasar rápidamente al asunto que les ocupaba. Las mujeres apenas decían nada y dejaban que los médicos se desahogaran. Luego, todo el equipo pasó revista a las camas, amenizada ésta por los comentarios dispersos de los médicos. Al llegar a la cama de Bryan se detuvieron y se susurraron algo ininteligible y, acto seguido, desaparecieron adentrándose en el siguiente vagón.
—Gestapo. Las mujeres son de la Gestapo —dijo James en cuanto se cerró la puerta del vagón—. Su deber es vigilarnos. ¡Las veinticuatro horas del día! Y las han amenazado con represalias si pasa cualquier cosa en este vagón. Hemos ido a caer entre gente de lo más distinguida, Bryan. Somos importantes. ¡Pero no sé por qué!
A partir de aquel momento, las mujeres se fueron turnando para vigilarlos, sentadas en una silla, al fondo del vagón. Ni siquiera cuando llegó un transporte de enfermos inmediatamente antes de la salida del tren, con varias camillas de cuerpos inánimes para llenar las camas vacías, la vigilante hizo ademán de moverse. Su tarea no consistía en asistir en esos traslados, ni siquiera se movió para dejar pasar a los camilleros.
Cuando había cambio de guardia, que, según había podido observar Bryan, tenía lugar cada dos horas, las mujeres no se dirigían la palabra. Simplemente llegaba una nueva y se sentaba en la silla y, hasta que eso no ocurría, la que era relevada no abandonaba el vagón.
La ansiedad que provocaba el hecho de no poder hablar con James se apoderó de Bryan. Habían acordado huir, pero ¿qué pasaría ahora? Cada vez que Bryan había mirado a James de soslayo, sólo había podido vislumbrar la silueta inmóvil de su cuerpo dibujándose bajo la tela blanca.
El tren volvía a circular a toda velocidad y el susurro de los árboles al pasar era una clara prueba de que habían perdido la ocasión de saltar; aun cuando la vigilante no hubiera significado un impedimento.
Los descubrirían. Sólo faltaban un par de factores desconocidos por descubrir para poder hacer los cálculos aritméticos pertinentes que les dirían cuándo y dónde lo harían.
Desde que habían subido al tren apenas podían haber recorrido unas 125 millas. Cuando Bryan cerraba los ojos aparecía dibujado nítidamente el mapa de Alemania, con todos los puntos geográficos del país. Las 125 millas eran, pues, el factor conocido, y su destino, el desconocido. Podían pasar entre uno y dos días hasta que llegaran a él. Tal vez sólo fuera cuestión de horas. Todo dependía de la destinación, de la velocidad, del número de paradas y de la saturación de las vías, por no hablar de la posibilidad de sufrir ataques aéreos.
Cuando Bryan abrió los ojos, las lámparas del techo se columpiaban apaciblemente sobre su cabeza ofreciendo una luz velada y lechosa. El brazo de James seguía colgando por el borde de la cama. Había golpeado la cama de Bryan para despertarlo. «Estás inquieto», le hizo saber con gestos. La mirada de James denotaba preocupación. Bryan no sabía qué podía haber hecho y de pronto fue devuelto a la realidad. No acostumbraba a roncar y, que él supiera, nunca había hablado en sueños. ¿O sí lo había hecho?
Las enfermeras ya habían iniciado la ronda de abluciones. Las jóvenes ya no mostraban, en comparación con el día anterior, ninguna alegría. Las profundas ojeras y la transparencia característica de la piel dejaba bien a las claras lo que habían tenido que soportar. Sin dormir, con cientos de pacientes a su cargo y amenazadas por una acusación de negligencia en el cuidado del general moribundo, sus ojos denotaban estrés y sus movimientos se habían tornado mecánicos.
Era el tercer día para James y Bryan en territorio enemigo, «Jueves, 13 de enero de 1944», memorizó Bryan, preguntándose a la vez por cuánto tiempo sería capaz de ponerles fecha a los días y hasta cuándo se lo permitirían sus enemigos.
Como por arte de magia, la actividad de la sala se transformó en confusión cuando el oficial responsable de la seguridad apareció en la puerta y empezó a inspeccionar las tropas. No necesitó adoptar un ademán autoritario. Bryan estaba echado sobre el lecho con la cabeza vuelta hacia el lado de James y pudo ver cómo éste cerraba el puño lenta e imperceptiblemente. ¿Miedo o rabia?
Bryan no era capaz siquiera de interpretar su propio estado de ánimo.
Los dos equipos de enfermeras llegaron a las camas de Bryan y James al mismo tiempo, uno por cada lado. Esta vez tiraron de las sábanas con tal fuerza que los cuerpos de los dos pacientes rodaron alrededor de sí mismos. Un chasquido contra un larguero evidenció que James se había golpeado contra el borde de la cama durante la maniobra.
Bryan procuró mantener la axila izquierda apretada cuando las enfermeras lo lavaron. Esta vez, el agua helada tuvo un efecto lenitivo[3]. Las costras de la orina y las defecaciones nocturnas habían dejado de escocer pero, en cambio, provocaron la hinchazón y la comezón de la piel. Sólo las uñas de las mujeres sobre la piel sensible del escroto le causaron malestar.
La sábana era nueva y estaba sin blanquear, todavía no la habían lavado ni una sola vez. Un agradable cosquilleo producido por la tersura de la sábana se mezcló con la irritación por los rígidos pliegues que se le pegaban al costado. Tendría que permanecer en esa postura hasta que todos hubieran abandonado el vagón. Mientras tanto podría observar cómo el personal de enfermería manipulaba el cuerpo de James.
El chasquido que había oído debió de provocar que la herida que James tenía debajo de la oreja volviera a sangrar. Unos riachuelos de desinfectante que se mezclaron con restos de sangre recorrieron su mejilla y murieron alrededor de la mancha oscura. Al lado, en una gasa, había un jirón de piel que se había desprendido del lóbulo de la oreja. El oficial de seguridad que seguía atentamente los acontecimientos se acercó cuando le aplicaron yodo a la herida. Como consecuencia de la supervisión a la que fue sometida, la enfermera se dejó atenazar por los nervios y salpicó involuntariamente la frente de James con el líquido de color ocre.
Mientras la enfermera y la auxiliar se apresuraban a retomar la ronda, el oficial de seguridad se acercó aún más y se quedó mirando la gota que lentamente se iba deslizando hacia el rabillo del ojo de James. Milímetro a milímetro, el líquido ardiente seguía el camino hacia la catástrofe y el descubrimiento. James debió de sospechar que estaba siendo vigilado, si no se habría secado la gota, se habría dado la vuelta y habría cerrado el ojo. En cuanto hubo sobrepasado la raíz de la nariz, la gota siguió su curso libremente.
En el momento en que la gota estaba a punto de introducirse en el ojo, los pantalones negros de montar se desplazaron hasta ocupar el campo visual de Bryan. Con una leve presión del pulgar le retiró la gota y la depositó en la ceja de James. Luego volvió a llevarse las manos a la espalda y se restregó el pulgar manchado de yodo contra el uniforme.
Pese a los dos días que habían pasado sin ingerir alimentos, Bryan no sentía hambre y, dejando de lado la sequedad de la boca, tampoco sed. De momento, el alimento que les procuraban a través de la sonda tendría que bastar.
Ahora habían pasado tres horas desde la última ingestión propiamente dicha. Desde la caída sufrida habían pasado unas cincuenta y cinco horas, más o menos, y llevaban alrededor de cincuenta horas en cama. Pero ¿qué pasaría cuando hubieran transcurrido ciento cincuenta horas más? ¿Cuándo les meterían el tubo de goma en el esófago y cómo iban a soportarlo sin reaccionar, aunque sólo fuera someramente? La respuesta era obvia. ¡No podrían!
Bryan debería procurar que no lo sometieran a dicho tratamiento. En pocas palabras, era necesario que se despertara de su apatía simulada. Y James también tendría que abrir los ojos, alejarse de su estado comatoso y seguirlo.
Ese cambio de actitud les reportaría muchas ventajas. Podrían seguir los acontecimientos a su alrededor y apoyarse mutuamente mediante signos. Podrían fingir una lenta recuperación física. Y una vez llegados a ese punto, podrían ingerir alimentos y tal vez incluso se les permitiría salir de la cama para satisfacer sus necesidades fisiológicas en un orinal.
Tal vez lograrían escapar.
Tras este breve repaso, Bryan volvió a la pregunta de siempre: ¿qué tenían y por qué estaban allí?
La gran mayoría de los que estaban en su mismo vagón no mostraban lesión alguna. Naturalmente, podrían esconder alguna que otra lesión grave bajo un par de las mantas acolchadas, pero, hasta entonces, la desnudez de las abluciones matinales no había ofrecido ninguna pista acerca de la enfermedad que sufrían los pacientes del vagón. Una cosa sí había quedado clara: aparentemente, todos estaban profundamente inconscientes y algo debía de haberlo provocado. Un par de ellos llevaban la cabeza vendada. Estos casos hablaban por sí solos. Podían tener sobradas razones para permanecer inmóviles. Pero ¿y el resto?
¿Qué enfermedad habían tenido los dos hombres muertos que habían arrojado a la zanja hacía ya tiempo? Y por tanto, ¿de qué se suponía que estaban aquejados él y James?
Si de pronto abrían los ojos y empezaban a responder a los estímulos, ¿qué significada eso para su situación? ¿Funcionaría? ¿Qué consecuencias acarrearía?
¿Nuevos análisis? ¿Radioscopias? ¿Y cuál sería la reacción cuando lo único que encontraran fueran dos cráneos perfectos e intactos?
Todas las preguntas acerca de su identidad, su enfermedad y de lo que ocurriría si las familias los visitaban llevaban a una única solución lógica.
Bryan debía abrir los ojos.
¡Tendrían que jugar el juego lo mejor que pudieran!